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22 marzo 2016

La última mañana de Monseñor Romero



El 24 de marzo de 1980, el arzobispo español Fernando Sáenz Lacalle pasó temprano a traer a Monseñor Romero para llevarlo al mar a un convivio espiritual. Sáenz Lacalle, sacerdote del Opus Dei, terminó años después heredando el arzobispado que martirizó a Romero, de quien fue amigo desde los años en que el salvadoreño oficiaba en San Miguel. Sobre las versiones de que miembros del Opus Dei intentaron obstaculizar el proceso de canonización de Romero, Sáenz Lacalle responde que, si le hubieran preguntado a él, "los hubiese mandado a pasear".


Fernando Sáenz Lacalle dirige su mirada a la pared blanca, concentrado. Presiona a la memoria para iluminar algún hueco oscuro en su cabeza. Pero no le alcanza. Me lo advirtió por teléfono, cuando le pedí que me recibiera, y me lo repite varias veces durante nuestro encuentro: "Ya tengo más de ochenta años y hay muchas cosas que ya no recuerdo". La memoria es más esquiva con la edad. Esquiva y selectiva.

Me recibe en la salita de ingreso a una residencia del Opus Dei, en Santa Elena. Viste una sotana blanca, impecable, que envuelve su piel también blanca, pálida. Mantiene las secas maneras que fueron de conocimiento público durante los trece años que fungió como arzobispo de San Salvador (1995-2008). Mueve poco las manos, pero cuando lo hace las mueve con energía. Con autoridad. Así habla también: con frases cortas, determinantes en el tono y ambiguas en el contenido. Y no importa de qué se le pregunte, sus palabras encuentran siempre camino hasta la respuesta última y única: la oración.

Fernando Sáenz Lacalle es más amigo de los dictados que de los debates. Parece como si jamás hubiese pronunciado una sola palabra sin estar seguro de que alguien la escuchaba como si fuese una orden o un mandato divino. El mandato de un Dios que exige solo limpiar el espíritu –la conciencia– y no meterse en nada más. "En el Opus Dei nuestra misión es la de santificar el trabajo y las acciones de cada día. Frecuentar los sacramentos, confesarte, ir a misa. Procura tener dirección espiritual. ¿Entiendes?"

Su consagración episcopal, en 1995, significó el triunfo de los conservadores en El Salvador. La "recuperación" de una iglesia que había estado, en los tres arzobispados previos, en manos de obispos a los que las elites salvadoreñas consideraron enemigos: Luis Chávez y González (1977); Óscar Arnulfo Romero (1977-1980) y Arturo Rivera y Damas (1980-1995).

Pero Monseñor Romero, que llegó al arzobispado en 1977 acuerpado por esas mismas fuerzas conservadoras que después lo consideraron enemigo, frecuentaba a Sáenz Lacalle para hacer ejercicios espirituales desde sus tiempos como obispo de San Miguel.

Más tarde, ya al frente de la Iglesia salvadoreña, Romero se rodeaba de sacerdotes más a tono con las enseñanzas del Concilio Vaticano II y de Medellín, que llamaban al clero a ayudar a los más necesitados a alcanzar una vida digna y justa en la Tierra. Algunas de sus homilías, por ejemplo, las preparaba y discutía con sacerdotes jesuitas; con su equipo de Tutela Legal… Pero de vez en cuando aceptaba las invitaciones de Sáenz Lacalle para participar en retiros espirituales. Fue una amistad que nunca abandonó. Ninguno de los dos.

Sáenz Lacalle fue uno de los primeros sacerdotes del Opus Dei, ese brazo ultraconservador de la Iglesia fundado por el español José María Escrivá de Balaguer a mediados del siglo pasado, en llegar a El Salvador. Fueron miembros del Opus Dei algunos de los principales instigadores contra el proceso de canonización de Romero (y también quienes ocuparon puestos de honor y ayudaron a la organización de la ceremonia de beatificación en la plaza del Salvador del Mundo). Pero no tuvo Sáenz Lacalle nada que ver con esto, asegura: "Si alguien me viene a decir que hay que obstaculizar el proceso pues lo mando a pasear".

La relación, dice Sáenz Lacalle, era personal, no con el Opus Dei. Pero esa relación, y el hecho de que Monseñor Romero fuera un hombre poco simpático con las transformaciones que tenían lugar en la Iglesia a mediados de los setentas, produjeron muchas dudas cuando llegó al arzobispado, en 1977.

El teólogo jesuita Jon Sobrino describió en un libro sus impresiones de aquellos años: "Yo solo sabía que Monseñor Romero era un hombre muy conservador, muy influenciado por el Opus Dei, contrario –a veces con agresividad intelectual– a los sacerdotes y obispos que habían aceptado la línea de Medellín. Tenía también por marxistas y politizados a varios de los jesuitas de El Salvador".

