Introito desde tierras lejanas
Ayer me llegó un nuevo periódico de España y me enteré que Julio Cortázar había muerto. Con él he cometido un grave pecado: no he leído nada de sus escritos [literarios], apenas unos artículos periodísticos. Intenté leer una vez su libro Rayuela y me he visto tentado a leer algunos de sus relatos, pero las circunstancias y mi voluntad lo han impedido. Pero no quiero escribir sobre eso, quiero expresar desde aquí mi sentimiento de estima y de simpatía hacia su persona, lo que hacía y lo que representaba. Es para mí Julio Cortázar uno de esos hombres con los que, no sé, se sentía uno identificado en lo que decía y, sobre todo, me impresionaba su valentía de defender con ardor, con uñas y dientes, algo por lo que no pagan un duro los «intelectuales» de hoy. Esto lo hacía, para mí, más digno de admiración, en una persona por la que los años no sólo no le hicieron más conservador, sino que alimentaron su ansia por combatir al lado de los pobres, de los hombres y pueblos humillados y vilipendiados. ¡Y qué cínicamente lo trataban y, ahora más, lo tratan esos hipócritas de la palabra que se dicen amigos y admiradores suyos, y le «perdonan» por su «infantilismo de vejez».
(Sofía, 2-03-1984).
Las primeras lecturas
Eso fue lo que escribí a los pocos días del fallecimiento del escritor argentino. Reconocía que no sabía nada de su literatura, algo que, en poco tiempo, ya de vuelta en España, pude rectificar. Ese mismo año empecé la lectura de algunas de sus obras. Tres y dudo si una cuarta. La primera, del género del relato y que me impresionó grandemente, fue: Historias de cronopios y famas (Barcelona, Pocket Edhasa, 1984). Fue el descubrimiento de un mundo lleno de fantasías. He mantenido en mi mente uno de los relatos -microrrelatos, más bien-, titulado «Discurso del oso», el mismo que sube «por los caños en las horas del silencio» y es testigo de lo que ocurre en cada casa. Y es la ocasión en que, con una prosa atrevida, confronta dos tipos de personajes, no tanto temperamentales, como de formas antagónicas de entender y vivir la vida. El mundo de la improvisación de los cronopios y el orden de los famas. La flexibilidad, la alegría, el optimismo y el afecto de los primeros, frente a rigidez, la seriedad y hasta la arrogancia de los segundos. Y entre ellos, medio de pasadas, esas esperanzas que, por ñoñas y hasta aburridas, ha castigado no haciéndolas visibles en el título.
La segunda obra fue la colección de cuentos Todos los fuegos el fuego (Barcelona, Pocket Edhasa, 1984). Se inicia con «La autopista del sur», lo que no es más que el relato de un sueño, producto del embotellamiento en una carretera de una gran ciudad, en el que afán de la solidaridad necesaria se pierde cuando todo se acaba arreglando. En otro de los cuentos, «Reunión», Cortázar rememora el desembarco del Granma, aunque sin nombrarlo y adosando otros nombres a sus protagonistas. Una metáfora de la revolución cubana, de esa estrella o planeta que brillaba, que no era ni Marte ni Mercurio, y que «brillaba demasiado en el centro del adagio».
Y la tercera, Nicaragua tan violentamente dulce (Barcelona, Muchnik Editores, 1984), un pequeño libro dedicado a ese pequeño país centroamericano que por entonces se encontraba en pleno proceso revolucionario. Lo que podría considerarse como un escrito de naturaleza propiamente política, que lo es, también tiene su correspondencia en lo literario. Conformado por un recopilatorio de varios escritos publicados con anterioridad, mediante una prosa exquisita pone el acento en las esperanzas colectivas de un pueblo en ebullición y la agresión que, a partir del primer momento de la toma del poder por el Frente Sandinista, en 1979, sufrió por parte del gran imperio del norte. «¿Vamos a dejar sola a Nicaragua en esta hora que es como su Huerto de los Olivos?», escribió Cortázar en uno de los pasajes.
