Conquistar al electorado en tiempos de polarización afectiva
El debate entre Sergio Massa y Javier Milei anticipó lo que está en juego el próximo domingo: dos modelos de país que se enfrentan a 40 años de democracia, en la elección más incierta de estos años. Milei quedó en un lugar inestable. Las propuestas de campaña que le permitieron llegar al balotaje se desdibujaron frente a la necesidad de ampliar sus alianzas para aumentar el caudal de votos y de ofrecer garantías de gobernabilidad. Massa se mostró dominante y profesional. Pero salir airoso de un debate no asegura ganar una elección. La polarización afectiva jugará un rol clave en el resultado electoral.
La noche está tirante como la carpa de un circo ambulante. En la cuerda floja, dos equilibristas que guardan una ambición y no pueden dar un solo paso en falso. Uno busca convertirse en el nuevo dueño del circo y devolverle su viejo esplendor. Otro quiere abrirle la jaula al león y arrancar un nuevo show, desconocido. Abajo, el público mira con la boca abierta, algo espantado, algo hipnotizado, algo aburrido. Afuera, la vida sigue entre el barro y la oscuridad.
El debate entre candidatos a presidente del domingo fue una puesta en escena donde los dos aspirantes hicieron equilibrio en un número casi imposible. Su objetivo fue mantenerse en pie, desestabilizar al contrincante y llegar a la meta de ser el próximo presidente. La estrategia: mostrar dos modelos de país antagónicos, desmentir al adversario y apelar al miedo. Una apuesta por la construcción de una identidad negativa, en base al rechazo a lo conocido o el salto al vacío.
Sergio Massa tuvo que balancearse entre ser fiel a las bases peronistas y deskirchnerizarse. Entre mostrarse como un presidente que ya tiene el control del país y un simple candidato que no es responsable del gobierno actual. Entre llevar tranquilidad, certeza y previsibilidad, y al mismo tiempo dar esperanzas de algo nuevo. Entre apelar a la unidad nacional entre todos los argentinos y diferenciarse lo suficiente de su contrincante, sus ideas y sus seguidores.
Javier Milei tuvo que hacer equilibrio entre su público que clama por sus exabruptos y la moderación de sus impulsos más irracionales. Entre parecer un antisistema en contra de la casta y un político confiable que puede conducir un país con equipos profesionales. Entre convocar al cambio de raíz con rumbo desconocido y a la vez ofrecer garantías de que ese es un camino que lleva a algún destino razonable. Entre el que se vayan todos y el que queden algunos para no estar solo.
¿Quién alcanzó su objetivo? ¿Cuál de los candidatos llegó a la meta? Para un amplio sector, Massa ganó el debate. Algunos intentaron rescatar los aciertos de Milei. Para otros, ninguno convenció. En tiempos de polarización afectiva, la respuesta no es unívoca. El tablero político se divide en dos polos opuestos en base más a las emociones que a las ideas, la respuesta del público depende de quién le genera de antemano sentimientos de cercanía o de rechazo y en función de ese código, se interpreta el debate.
Massa: un profesional haciendo equilibrio
Sergio Massa se mostró como un político profesional que había preparado cada palabra y cada gesto. Impuso el ritmo y la agenda de temas, dos elementos cruciales para todo debate. Miró a cámara, hizo ademanes seguros con sus manos, manejó sus emociones, los tiempos y los tonos. El formato del evento, en el que los candidatos tenían mayor libertad para el intercambio de ideas, le permitió lucir su capacidad de reacción, su preparación y su oratoria.
Durante la campaña, Massa hizo énfasis en la inconsistencia y en el peligro de las propuestas de Javier Milei, algo sobre lo que insistió durante el debate, haciéndolo su principal eje de argumentación. Sostuvo el eslogan de su campaña: “tenemos con qué, tenemos con quién”. Forzó definiciones de su contrincante, expuso sus contradicciones y fue enfático con las consecuencias que podrían tener sus medidas. Buscó ampliar sus bases de sustentación apelando a los que no lo votarán “convencidos”, pero que reconocen en él un límite “a la violencia y al odio”. En todo momento hizo hincapié en lo que estaba en juego: dos modelos de país antagónicos, en una elección dramática e histórica.
