La lucha de las empleadas domésticas en un mega barrio cerrado de Buenos Aires, un lugar que busca ser deliberadamente “exclusivo”, o sea excluyente
La chispa la encendió el destrato por un lugar en el bus, pero no ocurrió hace 60 años ni se trata de Rosa Parks y el histórico movimiento por los derechos civiles en EEUU, sino de un grupo de trabajadoras domésticas de un megabarrio privado en Buenos Aires. Ana Fornaro estuvo con ellas para entender una lucha que estaba asordinada, y que ahora tal vez haya encontrado condiciones favorables para avanzar.
Le vino de adentro. La rabia le salió de golpe y se convirtió en arenga. Hacía una hora que Flora veía cómo las combis pasaban de largo. El sol ya pegaba a las nueve y media de la mañana del 7 de noviembre de 2018, y la parada estaba desbordaba de empleadas domésticas, como ella. La compañía de transporte encargada de trasladarlas desde allí hasta el complejo de barrios cerrados Nordelta las ignoraba desde hacía semanas, haciéndolas llegar tarde a sus trabajos, obligándolas a bajarse o a viajar paradas y al fondo, lo más lejos posible de los propietarios, quienes también usan ese servicio para entrar a la ciudad-pueblo enrejada.
La parada de Pacheco, en el municipio de Tigre, está en un descampado, frente a un puente, en el cruce de la ruta 197, a varios kilómetros del primer barrio cerrado. Tiene vista a un cartel gigante con una chica en una playa paradisíaca. “Costa Mujeres: la nueva joya del caribe mexicano”. Pero el mar está lejos de Pacheco y los micros pasan de largo. Entonces a Flora, que hace ocho años trabaja de empleada doméstica en Nordelta, que antes fue operaria en fábricas, que tiene ocho hijos, que cobra 10.000 pesos por mes trabajando siete horas diarias en una casa con seis baños, eso la quemó adentro y gritó:
—¡Nos están discriminando! ¡Chicas, hay que hacer algo!
A los pocos minutos, decenas de mujeres habían cortado la ruta. Los coches se fueron acumulando entre bocinas. La mayoría era de propietarios que buscaban entrar a sus barrios. Una conductora amenazó con pasarles por encima si no se movían. No se movieron. Algunas documentaban todo con sus celulares mientras se daban ánimo. Los videos se hicieron virales y los días siguientes todos los medios de comunicación de Argentina hablaron de Nordelta y de los countries, de discriminación y de la empresa de transporte Mary Go.
Las empleadas domésticas tomaban la palabra. Algunas salieron en la radio, otras en la tele de espaldas. Un mes antes del estreno de Roma, la película que haría hablar al mundo entero sobre empleo doméstico, en Argentina se destapaba una olla de explotación laboral y malos tratos. Se habló de apartheid en el transporte, de trabajos en negro, de jornadas de 16 horas en casas de ricos y poderosos, de patronas que escondían la comida a sus empleadas, que encadenaban la alacena y las vigilaban con cámaras. Ese cruce de datos e historias también circulaba en la parada de Pacheco, el único lugar de encuentro posible de las trabajadoras de los barrios privados. Aprovecharon esas horas de espera para pasarse los teléfonos. Armaron un grupo de chat con más de 40 empleadas. Empezaba la organización.
* * *
Nordelta fue una idea del empresario italiano Julián Astolfoni, que, mirando a París, quiso importar a Argentina el modelo de ciudad satélite autosuficiente. Eran los años 70 y el “master plan” —así llaman al plano y documento fundador que sirve como una suerte de constitución del complejo— preveía un espacio para 140.000 personas. Hubo que esperar al liberalismo de los 90 para su aprobación, de la mano del entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires, Eduardo Duhalde. Para terminar de impulsarlo, se sumó el magnate inmobiliario Eduardo Costantini.
El proyecto, que prometía la vida de Miami a media hora de Capital, vendió su primer lote en el año 2000. Era un país en la miseria y al borde del caos social, donde proliferaban el miedo a la inseguridad y las noticias sobre entraderas y secuestros express; las clases medias-altas y altas querían salvarse, y un complejo de barrios cerrados era una solución para exiliarse sin tener que irse del país. Durante esa década, proliferaron los countries al norte del Gran Buenos Aires.
