Por Facundo Martín, Resumen Latinoamericano, 25 de febrero de 2024.
Asambleísta socioambiental de Mendoza, docente y portador de una retórica aguda, Marcelo Giraud Bonnier es un histórico de la lucha contra el extractivismo y en la construcción de otros mundos. De perfil bajo, es un intelectual de los sectores populares, asiduo lector y generoso como pocos al momento de compartir ideas. Perfil de, aunque a él no le guste la definición, un imprescindible.
El sol de la siesta del 17 de diciembre de 2019 arrecia sobre los cuerpos ya caldeados frente a la Legislatura de Mendoza. Las vallas y un cordón policial separan a la multitud expectante de la puerta por donde salen los legisladores que habían deliberado sobre la modificación de “la 7722”, una Ley ícono de la lucha ambiental provincial (restringe la expansión de la minería metalífera al prohibir la utilización de determinadas sustancias tóxicas, como cianuro y mercurio).
Los rumores de que el agua de los mendocinos ya se había negociado se conjugan con el calor y la tensión política creciente. Los gritos, insultos y empujones comienzan a hacerse incontenibles, vuelan proyectiles y gases lacrimógenos. De pronto, de la masa ambiental, se erige un hombre alto, saltando hacia el centro de la escena, empuña una bandera Whiphala y un cartel que reza “Mendoza es hija del agua”. Agita sus interminables brazos y grita a toda voz: “Paaaaaren, pareeeeeen… sin violenciaaaaa, sin violenciaaaaaa!”.
Ese hombre es Marcelo Giraud Bonnier.
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A Marcelo le pesa bastante ser tan purasangre francés. Y aunque nació exactamente mientras en París la imaginación desafiaba al poder, su esquema general de interpretación del mundo pareciera estar mejor anclado en la Guerra Fría, la que menciona frecuentemente en sus enérgicas y casi siempre perfectamente articuladas intervenciones. En el diverso ecosistema ambientalista, su fuerte son la racionalidad y los datos duros.
La participación de Mendoza dentro del Producto Bruto Interno (PBI) nacional está en descenso sostenido desde 2004 con una leve recuperación en la pospandemia. El liderazgo de la burguesía vitivinícola está comprometido frente a ese escenario. En ese contexto, el lobby minero se presenta como quien puede liderar la diversificación de la matriz productiva local y recuperar el protagonismo económico que Mendoza supo tener. Contra ellos, Marcelo centra sus energías. Parece estar muy seguro de sus palabras. Verbaliza complejas elaboraciones geopolíticas o hidroquímicas como si hablara de asuntos mundanos. Por momentos da la sensación de estar frente a una computadora capaz de hacer correr varios algoritmos en simultáneo buceando informaciones en bancos de datos e informes científicos insondables para los humanos, incluso para los bien informados. Es una máquina humana de identificación de contradicciones, debilidades e inexactitudes en los discursos y comunicados empresarios y gubernamentales. Pero lo que más le enerva son las mentiras promineras. Ahí se hizo fuerte. Entonces se sintió poderoso. Por eso quizás haya llegado a integrar el top ten nacional de los alarmistas. Es un necesario e hiperefectivo referente de la información ambientalista contemporánea.
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El lobby minero tiene en carpeta 19 proyectos para extraer oro, cobre, plata, plomo, zinc y uranio en Mendoza. Aunque denuncian a la Ley 7722 como el principal obstáculo para el desarrollo de la actividad, con la excepción de los proyectos ubicados en el patagónico departamento de Malargüe, la amplia mayoría de ellos están ubicados dentro de Áreas Naturales Protegidas, cada una de las cuales es aprobada por una ley específica, por lo que el sueño de una Mendoza minera parecer tener muy pocas posibilidades de prosperar.
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Marcelo tiene muchas, quizás demasiadas, señas particulares. Lo descollante son sus 197 centímetros cuando está descalzo. Inmediatamente después seguirían, cual lobo de caperucita, enormes facciones, empezando por unos notables ojos celestes —matizados por lentes de uso permanente—. El rasgo final de excentricidad está dado por una calvicie contenida por dos penachos rebeldes de cabello en los laterales.