El resto de la historia es ya muy conocido: poco después de su nombramiento como arzobispo ocurre el asesinato de su amigo, el sacerdote jesuita Rutilio Grande, a manos de guardias nacionales. Romero convierte su arzobispado en el centro de las denuncias contra la dictadura militar y el aparato represor de las fuerzas de seguridad; y es abandonado por la derecha política; por los grupos económicos y sociales que apenas semanas antes festejaban su nombramiento; y por aquel sector conservador de su propia iglesia que le creía uno de los suyos.

Sáenz Lacalle fue una de las excepciones. Su relación con Romero no terminó con la conversión del arzobispo. Se mantuvo, literalmente, hasta el último día, en que ambos se fueron al mar con otros sacerdotes para mantener una jornada espiritual.

Quince años después, Sáenz Lacalle ocuparía el arzobispado. Sería el heredero de la iglesia de Romero el mártir. Ahora intenta recordar su último encuentro, aquel 24 de marzo de 1980.

"Le llamé por teléfono a Monseñor el día anterior y le dije que teníamos reunión. Entonces me dijo 'Sí, quiero ir porque estoy muy agobiado' o algo así. Noté en la frase que estaba tenso, como con preocupaciones, como con dificultades". Sáenz Lacalle ya no recuerda si Romero le dijo qué le agobiaba. Pero no es difícil adivinarlo.

En marzo de 1980 el ejército había intensificado sus operativos contra las organizaciones populares, mientras grupos paramilitares intensificaban las desapariciones forzosas. La segunda Junta Revolucionaria de Gobierno había fracasado y buena parte del gabinete renunció a principios de mes, tras el asesinato del líder demócrata cristiano Mario Zamora.

Monseñor Romero enfrentaba en ese momento la enemistad de la mayor parte de los miembros de su conferencia episcopal; había recibido llamados de atención desde El Vaticano por multiplicar sus denuncias contra las fuerzas armadas; había enviado una carta al presidente estadounidense, Jimmy Carter, para detener la ayuda militar a El Salvador. La emisora por la que se transmitían sus homilías había sufrido varios atentados con dinamita y ese 23 de marzo, cuando Sáenz Lacalle le llamaba por teléfono para invitarlo al mar, Romero acababa de celebrar la más peligrosa de sus homilías en Catedral: ordenó a los soldados no disparar contra sus hermanos. "No es como que ese día él hubiese sido un volcán en erupción, él ya venía cargando con eso", dice Sáenz Lacalle.

El 24 de marzo, muy temprano, el arzobispo de San Salvador se fue con Sáenz Lacalle a las playas de La Libertad. Allá se reunieron con otros sacerdotes. Como no encontraron quién les abriera la casa que les habían prestado, tuvieron que entrar por la playa y brincarse el muro, y pasaron el resto del día en el convivio espiritual.

Casi nada se ha escrito sobre las horas previas a la fatídica misa en honor a Sara de Pinto en el Hospitalito de la Divina Providencia; y su principal testigo, Fernando Sáenz Lacalle, tiene cada vez más problemas en rescatar de su memoria los eventos de una larga vida. Treinta y cinco años después, nos sentamos a hablar de la parte soleada de ese día que terminó tan oscuro.

Nuestra conversación es incompleta. No solo por sus problemas de memoria sino, sobre todo, por la interrupción de personas de la residencia que tomaron la decisión de dar por finalizado nuestro encuentro antes de que pudiera preguntarle a Sáenz Lacalle sobre sus actividades como capellán del ejército poco después de la firma de los acuerdos de paz o su relación con Marco Revelo, un obispo que declaró la guerra a Monseñor Romero y que bendecía los aviones de guerra que enviaba Estados Unidos.

Sáenz Lacalle, igual que hizo durante la parte más pública de su vida, como arzobispo de San Salvador, evita de todos modos hablar de cualquier cosa que parezca política. Cuando una pregunta le incomoda, su tez blanca se torna roja y sonríe. Pero no cede.

Esta conversación tuvo lugar a finales de 2015.

Monseñor Fernando Saenz Lacalle bendice la tumba de monseñor Óscar Arnulfo Romero durante uno de los eventos en la Catedral Metropolitana de San Salvador por la conmemoración del 25 anniversario de su asesinato, el 2 de abril de 2005. / Foto de Yuri Cortez (AFP)

¿Cómo recuerda a Monseñor Romero?
Era un hombre aparentemente un poco frío, nada de andar haciendo alharaca ni cosas de estas. Era un hombre muy sencillo. Yo conocí a Monseñor Romero cuando él estaba en San Miguel. Yo estaba en San Salvador pero hacía viajes allá y hablaba con él. Me invitaba a almorzar y platicábamos.