En «Apocalipsis en Solentiname» (de 1976 y que ya había publicado en Alguien que anda por ahí) nos lleva al archipiélago situado en el centro del Gran Lago de Nicaragua y al viaje que hizo en 1976 en plena dictadura somocista. Ese lugar, entre mítico y real, donde Ernesto Cardenal había fundado en uno de sus islotes una comunidad cívico-religiosa formada por indígenas y criollos, y en la que respiraba cultura y revolución: «y fue entonces que pensé de nuevo en los cuadros, fui a la sala de la comunidad y empecé a mirarlos a la luz delirante de mediodía, los colores más altos, los acrílicos o los óleos enfrentándose desde caballitos y girasoles y fiestas en los prados y palmares simétricos».
A esas tres primeras lecturas (o cuatro, en mi duda), añadí un año después, en 1985, una más. Le tocó el turno a Alguien que anda por ahí (Madrid, Alfaguara, 1984). Y entre los cuentos que componen el libro, destaco dos. Uno, que me sigue llenando de misterio, es «Usted se tendió a tu lado». Con un título en sí ambiguo y predefinidor de lo que ha de venir, narra la relación (¿incestuosa?) entre una madre y un hijo que está dejando de ser un «nene», y la aparición al final del sentido del límite. ¿Y cuál era «realmente el límite»? Éste: «Hola -dijo Lilian, sentándose entre los dos».
El otro cuento es «La noche de Mantequilla», que se centra en el mundo del boxeo, un deporte del que Cortázar era gran aficionado y que le gustó reconocer. En el relato, empero, desentraña su dimensión corrupta. Está basado en un combate real disputado entre el argentino Carlos Monzón y el cubano-mexicano Mantequilla Nápoles, que tuvo a Alain Delon como organizador del evento. Presente en el relato, puede explicarse como una «maldad» del escritor, dada la conocida vinculación del actor con la mafia marsellesa y sus simpatías por el fascismo.
Ya en el siglo XXI
Hubieron de pasar bastantes años -dos décadas- para que volviera a retomar las lecturas de Cortázar. En 2004 lo hice con otros dos libros de cuentos: Las armas secretas (Madrid, Santillana, 2004) y Queremos tanto a Glenda (Madrid, Santillana, 2004). Y en 2013, con el poema «Policrítica en la hora de los chacales» (La Habana, revista Casa de las Américas, n. 67, julio-agosto de 1971).
Del primero de esos libros hay un cuento que -quizás por mi tímida afición al jazz, lejana desde mi juventud, pero no cultivada en demasía- sobresale para mí: «El perseguidor». Está dedicado a Ch. P., cuyas iniciales son las de Charlie Parker, y, en el fondo, es un tributo a otra de sus grandes aficiones: el saxofón, que tanto le gustaba tocar. En unas decenas de páginas condensa la vida del gran saxofonista estadounidense, un genio que se vio ahogado en la miseria por la droga y el alcohol, al que introduce en el relato con el nombre de Johnny Carter. El narrador, Bruno, se presenta como crítico musical, biógrafo y, a la vez, amigo de Johnny, pero en realidad no deja de ser un perseguidor del músico, como éste lo es también de sí mismo. Johnny está obsesionado por el tiempo: «Esto del tiempo es complicado, me agarra por todos lados»; o por las urnas funerarias: «Tú dirás que lo he soñado, eh. Era así, fíjate: (…) que había miles de miles, y que dentro de cada urna estaban las cenizas de un muerto». Pero no deja de ser un fracasado, como al final lo define Bruno: «un pobre diablo de inteligencia apenas mediocre, dotado como tanto músico, tanto ajedrecista y tanto poeta del don de crear cosas estupendas sin tener la menor conciencia (a lo sumo un orgullo de boxeador que se sabe fuerte) de las dimensiones de su obra».
La lectura de un pequeño poema que causó un pequeño terremoto
«Policrítica en la hora de los chacales» fue escrito en 1971. Fue su posicionamiento político en forma literaria en torno a lo que en su tiempo se conoció como «caso Padilla». Con el poeta cubano Heberto Padilla como víctima, acusado y represaliado por contrarrevolucionario y homosexual, se abrió un amplio debate internacional sobre lo ocurrido. Y frente a la condena sin paliativos de un grupo de intelectuales europeos, Cortázar, sin dejar de hacerlo, defendió una postura en la que no perdió su hilazón con la revolución cubana.
