NAHIA SANZO
Para Kiev y sus aliados, el objetivo es un acuerdo para congelar la guerra que no dé lugar a un tratado que perpetúe condiciones que Ucrania espera cambiar en el futuro
“Para Rusia, las negociaciones solo son una tapadera; Putin quiere la guerra”, sentencia en una entrevista concedida al medio de referencia italiano La Reppublica el cardenal verde de Ucrania, Andriy Ermak. Continúa el laborioso trabajo europeo de grupo de presión en busca de medidas coercitivas contra Rusia, que no solo requiere de propuestas de sanciones, sino de argumentos para justificarlas.
La afirmación de Ermak es llamativa teniendo en cuenta que Rusia se ha esforzado en plantear su oferta de negociación sobre la base y como continuación de Estambul, un proceso en el que era evidente que Ucrania no deseaba (o no le dejaron) aceptar los términos que Moscú planteaba y en el que continuó durante meses hasta que logró recibir de sus socios y aliados el armamento que necesitaba para continuar por la vía militar. Semanas antes, en una visita a Kiev que ha sido manipulada por todas las partes, Boris Johnson habría pronunciado, según Ukrainska Pravda, la frase que queda en los anales de esta guerra: “Simplemente vamos a luchar”.
Aunque tanto desde Rusia, como en sectores prorrusos o simplemente críticos de la guerra proxy "hasta la derrota final de Rusia aunque requiriera la ruina de Ucrania" haya querido verse ese pronunciamiento como una forma de bloqueo occidental de un posible acuerdo o una orden de continuar luchando, las palabras del entonces premier británico pueden entenderse también como la garantía de que Kiev dispondría de las armas, financiación y protección política y diplomática necesaria para hacer lo que el Gobierno ucraniano deseaba: continuar luchando y lograr en el frente lo que no podría conseguir por la vía diplomática, una paz sin concesiones. En el arte de dilatar las negociaciones cuando la opción militar es la preferida, Rusia no solo no está sola, sino que tiene ante sí el brillante ejemplo ucraniano.
Kiev optó por la guerra y las batallas de 2022 (en las que Ucrania vencía, según la propaganda de la Inteligencia británica) consiguieron convencer también a sus aliados de que la victoria militar era posible. Frente al mayor escepticismo de los estamentos militares -sectores del Pentágono filtraron a la prensa que la captura de Crimea era inviable para Ucrania-, el sector político se impuso y elevó hasta el infinito las expectativas de victoria de Ucrania para 2023, un año en el que según Kirilo Budanov las tropas ucranianas entrarían en la península del mar Negro.
Encabezado por el idealista Antony Blinken, el belicista Johnson, que llegó a afirmar que los misiles sustituirían a la aviación en la labor de cobertura aérea, o el ingenuo Macron, que desveló la estrategia de romper el frente para poner en peligro el control de Crimea y obligar a Rusia a firmar el dictado ucraniano, el establishment político occidental sufrió la decepción de la fracasada contraofensiva terrestre de 2023, pero nunca se replanteó la opción elegida. Tras la ruptura de Estambul, continuación lógica de la opción occidental de Minsk de no aceptar ninguna concesión política a su oponente -que en aquel caso no era Rusia sino Donetsk y Lugansk- Ucrania no podía permitirse negociar con Rusia en condiciones de debilidad, por lo que la continuación de la guerra era la única opción.
Desde entonces, solo la aventura ucraniana en Kursk, una invasión que sorprendió a las tropas rusas y que dio unos resultados tan rápidos como mediáticos en tan solo unos pocos días (aunque los propios comandantes ucranianos sabían que después de esos pocos días se iban a tener que retirar, como efectivamente ocurrió), ha elevado la moral de la principal tropa de la que depende Kiev, sus aliados extranjeros. Cuando comenzó la operación, había aparecido ya el temor a la posible llegada de Trump, cargado de su venganza contra Zelensky por su rechazo a entregar material comprometido sobre Biden y su hijo, desinterés por Ucrania y supuesto favoritismo por Rusia, un argumento trabajado desde su primera legislatura, en la que se otorgó a Vladimir Putin una parte del crédito de la victoria electoral.
Para lidiar con Trump y atraerlo hacia la causa ucraniana, Volodymyr Zelensky puso sobre la mesa las riquezas minerales ucranianas, de cuyo futura extracción EEUU se ha garantizado una parte importante de los ingresos, y los socios europeos comenzaron a hablar en el lenguaje de la paz por medio de la fuerza, posiblemente con la esperanza de que la visión trumpista tuviera más de fuerza que de paz. El hecho de que los países europeos, especialmente la Unión Europea, con la neofascista Kaja Kallas a la cabeza, tardara más que Ucrania en virar al discurso de apariencia pacifista, muestra que la guerra hasta desgastar lo suficiente a Rusia siempre fue la opción prioritaria para los aliados continentales de Ucrania, ahora principales exponentes de la exigencia de alto el fuego incondicional.
La incondicionalidad se ha convertido en el principal argumento de los países europeos, que aunque son conscientes de que no van a lograr imponer sobre Rusia la resolución de la guerra que deseaban, se aferran a poder dictar al menos la forma en la que se vaya a producir. Como afirmó la delegación rusa y confirmó la ucraniana, uno de los entendimientos alcanzados en la reunión de Estambul es que Moscú y Kiev prepararán un documento en el que se especifiquen la condiciones necesarias para un alto el fuego. Tras su conversación del sábado con Sergey Lavrov, Marco Rubio confirmó haber discutido con su homólogo ruso “varias cosas. Me explicó que prepararía un documento conteniendo sus demandas para un alto el fuego, que daría lugar a negociaciones más amplias”.
