Agencias
Zahida Begum no recuerda el pueblo donde nació, un pequeño punto en las montañas y bosques de Myanmar. Solo tenía 18 meses cuando su madre la contrabandeó a través del río Naf en un bote de pesca, llevándola a Bangladesh entre cientos de miles de musulmanes de la etnia rohinya que huían de la persecución en su país.
Desde entonces Begum ha sido una refugiada. Creció en los campamentos de rohinya en Bangladesh, y ahora se gana la vida trabajando para una serie de grupos internacionales de ayuda humanitaria. En días tranquilos, es el tipo de persona que deambula por allí en busca de alguien a quién ayudar.
Así, cuando parientes frenéticos le llamaron por teléfono a fines de septiembre para decirle que soldados de Myanmar estaban quemando poblados rohinya y decenas de miles de integrantes de esa etnia estaban huyendo, la mujer de 28 años puso manos a la obra.
Hizo llamadas a media docena de países. Recaudó miles de dólares. Solicitó favores y organizó a botes y contrabandistas.
Y al día siguiente, unas 400 personas _incluidos algunos de los parientes de Begum y otras personas de poblados cercanos_ estaban a salvo.
“Si Zahida no hubiera enviado esos botes, hubiéramos muerto en Myanmar”, dijo Abdul Matlab, de 35 años, una de las personas rescatadas esa noche.
Ahora Matlab vive en Bangladesh con sus parientes en un pequeño refugio de bambú y lonas de plástico donde duermen acurrucados en el piso.
Dijo que, tan solo de su poblado, Begum salvó a 70 personas. Pero aproximadamente otras 400 que vivían allí fueron asesinadas por fuerzas del gobierno de Myanmar, señaló.
Begum, una mujer sonriente con confianza en sí misma que porta un largo manto negro y un chador, creció escuchando historias acerca de la persecución de los rohinya en el estado Rakhine de Myanmar, justo al otro lado del río Naf.
Los rohinya de Myanmar han sido considerados una de las minorías más perseguidas del mundo, una comunidad de musulmanes en un país mayoritariamente budista cuyo gobierno se niega a reconocerlos como una minoría étnica legal. Aunque algunas familias rohinya han vivido en Myanmar durante siglos, se les menosprecia ampliamente como inmigrantes ilegales provenientes de Bangladesh.
No mucho antes de que tuvo noticias de sus parientes desesperados en Myanmar, Begum había escuchado acerca del inicio de “operaciones de desalojo” a manos de las fuerzas de seguridad del país que a la larga derivaron en que 618.000 rohinya abandonaran sus hogares y cruzaran la frontera hacia Bangladesh. Las Naciones Unidas han dicho que las acciones de Myanmar parecían ser una “limpieza étnica”.
Begum sabía que tenía que actuar rápido. Había madres y niños que intentaban huir. Recordaba las historias que narraba su madre sobre su propio recorrido para salir de Myanmar en 1990, cuando más de 250.000 rohinya huyeron para escapar de trabajos forzados, violaciones y persecución religiosa.
Begum le dijo al grupo con el que estaba en contacto que debían avanzar hacia el río Naf y aguardar allí a nuevas instrucciones.
“Le llamé a mi cuñado, que vive en el extranjero, y le dije que nuestros hermanos y hermanas han llegado cerca del río, y le pregunté cómo podemos pasarlos a Bangladesh”, afirmó Begum, que trabaja como traductora y educadora de salud que hace visitas de puerta en peurta para organizaciones de ayuda humanitaria y defensa de los derechos humanos, incluida Human Rights Watch.
Con ayuda de parientes en Australia y Malasia, Begum dijo que recaudó más de 4.000 dólares en cuestión de horas. El dinero le fue transferido a través de un oscuro intermediario que cobró una cuota elevada.
Luego se puso en contacto con un pescador en el poblado costero bangladesí de Shamlapur, cercano a su hogar en el congestionado campamento de refugiados Kutupalong, y le pidió que contratara dos botes y los enviara a la frontera con Myanmar.
A la larga, 70 familias fueron trasladadas fuera de ese país a bordo de los dos botes, que habían recorrido más de 60 kilómetros (100 millas) desde Bangladesh hasta el lugar donde las recogieron en Myanmar, desplazándose a través de la Bahía de Bengala y a lo largo del río Naf bajo el cielo nocturno. Los contrabandistas cobraron más de 4.200 dólares.
Begum aguardó a los botes en Shamlapur, y primero asentó a los nuevos refugiados alrededor de su propia casa de bambú y lonas de plástico. Posteriormente usó lo que quedaba del dinero, en combinación con más donativos que había recibido, para darle 35 dólares a cada familia, y luego las envió a otro campamento de refugiados cercano para que construyeran sus propios refugios.
“Si están a salvo y saludables, yo me siento contenta”, dijo Begum cuando se le preguntó por qué decidió ayudarlos. “Nada me hace más feliz que eso”.
https://www.rebelion.org/noticia.php?id=234186
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