En su afán innovador permanente del estilo y del lenguaje, el término principal del título del poema no es otra cosa que un neologismo, producto, a su vez, del acrónimo de las palabras francesas polítique, cri y crítique. Así lo explicó en la edición publicada en la revista cubana Casa de las Américas, a lo que también añadió: «hay que criticar gritando cada vez que se lo cree justo: sólo así podremos acabar un día con los chacales y las hienas».
Entrando ya en el poema, sus primeros versos advierten del peligro de no saber deslindar la crítica, que es obligada y necesaria, de la utilización que se pueda hacer de ella:
De qué sirve escribir la buena prosa,
de qué vale que exponga razones y argumentos
si los chacales velan, la manada se tira contra el verbo,
lo mutilan, le sacan lo que quieren, dejan de lado el resto,
vuelven lo blanco negro, el signo más se cambia en signo menos,
los chacales son sabios en los télex,
son las tijeras de la infamia y del malentendido.
Más adelante no se doblega en seguir diciendo lo que siente:
Y así es, compañeros, si me oyen en La Habana, en cualquier parte,
hay cosas que no trago,
hay cosas que no puedo tragar en una marcha hacia la luz,
nadie llega a la luz si saca a relucir los podridos fantasmas del pasado,
si los prejuicios, los tabúes del macho y de la hembra
siguen en sus maletas,
y si un vocabulario de casuistas cuando no de energúmenos
arma la burocracia del idioma y los cerebros, condiciona a los pueblos
que Marx y que Lenin soñaron libres por dentro y por fuera,
en carne y en conciencia y en amor,
en alegría y trabajo.
Por eso, compañeros, sé que puedo decirles
lo que creo y no creo, lo que acepto y no acepto,
está mi policrítica, mi herramienta de luz,
y en Cuba sé de ese combate contra tanto enemigo,
sé de esa isla de hombres enteros que nunca olvidarán la risa y la ternura,
que las defenderán enamoradamente.
Como también se mantiene en su compromiso futuro:
Todos juntos iremos a la zafra futura,
al azúcar de un tiempo sin imperios ni esclavos.
Más poemas
En el comienzo de este año me dio por leer más de la poesía de Cortázar. Al principio lo hice a modo de calentamiento del reto que me planteé cumplir a corto plazo: la lectura de Rayuela. Luego la fui simultaneando con la lectura de la novela. Así, me reencontré con «Policrítica…», al que siguieron numerosos poemas que fui localizando en la red electrónica. Hay portales o páginas que nos ofrecen una buena muestra, como A media voz, Poeticous, Cultura Colectiva, Poemas del Alma…
Prolífico en la creación de versos, los poemas de Cortázar gozan de la misma riqueza de lenguaje y el uso atrevido de las formas que emplea en su prosa. Tratan de lo humano y también, aunque menos, de lo divino. El amor es lo que está más presente. Lo hace con pasión, sin que le falte delicadeza y, en ocasiones, la ironía. Un amor que, sobre todo, muestra por mujeres concretas, pero que en ocasiones lo proyecta a la humanidad. Humano en toda su dimensión, en el poema «Podemos vivir sin el pajarito mandón» deja caer al final estos versos:
(Esto es un hombre: las fogatas que alzamos
triangulando la noche
haciéndola de nuevo, aunque no dure).
Por fin, Rayuela
Y ha sido en el comienzo del nuevo año cuando, por fin, me he sumergido en la lectura de Rayuela (Barcelona, Edhasa, 1981) y sus intríngulis. Empezada varias veces, pero otras tantas pronto abandonada, he conseguido finalizarla. No he tardado mucho en su lectura, aunque reconozco que en ocasiones me he sentido desorientado. De sus tres partes, me sincero con que la primera ha sido la que más me ha gustado. Con la segunda me he quedado no tanto decepcionado como frio. Y con la tercera, la que para su autor sería la parte prescindible, ha tenido que ser la sucesión -a veces vertiginosa- de capítulos la que finalmente me ha dado un mayor sentido a la comprensión -o siguiendo con la sinceridad, a un acercamiento- del conjunto de la obra.