En un desafío complejo, propuso que su gobierno representaría un cambio en relación no solo con el gobierno actual sino también con los años kirchneristas. “No se trata de Macri o de Cristina, somos vos o yo”, dijo un par de veces, para reforzar la idea de que comienza una etapa fundacional que dejará atrás los últimos veinte años de política argentina.
Massa prometió un gobierno distinto al que está terminando, del que forma parte central como ministro de Economía. No dudó en utilizar información personal para desacreditar a su adversario. Hizo alarde de sus conocimientos sobre la política, el funcionamiento del Estado y sus cualidades de dialoguista nato.
El país que propone combina un rol preponderante del Estado con el crecimiento del sector privado, el aumento de las exportaciones, una mejor distribución de la riqueza y una movilidad social ascendente. Entre sus banderas, retomó el consenso democrático sobre los derechos humanos en base al lema de “Memoria, Verdad y Justicia”, reivindicó la educación pública y gratuita, reforzó la agenda de cuidado del medio ambiente y la soberanía argentina de las Islas Malvinas.
De parte de su contrincante recibió acusaciones graves. Milei lo tildó de “mentiroso”, de ser “parte del gobierno más ladrón de la historia”, de “generar miseria”, de “asustar a la gente” y de “querer hacer negocios con los amigos”. Ante estos embates, sus respuestas se alternaron entre contrarrestar algunas de las acusaciones y redoblar la apuesta, en un equilibrio inestable entre resultar creíble y parecer soberbio.
Mientras Massa hablaba, un equipo profesional de campaña hizo un trabajo único en redes, posteando pruebas para confirmar sus dichos. En varias oportunidades, invitó al público a buscar en Google para constatar lo que estaba afirmando. La búsqueda de la verdad, en tiempos de posverdad, apelando a las redes y a Internet como fuentes confiables de confirmación. Esas redes que son el principal alimento de la polarización afectiva, en el que cada uno lee y mira lo que quiere creer.
Milei: un equilibrista a la defensiva
Javier Milei llegó al debate del domingo como el candidato que viene a desafiar a “la Argentina de los últimos cien años”. Un outsider no solo de la política, sino del sistema democrático en sí mismo. Sin embargo, lejos de resultar la figura desafiante, se transformó en el desafiado: no logró imponer los temas de la discusión, sobre todo al comienzo del debate, y se esmeró por responder a las preguntas que le formulaba su contrincante, en una agenda que no logró controlar. En raras ocasiones miró a la cámara, sus gestos fueron menos preparados y su capacidad de respuesta resultó menos ágil. También, pareció más auténtico y menos estratega, en esa compleja construcción de la confiabilidad.
La campaña de Milei comenzó con una serie de propuestas que generaron golpes de efecto y que despertaron adhesiones de sectores transversales de la ciudadanía, con énfasis en jóvenes y varones, descontentos con lo que el país les ofrece. A través del uso de las redes sociales, sus posiciones extremas y de alto impacto resultaron atractivas para consolidar una base de votantes que le permitieron entrar al balotaje. Instaló temas como la dolarización de la economía, la eliminación del Banco Central, la libre portación de armas, la venta de órganos, cortar relaciones con el Vaticano y utilizar vouchers para la educación, entre otras iniciativas. Pero la necesidad de ampliar sus alianzas para aumentar el caudal de votos y de ofrecer garantías de gobernabilidad, lo llevaron a desdibujarse. Estuvo lejos de reivindicar las posiciones más extremas de la campaña, asumió que con sus referencias hacia el Papa había “cometido un error” y sostuvo que la educación y la salud seguirían siendo “públicas”, aunque no necesariamente gratuitas.
