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04 julio 2017

Estados Unidos. De aquellas Trece Colonias a hoy / Opinión



Por Luis Toledo Sande/ Resumen Latinoamericano/ 4 de julio de 2017.-

Cuando el 4 de julio de 1776 se firmó su Declaración de Independencia, las que habían sido Trece Colonias británicas merecieron admiración y suscitaron grandes esperanzas. Fue el primer territorio de las Américas convertido en nación soberana, libre de un dominio europeo, y nimbada con la imagen de una república nacida para consumar ideales de democracia y libertad.

Pocos años después se da contra el colonialismo francés la Revolución de Haití, que el 1 de enero de 1804 proclamará su independencia. Fue el primer pueblo que la alcanzó en tierras latinoamericanas. Pero se le hizo pagar muy caro la osadía. Lo castigarían y siguen castigándolo hoy los representantes, beneficiarios y sirvientes del pensamiento dominante de entonces, que perdura, regido por intereses materiales y calzado por espejismos. Entre estos tenía y tiene gran peso en sí, y como virus que infecta todo el entramado social —incluidas las víctimas—, una lacra cultivada como instrumento para dominar a grupos humanos y a pueblos enteros, y que durante siglos se ha llamado racismo, aunque está demostrado que en la humanidad no existen razas.

Tal pensamiento no podía dejar impune el desacato que para los poderes hegemónicos representaba el ejemplo de un pueblo que, formado primordialmente por esclavos “negros”, se permitió desafiar a la Francia esclavista. Allí la burguesía, como en la generalidad del planeta, capitalizó para sí las aspiraciones de Libertad, Igualdad y Fraternidad con que la emblemática Revolución Francesa de 1789 se había hecho admirar en el conjunto humano.

A la república instaurada en una parte de la América del Norte, y cuya Declaración de independencia postulaba que todos los seres humanos habían sido creados iguales, la prestigiaba la aureola de sí misma propalada por una nación que se formó a partir del núcleo de ingleses llegados a esa comarca para zafarse de la dominación monárquica en su nación de origen. El prestigio de esa nación —llegado a la actualidad por muchos caminos: entre ellos la canción Now!, que idealiza a sus fundadores y dio lugar al memorable documental cubano homónimo— lo propala una poderosa maquinaria cultural, que edulcora lo hecho por las armas, la dominación y el saqueo.

La fuerza dominante en las Trece Colonias, aquellos colonos que procedían de Inglaterra, y sus descendientes, arremetieron contra los pobladores originarios del territorio. A los sobrevivientes los confinaron en reservas equivalentes al apartheid que el propio colonialismo británico impuso en Sudáfrica. Simultáneamente explotaron la mano de obra esclava, “negra”, trasladada de África a tierras americanas con los criminales manejos de la trata.

Si todos los colonialismos y modos de esclavitud son odiosos, el británico sobresalió entre ellos por la tenacidad con que segregó a los seres humanos que consideraba inferiores. A los arrancados de África y a los descendientes de estos en todo el ámbito dominado por él los discriminó no solo hasta el punto de mantenerlos esclavizados después de firmarse la independencia nacional. También, marginación mediante, se las arregló para privarlos masivamente del pensamiento que pudo haberlos estimulado a considerarse a sí mismos como lo que son: hijos de países —incluyendo los Estados Unidos— que, al igual que todos sus otros pobladores, tenían y tienen derecho a transformar.

En tal práctica —asociable asimismo al modo como en general se ha tratado a los inmigrantes— se halla uno de los más perversos recursos de dominación empleados particularmente en los Estados Unidos antes y después de constituirse como nación. Ese país representó y privilegió el triunfo de la avanzada británica trasladada a la América del Norte, y, si de poderío e influencia se trata, no tardó en desplazar a la madre putativa de la cual procedían. Ello explica las relaciones de complicidad, paternalismo y supeditación apreciables entre la vieja metrópoli y la nueva surgida de sus Trece Colonias, y esa realidad se tornó ostensible en el siglo XX, no solo con la OTAN.

El afán de conquista mantenido por las fuerzas sociales que formaron para sí la nueva nación, no terminaría en su territorio. Al bautizarse Estados Unidos de América mostraran —lo han señalado distintos autores— su voluntad de apoderarse de todo el continente. No poco han logrado si, incluso, se tiene en cuenta la inercia o desprevención —no se mencione, de momento, la complicidad lacayuna, que sería ingenuo descartar— con que también en otras lenguas, como el español, y hasta por parte de antimperialistas conscientes, se acepta de hecho, si no que los Estados Unidos son América, como se autodenominan en inglés, sí que a sus naturales les corresponde la primacía, cuando no el derecho absoluto, en el uso del gentilicio los americanos. A falta de un nombre propiamente nacional, les corresponde el derivado de su estructura política, estadounidenses, ni siquiera —de manera exclusiva— norteamericanos, que pertenece por igual a México y a Canadá.

La voraz geofagia quedó lejos de expresarse solamente en el nada neutro plano lexical: tuvo, sobre todo, caminos políticos, prácticos. En lo relativo a Cuba, no fue necesario esperar a que en 1923 se acuñase la expresión fruta madura, símbolo de toda una política nacida mucho antes. El mismo Thomas Jefferson que redactó la Declaración de Independencia, en 1805 expresó el interés de apoderarse de Cuba por razones estratégicas, y en 1820, ya tercer presidente de la nación, instruyó a su secretario de Guerra dar pasos para que esa finalidad se cumpliera pronto. Nacía contra este país un proyecto imperial que no ha cesado, aunque unas pocas veces el imperio haya cambiado de apariencia y de táctica, y sustituido, a nivel de promesas, el garrote por la zanahoria.

Las razones indudables por las que Simón Bolívar merece el título de El Libertador incluyen no solamente su colosal aporte a la lucha por la independencia de América contra la metrópoli española, sino también su temprana previsión sobre el peligro que para estos pueblos encarnaba la nación representada por George Washington, su primer presidente, y por Jefferson, entre otros. Cuando por ilusión o ignorancia crecía la imagen de esa naciente potencia como un modelo a imitar o posible garante de libertades, en carta fechada el 5 de agosto de 1829, en Guayaquil, y dirigida al coronel Patricio Campbell, representante de Gran Bretaña en los Estados Unidos, el zahorí Bolívar los caracterizó al decir que parecían “destinados por la providencia para plagar la América de miseria en nombre de la libertad”. Es una realidad que asedia a numerosos países y, de hecho, a la humanidad toda. ¿No está a la vista hoy en Venezuela? ¿No lo ha sufrido Cuba? La han sufrido y sufren muchos pueblos del mudo.



Para guiarse por tal luz no necesitó Bolívar siquiera que ocurriese la guerra que, azuzada a partir de conflictos fabricados con ese fin, los Estados Unidos lanzaron contra México entre 1846 y 1848, y les sirvió para arrebatar a la patria de Juárez más de la mitad de su territorio. En el afán de zafarse de España, como en el caso de Cuba y de Puerto Rico, aún sometidos a ella hacia finales del siglo XIX, o de revertir el atraso material dejado por la decadente metrópoli en sus otrora colonias, todavía bien avanzada la centuria había quienes volvían la vista a los Estados Unidos como supuesto paradigma de desarrollo o posible aliado en ansias de emancipación. Pero ello no se explica por falta de hechos que mostrasen la verdad sobre los rumbos de esa nación, ni porque no hubiera latinoamericanos y caribeños dignos y veedores.


http://www.resumenlatinoamericano.org/2017/07/04/estados-unidos-de-aquellas-trece-colonias-a-hoy-opinion/


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