Nos explica en el capítulo 36 en qué consiste el juego infantil que da título al libro: «En lo alto está el Cielo, abajo está la Tierra, es muy difícil llegar con la piedrita al Cielo, casi siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo. Poco a poco, sin embargo, se va adquiriendo la habilidad necesaria para salvar las diferentes casillas (rayuela caracol, rayuela rectangular, rayuela de fantasía, poco usada) y un día se aprende a salir de la Tierra y remontar la piedrita hasta el Cielo, hasta entrar en el Cielo (Et tous nous amours, sollozó Emmanuèlle boca abajo), lo malo es que justamente a esa altura, cuando casi nadie ha aprendido a remontar la piedrita hasta el Cielo, se acaba de golpe la infancia y se cae en las novelas, en la angustia al divino cohete, en la especulación de otro Cielo al que también hay que aprender a llegar».
Con ello entendemos en parte las propuestas que nos sugiere al principio para leer la obra. Pero, como juego que es, busca ante todo la participación de la gente y dejar constancia de que todo en la vida acaba resultando inacabado.
Con Rayuela ha sido encontrarme con el contexto en el que juega con su lenguaje inventado del glíglico. Como hace en un momento del capítulo 41: «Hartos del cliente y de sus cleonasmos, le sacaron el clíbano y el clípeo y le hicieron tragar una clica. Luego le aplicaron un clistel clínico en la cloaca, aunque clocaba por tan clivoso ascenso de agua mezclada con clinopodio, revolviendo los clisos como clerizón clorótico». O como se recrea en la totalidad del 68, que nos transporta al erotismo entre dos amantes (el de Horacio Oliveira y La Maga) y que comienza de esta manera: «Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes».
Es encontrarse con el empleo de otras lenguas, como el francés, que es donde se desarrolla la primera parte y varios capítulos de la tercera, el inglés y, por supuesto, el dialecto argentino de la lengua castellana. Políglota, hasta el punto de haber hecho oficio de traducciones literarias en bastantes ocasiones, Cortázar da rienda suelta a su vasta cultura, cosmopolita y rica hasta los tuétanos.
Leer a Rayuela ha sido también una forma de ponerme en contacto con la realidad. Cortázar nos la describe ante todo con sus propias palabras y siguiendo su desordenado orden, pero en ocasiones, sobre todo en la tercera parte, lo hace a través de recortes de noticias salidas en la prensa. La crudeza, y crueldad, que en el capítulo 114 pone al descubierto durante una ejecución en una cámara de gas: «… echó la cabeza hacia atrás y aspiró profundamente… dos minutos más tarde su rostro se cubrió de sudor, mientras los dedos se movían como queriendo librarse de las correas… seis minutos, las convulsiones se repitieron, y Vincent echó hacia adelante y hacia atrás la cabeza. Un poco de espuma empezó a salirle de la boca». La que aparece en el 117, reproduciendo una noticia de 1924 y que tiene a menores de edad como protagonistas: «Así, una niña de trece años fue quemada por haber muerto a su maestra. Un niño de diez y otro de once años que habían matado a sus compañeros, fueron condenados a muerte, y el de diez ahorcado. ¿Por qué? Porque sabía la diferencia entre lo que está bien yo que está mal. Lo que había aprendido en la escuela dominical».
La realidad que se pone al descubierto en forma de xenofobia en el capítulo 28: «Et en plus ça m’insulte dans son charabia de sales metêques -dijo el viejo-. On est en France, ici. Des salauds, quoi. On devrait vous mettre á la porte, c’est une honte. Qu’est-ce que fait le Gouvernement, je me demande. Des Arabes, tous de fripouilles, bande de tueurs» [“Y además me insulta en su galimatías de sucios extranjeros -dijo el viejo-. Aquí estamos en Francia. Bastardos. Deberíamos ponerte en la puerta. ¿Qué está haciendo el Gobierno?, me pregunto. Árabes, sinvergüenzas todos, banda de asesinos”].