Pero Nordelta es más que un country: es una suerte de isla con 25 barrios terminados y dos en construcción, cinco colegios, un centro médico con dos sanatorios, clubes de golf y de deportes náuticos, un centro comercial, oficinas de la Asociación Vecinal Nordelta —AVN, el ente administrador que nuclea a desarrolladores y propietarios— y unos 8.000 trabajadores que circulan a diario. Las empleadas domésticas son mayoría, pero también hay jardineros, pileteros y empleados de comercio, que tienen que viajar a diario para entrar a ese corredor de casas y edificios color pastel que dan a lagos artificiales, con una flora diseñada especialmente, donde cada árbol está inventariado.
Los barrios están unidos por la avenida Nordelta, una troncal que, a pesar de ser una calle municipal, no es de libre acceso: los propietarios pagan desde hace años al Municipio de Tigre para su uso exclusivo. Eso quiere decir que allí sólo ingresan vehículos autorizados, como autos de residentes, remises con un permiso especial y una sola compañía de transporte colectivo: Mary Go, la misma que en los últimos meses les pasaba de largo a las empleadas domésticas, o no las dejaba subir cuando adentro venían propietarios, o no les permitía sentarse porque los asientos estaban ya reservados.
Mary Go enfrenta, junto a la AVN, una denuncia por discriminación. Tras el escándalo, la AVN se puso de acuerdo con la empresa y transporta de forma gratuita a las trabajadoras, que antes pagaban boleto. Al menos será así hasta que empiece a circular una línea de transporte público en Nordelta, un hecho inédito que desató una batalla entre propietarios y desarrolladores (que van a construir un centro cívico) y el propio municipio, encabezado por el peronista Julio Zamora, quien en diciembre apoyó públicamente la decisión del Concejo Deliberante de abrir la avenida troncal, en medio de cacerolazos de residentes enfurecidos.
“Ni siquiera creo que sean empleadas domésticas. Demostrame que son empleadas. Cortaron la calle porque les pagaron”, dice Gabriel Sanders, un residente de Nordelta que se ha convertido en la voz de la indignación vecinal. Sanders se presenta como abogado, pero no quiere dar más detalles de su actividad profesional ni del barrio en que vive para conservar su privacidad (una palabra que emplea mucho, igual que “seguridad”). Sanders ha salido en varios medios y es el autor de la frase que se convertiría en titular de muchos portales: “Nos discriminan por chetos”.
* * *
—Yo quiero contarles que estamos siendo discriminadas. Ahora nos dejan subir a la combi, pero porque están los medios. Pedimos que los sindicatos se pronuncien. Nos queremos organizar, formar una agrupación para defender nuestros derechos. Que estos chetos que nos maltratan sepan que no estamos desamparadas.
Flora empezó titubeando, pero en un momento se encendió. Enseguida vinieron los aplausos y los cantos: “Unidad de las trabajadoras, al que no le gusta, se joda”. Estaba hablando frente a 500 personas en una asamblea feminista de Ni Una Menos.
A pocas semanas del corte en Nordelta, la Justicia de Mar del Plata dejó libres a los acusados del femicidio de Lucía Pérez, una chica de 16 años violada y asesinada en octubre de 2016. En ese momento, la brutalidad del crimen y el tratamiento mediático —que acusó a Lucía de promiscua— hicieron que el feminismo se volcara a las calles. Tres años después, una nueva asamblea preparaba un paro de urgencia para repudiar el fallo judicial. Entre las asistentes estaban Flora y Silvia. Las invitaron a tomar la palabra. Se pararon junto a Marta Montero, la madre de Lucía, y se presentaron como “las chicas de Nordelta”.
—Donde trabajamos está la gente más importante del país. Hay banqueros, ministros y jueces como estos que largaron a los asesinos. Hay actores y periodistas. Y ahí adentro estamos solas. Necesitamos su apoyo. Si saben que estamos acá, nos echan. Y muchas están en negro —dijo Silvia.
Era la primera vez que tanto Silvia como Flora participaban en una asamblea del movimiento Ni Una Menos. Nunca habían hablado frente a tantas personas. Salieron del barrio de Constitución mandando mensajes a sus compañeras del grupo de Whatsapp. Silvia le preguntó a su compañera: “¿Se notaba que estaba temblando?”.