Muchos años antes de que Bolivia y Perú se convirtieran en destinos cuasi obligatorios de la juventud progre argentina él tuvo una inmersión en la cosmovisión andina que le caló fuerte. Tal es así que bien pasada esa moda retuvo para sí mucha indumentaria con motivo de aguayo norteño que mezcla eclécticamente con ropa proletaria tipo Graffa y botas Ombú con puntera de acero.
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El padre jesuita Moyano Llerena no era de los más piolas de la orden, pero la performatividad de sus sermones por las tardes de sábados o domingos en la Iglesia de la esquina de Colón y San Martín, a la vuelta de la casa familiar, movieron sus primeras fibras políticas. Luego vendrían los más de diez veranos recorriendo la Patagonia con base en el Campamento Padre Mascardi, bajo la mirada del “cura” Raúl Ambrusso, hermano jesuita que tallaría fuerte en varias generaciones de jóvenes inquietos. Y aunque a su padre —arquitecto, católico, y adicto al trabajo— no lo veía casi nunca durante la semana (porque la división sexual del trabajo en la casa era clásica y absoluta), heredó de él una ética y una honestidad exageradas. Por el lado familiar compensaría tanta rectitud y conservadurismo de época la gran tía Nicole, rebelde, libre y antisistema.
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Marcelo está decididamente orgulloso de ser un producto de la educación pública. Siguiendo las aspiraciones de la élite ilustrada local, desde los 4 a los 27 años asistió a la escuela, colegio y facultad de la Universidad Nacional de Cuyo.
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Aunque se subió a un avión de línea recién a los 40 años es, en muchos sentidos, un tipo de mundo. “La escala global me atrapa”, dirá varias veces. La globalización lo flasheó. Egresado como Profesor y Licenciado en Geografía de la Universidad Nacional de Cuyo, ahora tiene a cargo allí la materia Geografía de los Espacios Mundiales. Sus alumnos dicen que el programa de la materia tiene casi tantos autores como la Biblioteca Central de la Universidad. Su afinidad con los libros viene de muy antes. “Si los ladrones entran a lo de mi viejo se van a querer matar, solo encontrarían libros, libros y más libros. Hasta el toilette de la casa estaba convertido en biblioteca”. De niño acostumbraba a leer profusamente enciclopedias o escuchar con su madre emisoras que transmitían historias sobre asuntos globales en francés, su segunda lengua materna.
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Mendoza tiene, desde hace muchos años, menos de 900 personas registradas como empleados mineros. “Lo pueden encontrar en internet”, sacude una y otra vez en las centenas de intervenciones públicas en radio, televisión y gráfica que Marcelo, desde 2008, no ha parado de dar al ritmo de la conflictividad, cada semana. Lo utiliza como prueba de transparencia y democratización de su poder experto, luego de aportar datos duros que maneja con una destreza y una memoria envidiable para más de un contrincante. Pero ese gesto frecuente y que le da sustento es a la vez lo que desde el otro lado del cuadrilátero del debate público ambiental le achacan como debilidad. Aunque Marcelo dirá que no es así, otro geógrafo mendocino, con una larga trayectoria profesional en la gestión del agua dirá que: “Defiende el ambiente pero nunca salió del microcentro, es nada más un citadino que maneja datos. Un generalista, le falta experiencia en terreno”.
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Corría el 2006 y Marcelo andaba agobiado de enseñar mil horas de clases en colegios secundarios y de changuear más o menos bien como guía de turismo local o traductor de francés especializado en vitivinicultura. A eso se sumaba la desarticulación de su primera experiencia de participación política en un protopartido autonomista en la que se comprometió luego de mirar por televisión los sucesos de 2001. Hasta ese momento había dedicado su aparatología crítica a evidenciar los impactos territoriales del naciente agronegocio vitivinícola.
En esa búsqueda una tarde asistió a una charla sobre minería en el salón municipal de Las Heras —una especie de “La Matanza” mendocina—. Mientras escuchaba al presidente de la cámara de empresas mineras sintió que algo en el cuerpo se le movía. Su largo cuerpo era atravesado por un cóctel de bronca e indignación. Esa experiencia fue suficiente para determinarse que los próximos años los dedicaría a combatir las supuestas bondades de la megaminería. Donde hay una mentira habrá un dato duro, se dijo. No se preocupó mucho por el traje: sus compañeros de las asambleas y el pueblo mendocino se encargaría de arroparlo cuando fuera necesario.