O aquella otra, cargada de banalidades, que muestra en el capítulo 150: «Del Hospital del Condado de York informan que la duquesa viuda de Drafton, que se rompió una pierna el domingo último, pasó ayer un día bastante bueno».
Leer Rayuela es, en fin, darle vueltas al personaje enigmático de Morelli. El mismo que, como se puede leer en el capítulo 22, sufrió un accidente de coche que estuvo a punto de costarle la vida y del que se sospechó que pudo haber sido un intento de suicidio. Pero es su vecino Horacio Oliveira, el protagonista principal de la novela, el que nos da luz sobre lo ocurrido: «Tiene un gato y muchísimos libros. Una vez subí a llevarle un paquete de parte de la portera, y me hizo entrar. Había libros por todas partes. Esto le tenía que pasar, los escritores son distraídos. A mí para que me agarre un auto…».
Morelli puede ser, si es que no lo es, el alter ego del propio Cortázar. Una pista nos la da cuando en el capítulo 99 pone en boca de Etienne: «parece convencido de que si el escritor sigue sometido al lenguaje que le han vendido junto con la ropa que lleva puesta y el nombre y el bautismo y la nacionalidad, su obra no tendrá otro valor que el estético, valor que el viejo parece despreciar cada vez más».
Y otra, en el penúltimo 154, esta vez de una forma más explícita: «mi libro se puede leer como a uno le dé la gana. Liber Fulguralis, hojas mánticas, y así va. Lo más que hago es ponerlo como a mí me gustaría releerlo. Y en el peor de los casos, si se equivocan, a lo mejor queda perfecto. Una broma de Hermes Pakú, alado hacedor de triquiñuelas y añagazas. ¿Le gustan esas palabras?».
Fin del recorrido
Escribir esta entrada, iniciada tras la lectura de Rayuela, me ha obligado a releer algunos de los escritos de Cortázar e incluso a completarlos con un libro del que dije al principio que ignoraba si lo había leído: Reunión y otros relatos (Barcelona, Seix Barral, 1983). A diferencia de los otros libros, este último es una antología de cuentos reunidos en obras anteriores. Por eso la mayoría ya los había leído.
Es así como he llegado al final de este recorrido por la obra de Julio Cortázar. En pocos días se va a cumplir el 37 aniversario de su muerte. En ese momento, como reconocí en su momento desde la tierra búlgara, no había empezado a leer todavía su literatura. Sí conocía, sin embargo, cosas de él, porque, como es lógico, su presencia en los medios de comunicación del momento era frecuente. Había leído algunos de sus artículos en El País y, si no recuerdo mal, en el efímero Liberación. Pero la forma como había ido sabiendo más de él fueron las entrevistas que se emitieron por radio y televisión o se publicaron en la prensa.
A través de sus declaraciones fue como fui sabiendo de su posición ante el peronismo en el momento de su nacimiento, sus simpatías por su compatriota el Che, su fidelidad hacia la revolución cubana, su confianza en lo que estaba ocurriendo en la Nicaragua sandinista, su afición por el boxeo… Y hasta tengo un recuerdo vago de la alusión que en cierta ocasión hizo sobre el fascismo que llevamos dentro cuando comentaba un relato que tenía el boxeo como tema. Ignoro cuál fue, pero intentaré dar con él.
En 1983, en el discurso que pronunció durante la recepción de la Orden Rubén Darío de Nicaragua, dijo: «personalmente he defendido siempre el derecho del escritor a explorar a fondo su espacio de trabajo, pese al riesgo de no ser bien comprendido en el momento e incluso acusado de elitista o egoísta».
Ése es el Julio Cortázar que he ido descubriendo.
(Imagen: retrato hecho por Marc Toricesa, aparecido en el cómic biográfico escrito por Jesús Marchamalo).
El artículo se ha publicado también en el blog del autor: Entre el mar y la meseta (https://marymeseta.blogspot.com/2021/01/el-julio-cortazar-que-he-ido.html).
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