Él tenía preocupación por organizar algunos retiros ecuménicos para sacerdotes. Yo organizaba estos encuentros y había invitado a diez o doce sacerdotes, era algo muy familiar. 

Y a uno de esos fueron la mañana del día 24 de marzo. Cuénteme de ese día. 
Nos prestaron una casa en el mar, allí en La Libertad. Le llamé por teléfono a Monseñor el día anterior y le dije que teníamos reunión. Entonces lo que me dijo fue: "Sí, quiero ir porque estoy muy agobiado" o algo así. Noté en la frase que estaba tenso, como con preocupaciones, como con dificultades. Yo lo fui a recoger tempranito en la mañana. Estuvimos con un grupo de sacerdotes, todos amigos. Uno dio una charla y después una plática, el almuerzo, pero todo en un plan muy familiar, amistoso, sencillo, sin una tensión ni nada. 

¿Él le comentó en la playa qué lo tenía tan agobiado o por qué se sentía así?
No, no concretamente. Fue solo al invitarlo yo al paseo que me dijo que no se lo quería perder porque estaba muy agobiado.

¿Quiénes más estaban? ¿Eran todos sacerdotes del Opus Dei?
No. El único que era del Opus Dei era yo. Era una charla que yo organizaba; meditaciones que tenían un contenido de formación cristiana, de espíritu sacerdotal. Ya no recuerdo quiénes estaban porque tengo ya la memoria de ochenta y tantos años.

Entiendo que tuvieron que brincarse por la playa
Es que llegamos y nos habían prestado la casa, pero el que no sabía era el guardián, y la casa estaba cerrada, así que nos dimos la vuelta y nos saltamos por no sé dónde y allí estuvimos en el ranchón y ya vino el hombre todo apurado. Nadie le había avisado que iban a llegar unos curas, jajaja. Dimos un paseo por la playa antes del almuerzo; y Monseñor tenía prisa por volver porque tenía que dar una misa. Me fui y de pronto la gran noticia, que habían matado a Monseñor.

¿Cómo se enteró usted?
Bueno, fue una noticia que corrió muy rápido. Había pasado como una hora o dos de que había muerto. A mi me conmovió mucho cuando supe que habían asesinado a Monseñor.

¿Qué pensó?
Que qué bien que había tenido ese día una convivencia sacerdotal, fue un regalo de Dios, de haberle preparado. Un encuentro fraterno.

Entiendo que Monseñor se asesoraba para sus homilías, y para analizar la situación del país, con algunos sacerdotes jesuitas; pero para reflexiones cristianas, espirituales, con sacerdotes del Opus Dei, lo cual parecería contradictorio porque en esos momentos de tanta polarización los jesuitas eran más progresistas y el Opus más conservador. ¿Es correcto?
Monseñor Romero tenía una formación muy sólida. Él no estaba al vaivén de las presiones ideológicas de los jesuitas extremos. Era un hombre con un criterio muy amplio pero en realidad, si se puede hablar de dirección espiritual verdadera, la tenía conmigo. Pero no es que fuera una cosa tan formal. Él asistía a esas reuniones que yo realizaba con otros sacerdotes para estar en un acto de formación sacerdotal, de convivencia. Eran pláticas, meditaciones, una pequeña charla sobre un tema de teología. Algo muy sencillo. Lo hacíamos casi una vez al mes.

Pero entonces no era con el Opus Dei, era con usted.
No, no era con el Opus Dei. Efectivamente era conmigo. Si no iba yo, pues iba otro sacerdote, pero eran sacerdotes diocesanos casi todos. Hablábamos de la vida del sacerdote.

¿Y no tocaban nada de política, de la situación del país?
No era ese el tema. Era una convivencia.

Monseñor Romero tenía muchos problemas con la mitad de su conferencia episcopal: los obispos Álvarez, Revelo, Aparicio… y sacerdotes como Fredy Delgado. ¿Hablaba usted de estas cosas con él?
No te lo puedo decir. Pero en principio, en el Opus Dei nuestra misión es la de santificar el trabajo y las acciones de cada día. Frecuentar los sacramentos, confesarte, ir a misa. Procura tener dirección espiritual. ¿Entiendes?

Esta parte sí, pero yo le preguntaba por las diferencias con la conferencia episcopal. Él mismo se quejaba en Roma de que le habían dado la espalda. 
Sí, tengo una idea vaga. Pero a mí no me interesaba mucho meterme en esto. Ya no recuerdo todo lo que yo le dije a Monseñor Romero. Pero seguro que fue una conversación espiritual de tener fuerzas para afrontar las circunstancias.