* * *
En algún momento de su vida, antes de limpiar casonas del suburbio bonaerense, antes de casarse y tener hijos, Silvia quiso ser abogada. La idea se le metió en la cabeza mientras atravesaba un juicio en la década de 1990 y tuvo que enfrentarse a policías, fiscales y médicos que, mientras la revisaban o interrogaban, la responsabilizaban por su abuso. A Silvia la violó su padre entre los cuatro y los 14 años. Era un oficial retirado de las Fuerzas Armadas que la amenazaba con matar a su madre o hermanos si decía algo. Lo contó en la iglesia evangélica a la que iba. No intervinieron. Tampoco lo hizo su madre, ni la dejó terminar la escuela. Le decía que si estudiaba iba a quedar embarazada. Un día, se escapó.
—Tuve que volver esa noche. Después pasaron mis 15, con fiesta y vals con mi papá y todo. Si vieras la foto: ni una sonrisa ni nada. Y después, casada, lo peor de todo: mis hermanos me dijeron que mamá y papá se habían separado por mi culpa y que yo tenía que llevarme a mi padre a vivir conmigo. Mi ex aceptó, a cambio de un terreno, y terminé cambiándole los pañales a mi abusador. Yo hice muchos esfuerzos para no matarme.
Silvia sonríe mucho, pero su mirada dice otra cosa. Está sentada a la mesa en la cocina-comedor de la casa de Flora, en un barrio popular que queda a media hora de Nordelta. Entre mate y mate, atropella las palabras. Dice que ahora puede contar así las cosas porque hablar la salvó.
Los abusos sexuales ocupan horas en la televisión y las redes, y es difícil escaparle al tema. Dos días antes de este encuentro en lo de Flora se hizo pública la denuncia de la actriz Thelma Fardin contra el actor Juan Darthés, a quien acusa de haberla violado cuando ella tenía 16 años y él 45. Fue una bomba mediática. A Silvia, obviamente, esto le remueve todo.
—Acá lo tenés a Juan Darthés —dice Flora, y abre una revista del country Nordelta en la que el actor aparece en una publicidad de página entera.
Silvia larga una carcajada: Flora es picante. Y tiene la costumbre de guardar las revistas de Nordelta, donde también vivía Juan Darthés con su familia, hasta que se escapó a Brasil. La publicación de distribución gratuita en los barrios privados se llama Locally y se nutre de novedades vecinales, planes inmobiliarios, reportajes a las celebridades locales y noticias de la fundación Nordelta, el ala caritativa del emprendimiento.
Flora lee todo lo que le pasa por las manos. Y escribe. Tenía cuadernos enteros con anécdotas de su experiencia en el trabajo doméstico, pero se arruinaron cuando se inundó su casa. Desde que existe Nordelta, los barrios aledaños al Miami argentino se inundan cada vez que llueve mucho; los humedales sobre los que está construido el emprendimiento antes absorbían el remanente de agua.
* * *
El grupo de Whatsapp de las chicas de Nordelta se fue convirtiendo en un espacio de recopilación de testimonios y de denuncias internas, y para hacer catarsis. Silvia no deja de estremecerse con las historias. Ella se considera una privilegiada. Está en blanco y gana 13.000 pesos por trabajar seis días a la semana, ocho horas. En los últimos años pudo terminar el secundario en un nocturno. Dice que no es por ella que quiere organizarse para reclamar. Es por las demás, las que están en negro, ganando miserias, en condiciones casi de esclavitud.
—Nuestro sueldo muchas veces es menos de lo que las familias gastan en un pedido semanal de supermercado. Ves los tickets, porque los dejan ahí, arriba de la mesada. Los sindicatos no están para nosotras.
—Yo aprendí a no reaccionar, porque si no, directamente te echan. Piensan que somos unas analfabetas. Para las que vienen de afuera es peor. Una chica paraguaya le pidió un colchón a su patrona, porque casi dormía en el piso, y la señora agarró unos almohadones viejos, los rompió y le hizo un colchón. ¡Le armó una cucha! —dice Flora.
Flora tuvo que ver varias veces cómo tiraban comida delante de ella antes de ofrecérsela. O escuchar que le dijeran que tomara agua de la canilla porque “la soda es para los chicos”, o que le pusieran cámaras para vigilarla. El anecdotario es larguísimo y la necesidad de trabajar, urgente y constante. Entonces sí, se aceptan condiciones que no deberían.