Es así que en el debate presidencial del domingo de cara al balotaje, Milei se mostró errático con sus afirmaciones y propuestas. Su argumento principal fue que el responsable de esta “democracia fallida” es el Estado que genera déficit fiscal para financiar a la “casta chorra y parasitaria” a costa de las generaciones futuras. Es el Estado “el origen del problema”, el que llevó a la Argentina a ser el “mayor defaulteador serial de la historia moderna”, a un “industricidio” y al “cáncer de la inflación”.
Ante este diagnóstico, Milei fue compelido a responder sobre cuáles serían sus medidas si llegara al gobierno. “Por sí o por no”, martilló Massa. Con poco énfasis y sin explayarse, reconoció que su objetivo es dolarizar la economía, para terminar con la inflación y eliminar el Banco Central. Negó que su propuesta sea cortar las relaciones comerciales con Brasil y con China, ya que eso depende exclusivamente de “los privados”, como si el Estado no tuviera injerencia en el comercio internacional. Acusó a su interlocutor de no entender cuál era su visión en relación con los subsidios. Sacó a relucir teorías económicas para negar los datos de la desigualdad salarial de las mujeres. Y aclaró que no pensaba arancelar a las universidades en lo inmediato, sino como una reforma de “tercera generación”, en un futuro. El simplificador de TikTok se enredó con el aspirante a gobernante que debe dar certezas al complejizar sus propuestas.
El tablero político se divide en dos polos opuestos en base más a las emociones que a las ideas, la respuesta del público depende de quién le genera de antemano sentimientos de cercanía o de rechazo y en función de ese código, se interpreta el debate.
Milei utilizó el recurso de desacreditar y acusar a su rival. Lanzó algunas frases de efecto, como decirle a Massa: “si fueras Pinocho ya me habrías lastimado un ojo”. Fue irónico al plantearle que “mucha independencia de la justicia no quieren” por el avance en el juicio político a la Corte Suprema. Y estratega al acusarlo de “ventajita”, el viejo apodo que recibió Massa de Mauricio Macri, el nuevo aliado de Milei.
De parte de Massa recibió el consejo de “no ponerse nervioso” y la acusación de no tener la “estabilidad emocional” ni la “templanza” necesarias como para conducir los destinos del país. Mientras tanto, la legión de seguidores de Milei en redes reproducía y alimentaba cada una de sus intervenciones, para reafirmar el sentido de pertenencia a una comunidad que se constituye como una identidad negativa, en contra de todo lo establecido.
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El próximo domingo la Argentina tiene la oportunidad de elegir un nuevo gobierno, a cuarenta años de restablecerse la democracia. Si en algo coincidieron ambos candidatos durante el debate es que se trata de una elección histórica en la que están en juego dos modelos de país. Las encuestas no adelantan un triunfador seguro y el resultado promete ser ajustado. La oportunidad de elegir se da en un contexto crítico, lo que le agrega dramatismo al acontecimiento. Emociones a flor de piel.
La polarización afectiva supone que se definan identidades rivales de un lado y del otro, como un juego de suma cero. En el balotaje, esa polarización supone exacerbar el antagonismo con el contrincante. El debate es clave en la consolidación de esta antinomia. Se construyen identidades negativas en las que prima, sobre todo, el miedo al otro. El terror a lo que está del otro lado. Pero salir airoso de un debate no supone automáticamente ganar una elección. Así como “los likes no son votos”, los debates no son elecciones.
La clave de esta elección polarizada está en dónde se traza la línea divisoria. Si se trata de la clásica antinomia entre peronismo y antiperonismo, probablemente el que salga más beneficiado sea Javier Milei. Pero si el clivaje está entre democracia y autoritarismo, como hace cuarenta años cuando la Argentina retornaba a la vida democrática, entonces se acrecientan las chances de Sergio Massa. Los equilibristas siguen en la cuerda floja. Son equilibristas ellos, somos equilibristas todos nosotros. Y la respuesta la tenemos los votantes, el próximo domingo.
Fuente: https://www.revistaanfibia.com/equilibrios-inestables/
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