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La historia de la lucha contra la megaminería en Mendoza ha estado signada por marchas y contra-marchas. De hecho, la megamarcha del 23 de diciembre de 2019 que sepultó el intento de modificación de la Ley 7722 fue popularmente bautizada como “el parientazo”, en referencia a que el entonces gobernador Rodolfo Suárez tiene muchos vínculos familiares en el Departamento de San Carlos, donde se forjó la resistencia a la minería y también la marcha para tumbar la modificación de la Ley. Marcelo participó de esa marcha y de muchísimas otras.
“El parientazo” tuvo como fermento el paciente trabajo de reconstruir sentido de comunidad que las asambleas socioambientales —que luchan contra la minería contaminante y secante— han sabido tejer a lo largo de las últimas dos décadas. Marcelo encontró en esos colectivos una posibilidad de hacer comunión, de ser un nosotros, de no ser sólo un activista hiperinformado. Una tensa y bonita forma de sentipensar poniendo lo mejor de sí y alimentarse del colectivo.
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Cuando llegó la policía al terreno, “el Nolo” mandó a su hija Marina al baño con disimulo llevando literatura “subversiva”. La niña partió hacia el fondo mientras el Nolo, azorado como de costumbre, entretenía a los visitantes. Manuel Romelio “Nolo” Tejón había nacido en Mendoza en 1925. De acuerdo a sus mejores admiradores fue un alucinado de la vida. Poeta, compositor, pintor, apicultor y panadero. Bien empeñado en registrar y difundir los paisajes y pesares de los mendocinos. Escribió, con Magda De Merolis —su pareja de toda la vida— algunas de las canciones más sencillas y a la vez alejadas del paisaje adocenado del folklore mendocino.
El exilio interno los llevó en los ´70 a instalarse, al decir de su amigo Giménez, al borde del mapa —en la última calle de la penúltima manzana del barrio Yapeyú— “donde la ciudad se hacía monte”, en Las Heras.
La estética y la ética del Nolo empezaron a perder poco a poco vitalidad por el “Alemán” (esa enfermedad que nos roba los recuerdos). Marina volvió al barrio en 2003 y a la casa familiar para acompañar de cerca al Nolo en ese tiempo extraño. Los días parecían menos luminosos de como los había escrito y pintado su papá. Y fue por una maraña de redes sociales, de las unas y de las otras, por las que Marina y Marcelo comenzaron a conversar sobre plantas, animales y resistencias. Un fin de semana se fueron a la montaña con unas amigas. Allí nació una sobrevida para ambos que sería alimentada y enriquecida por las luchas por defender el agua pura.
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El Nolo tenía 88 años cuando en 2013 se realizó, una vez más, el contracarrusel, especie de carnaval popular antiminero que tiene lugar justo antes y en sentido contrario al circuito que siguen las hoy cuestionadas reinas de la vendimia durante los festejos oficiales.
El Nolo ya estaba con dificultades para desplazarse pero había decidido participar y quería llevar su mensaje para que todo Mendoza lo leyera. Estuvo semanas craneando qué decir, nada lo convencía. Una mañana en su casita del Barrio Yapeyú, dijo “ya está, tengo la frase: Mendoza es hija del agua”. Entonces consiguieron una silla de ruedas y Marina y Marcelo lo empujaron toda la marcha, mientras el Nolo llevaba orgulloso su cartel.
El Nolo murió en 2015 sin saber, quizás, que su presencia en aquella marcha sería trascendente para propios y ajenos. Es que fue el mismo cartel que Marcelo empuñaría varios años después en aquel diciembre histórico para defender al agua pura.
Aquella tarde memorable de 2019, ese hombre flaco y alto volvió sonriente a la que ahora es su casa en el barrio Yapeyú, donde nacieron esas cinco palabras que unen a toda una provincia: “Mendoza es hija del agua”.
FUENTE: Agencia Tierra Viva
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