El diálogo entre EEUU y Rusia es significativo, no solo por el intento de impulsar la vía diplomática, sino por el contraste que supone con respecto a hace tres años -o a los años de los acuerdos de Minsk-, cuando no hubo el más mínimo intento occidental por impulsar la paz por medio del acuerdo. Sin embargo, como piden la prensa europea, Ucrania y sus aliados continentales y buena parte de su clase política, EEUU amenaza a Rusia con aprobar el paquete de sanciones secundarias que penalizaría a los países que comercien con Moscú, advertencia que Rubio también trasladó a Lavrov según afirman varios medios.
“Una muestra de buena voluntad sería un alto el fuego, en el que durante un mes nadie dispare y los observadores externos supervisen”, afirma Andriy Ermak en sus declaraciones a La Reppublica, presentando una propuesta de apariencia lógica, pero en la que subyacen varios puntos que la prensa, que en sus editoriales sentencia que “sobre el petróleo y el sector bancario de Rusia deben caer severísimas sanciones secundarias, que afecten a los países que permiten eludir el castigo a la economía rusa”, prefiere evitar.
Ucrania y sus aliados europeos buscan imponer a Rusia un alto el fuego sin ninguna garantía de que vaya a procederse a una negociación posterior. Como Zelensky poco antes de que tuviera que comenzar según el calendario del ultimátum europeo, Ermak vuelve a utilizar aquí la idea de una fuerza externa que supervise el alto el fuego, una idea no solo ingenua sino inviable. El hecho de que las autoridades ucranianas planteen la verificación como exigencia a la hora de proceder, en un futuro, a una negociación política es un indicio de que la oferta es exactamente lo que los medios y las autoridades europeas y ucranianas afirman ahora que ha sido la oferta rusa de diálogo en Turquía, una táctica para ganar tiempo sin intención de proceder a un proceso que dé lugar a la paz.
Como recordaba hace unos días una de las caras visibles de la Misión de Observación de la OSCE en 2014, la composición y despliegue de aquel equipo, cuyo trabajo fue parcial, limitado a una línea del frente mucho más sencilla que la actual y siempre estuvo cuestionado, llevó semanas. La situación de la guerra actual es mucho más complicada que en aquel momento, en el que el frente se limitaba a Donbass, al que había acceso relativamente sencillo tanto desde Ucrania como desde Rusia. Existía, además, acuerdo en cómo debía realizarse la misión y quién la llevaría a cabo, algo que a día de hoy no existe y que nadie se ha molestado en plantearse, porque nadie se ha tomado en serio la propuesta de una verificación independiente. Las palabras de la semana pasada de Keith Kellogg (enviado especial de Trump a las conversaciones de paz entre Rusia y Ucrania), que habló de una “tercera fuerza” mientras se refería al futuro despliegue de tropas de la coalición de voluntarios -Alemania, Francia, Reino Unido- puede incluso sugerir que ni siquiera se busca un actor teóricamente imparcial como debía ser la OSCE, de la que formaban parte tanto Rusia como Ucrania, en la guerra de Donbass.
El resumen de Marco Rubio de su llamada telefónica con Lavrov refuerza una idea más: el hecho de que Rusia no se conforma con un alto el fuego temporal -que por naturaleza favorece a la parte más débil, que dispone de tiempo para recuperarse y reforzarse-, sino que aspira a que, cuando se produzca, esa tregua implique necesariamente una negociación con Ucrania. Para Kiev y sus aliados, por el contrario, el alto el fuego es el mal menor que hay que aceptar para garantizarse mantener el apoyo estadounidense a corto y largo plazo, ya que el objetivo es un acuerdo para congelar la guerra que no dé lugar a un tratado que perpetúe condiciones que Ucrania espera cambiar en el futuro, especialmente la cuestión de la OTAN, aunque también el aspecto territorial.
El escenario coreano, una frontera fuertemente armada y con peligro de reanudación de las hostilidades, es lo que Rusia intenta evitar, una resolución que requiere de una negociación política que Ucrania, sus aliados europeos y parte del establishment estadounidense rechazan precisamente por lo que significa.
Esa contradicción es la primera que ha de resolverse si se desea realmente que se produzca un proceso de negociación, una tarea que requiere de diplomacia y diálogo más allá de las sanciones que exigen Ucrania y sus aliados políticos y mediáticos.
Sin embargo, esos matices se escapan a la percepción de Trump, de cuya opinión depende el suministro militar a Ucrania y el incremento de las sanciones contra Rusia. “Hablaré por teléfono con el presiente Putin de Rusia el lunes a las 10:00. Los temas de la llamada serán detener la 'masacre' que está matando, de media, a más de 5.000 soldados rusos y ucranianos a la semana, y el comercio”, anunció, en un mensaje escrito integramente en mayúsculas, Trump. En su línea de exagerar sus éxitos -Trump se ha otorgado falsamente el crédito de salvar a millones de personas en India y Pakistán evitando una guerra nuclear que de ninguna manera estaba a punto de producirse- y elevar las expectativas, el presidente de EEUU añadió que conversará posteriormente con Zelensky y sus aliados de la OTAN. “Con suerte, será un día productivo, habrá alto el fuego y esta guerra tan violenta, una guerra que nunca se tendría que haber producido, acabará”.
Frente a quienes, con la experiencia de procesos similares y conscientes de la complejidad de esta guerra que Trump simplifica hasta convertirla en parodia, esperan un proceso largo y difícil hasta llegar a un acuerdo en el que las dos partes (sobre todo la ucraniana, que está al borde de la derrota militar) cedan, pero obtengan algún tipo de aliciente, el presidente de EEUU sigue confiando en su capacidad de resolver la guerra de forma rápida, con apenas una llamada.
slavyangrad.es
https://www.lahaine.org/mundo.php/incertidumbre-diplomatica-maniobras-politicas-y
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