Se lo pregunto porque si Monseñor tenía una especial cercanía con usted, uno supone que para él estos convivios servían también para desahogarse. 
Puede ser. Pero yo no me metía tanto en darle consejos o decirle cómo tenía que ser como arzobispo porque él ya tenía suficiente madurez para desenvolverse.

Era la parte política del arzobispado
Sí, pero yo no le preguntaba y él no me tenía que dar explicaciones.

Y ahora, en retrospectiva, ¿cómo mira usted esto?
¿Qué cosa?

Este peso con el que cargaba, de una conferencia episcopal que le obstaculizaba su labor. Que le dio la espalda.
Bueno, es que no todas las conferencias episcopales son algo sencillo. Pero tampoco yo estaba almacenando una historia de Monseñor. Yo procuraba que la gente hiciera oración. Y esto sirve tanto para un arzobispo como para un ama de casa. Tampoco es que yo hiciera una lista o escribiera que a este sacerdote le pasa no sé qué y no sé qué, ¿me entiendes?

Pues él sí tenía un diario.
Sí, pero yo le daba la atención espiritual. Lo buscaba para eso.

Estoy tratando de provocar su memoria para entender lo que agobiaba a Monseñor ese día. Estaban asesinando a cantidad de sacerdotes, por ejemplo. Él denunciaba además en el púlpito la terrible represión de las fuerzas armadas particularmente con la gente más humilde. Estoy tratando de entender todo lo que lo agobiaba ese día. 
Pues no te lo puedo responder como tú quieres. Porque no es como que ese día él hubiese sido un volcán en erupción, él ya venía cargando con eso.

¿Quién le iba a decir a usted que ese día lo iban a matar y que años después usted sería su sucesor?
Me impactó mucho su muerte pero no me extrañó, porque veía que podía ocurrir, sobre todo en medio de una confrontación política como eso, pero eso no me interesa examinarlo porque no lo domino ni lo recuerdo.

Todo mundo sostiene que esa fue una muerte anunciada.
Sí, por eso le digo que no me extrañó que lo mataran.

Supongo que cuando usted fue nombrado arzobispo Monseñor Romero debe haber sido una inspiración para su pastoral.
Pues siempre sirve conocer a un arzobispo antes, pero él había sido arzobispo muchos años antes. El asunto es que un sacerdote al cual él conocía, le visitaba cuando estaba en San Miguel, tenía retiros espirituales, y de pronto lo nombran arzobispo; y yo entonces me preocupo de organizar reuniones con sacerdotes para hacer pastoral sacerdotal. Pero no para hacer política o andar discutiendo de las situaciones terriblemente complicadas de ese momento.

Y después de haber visto la cruz con la que cargó Monseñor Romero, ¿no le costó aceptar el arzobispado?
No, porque qué podía hacer yo. No anduve buscando que me nombraran pero qué podía responder…

Monseñor Paglia dijo que el proceso había sido bloqueado, que había algunos embajadores en El Salvador que habían obstaculizado el proceso. ¿Usted sintió alguna presión para bloquear el proceso cuando fue arzobispo?
No. Porque si me lo dicen los mando de paseo.

¿No le tocó mandar de paseo a nadie?
Nunca nadie se atrevió a decirme nada. No recuerdo haber tenido ninguna discusión de eso.

Es decir que ese proceso de canonización o de obstaculización no pasó por usted.
Ya en el arzobispado había una estructura. Por supuesto que yo apoyaba el proceso y todo. Pero te estoy explicando que ya tengo 82 años y ya no tengo memoria para cosas tan minuciosas. Pero estaba clarísimo que yo estaba totalmente favorable.

Se lo digo porque de la lista de embajadores salvadoreños, algunos parecen haber sido muy cercanos a usted. Pero si me dice que nadie se lo sugirió jamás…
No, ya te digo. Si alguien me viene a decir que hay que obstaculizar el proceso pues lo mando a pasear.

Al leer las cartas que Monseñor Romero enviaba a Roma y su diario parece claro que se sintió abandonado por una parte de su Iglesia, que en Roma no lo entendieron.
Pues sinceramente no lo sé. Es posible que hubiera gente a la que él no le caía bien. Sobre todo por esquemas mentales. Pero yo no me metía en esas cosas. Yo tuve la gracia de poder tener una amistad sencilla, fui providencialmente puesto allí para darle un cierto apoyo, obviamente no era solo yo.



Pero era un momento muy especial donde había muchas cosas sucediendo en la iglesia. Sacerdotes siendo asesinados, las divisiones de las queda hablamos, problemas…
Sí, pero por eso era mejor para él un descanso como una reflexión espiritual. ¿me entiendes?

http://www.elfaro.net/es/201603/el_salvador/18268/La-%C3%BAltima-ma%C3%B1ana-de-Monse%C3%B1or-Romero.htm

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