—En el fondo, el problema también es de ellos. Muchos fueron a Nordelta para escapar de gente como nosotros. De los pobres, de los negros, como dicen ellos. Pero nos necesitan. Necesitan que limpiemos sus casas, cuidemos a sus hijos, mantengamos sus jardines y piletas. No sé si son todos iguales. Debe haber gente bien. Pero no son la mayoría.
Flora habla de conciencia de clase. Una de las primeras lecturas que le abrieron la cabeza fue El origen de la familia, propiedad y el Estado, de Friedrich Engels. Le pasaron el libro en un grupo feminista de izquierda que la ayudó a cortar con el círculo de violencia de su familia.
—Yo quería estudiar, avanzar, porque sólo terminé la primaria. Y los maridos no quieren saber nada de eso. Sentía que yo tenía la culpa de separarme y estuve depresiva, pasé por iglesias evangelistas, por todo. No quería terminar como mi madre, que me decía: “Cuando tus hijos sean grandes tu marido no te va a pegar más”. Mi hija más chica ya sabe defenderse.
—Nos inculcan lo que tiene que ser una familia, y nosotras para cumplir con ese mandato hacemos cualquier cosa. No sabés lo que fue en mi iglesia evangélica cuando me separé. Hasta mis hijos me decían que era una pecadora. Yo sigo yendo a la iglesia, porque la fe no la perdés, pero encarás las cosas de otra manera —agrega Silvia.
—Ahora hay que convencerla del aborto legal —dice Flora con suavidad.
—Eso me cuesta. Yo estuve con los pañuelos celestes en el Congreso el día de la vigilia. A veces pienso qué hubiera pasado si quedaba embarazada de mi papá. Yo respeto mucho la vida. Hice mucho esfuerzo para seguir viva.
A pesar de las diferencias de orígenes, recorridos y hasta simpatías partidarias (Flora vota a la izquierda desde 2001; Silvia votó a Mauricio Macri porque quería un cambio, aunque se arrepiente), ambas están convencidas de que la organización colectiva es la única manera de hacerles frente a las injusticias que viven las empleadas domésticas en Nordelta. Antes del corte de calle de noviembre no se conocían. Esta mañana de sábado bostezan porque la noche anterior, después de trabajar en el día más arduo de la semana —“hay que dejar todo listo para el fin de semana, limpiar los quinchos, las piletas, todo”—, se reunieron con otras compañeras a pintar una bandera que reflejara su lucha. Muestran la foto, orgullosas. La bandera es blanca y dice, en letras violetas y rojas:
“Trabajadoras de Nordelta en contra de la discriminación y precarización”. Dibujado hay un puño en alto. “El puñito feminista”, aclara Flora.
Tras las denuncias de discriminación, los residentes de Nordelta y la empresa Mary Go salieron a negar todo de plano. Desacreditaron la palabra de las empleadas, endilgándoles oscuros intereses políticos. Hablaban de que eran instrumentos de una trama entre los desarrolladores inmobiliarios y el municipio, que quieren hacer ingresar el transporte público por cuestiones de rédito económico.
Roxana López fue jefa de bloque por el partido Unidad Ciudadana en el Concejo Deliberante y ahora trabaja en el municipio. Conoce bien el territorio y todos los daños que causó el emprendimiento Nordelta a los barrios vecinos. Cuenta que la denuncia por discriminación en el transporte llegó al Concejo en agosto de 2018, pero que todo se agilizó tras el corte y la mediatización de la protesta.
—Ellas tienen mucho miedo, vienen recibiendo estos abusos desde siempre. Fue importante que saliera el proyecto para dejar entrar al transporte público, aunque sea sólo en dos franjas horarias. Muchos propietarios “invitaron” a concejales a que no lo votaran. Ojalá esto mejore las condiciones. Igual está el tema del trabajo en negro y los malos tratos, que en Nordelta es terrible. Si no hay voluntad del Ministerio de Trabajo va a ser difícil que eso cambie.
En medio de las acusaciones cruzadas apareció en el debate público un testigo inesperado —y calificado—, que vino a respaldar la palabra de las chicas de Nordelta. Ricardo Greene es un sociólogo chileno que pasó más de diez años investigando las particularidades del trabajo doméstico en las lógicas de esta ciudad-pueblo y dedica un capítulo de su tesis de doctorado al transporte que “entra y saca” a los trabajadores. Para su investigación, Greene entrevistó a más de 100 empleadas domésticas, así como a decenas de residentes de Nordelta; esperó con ellas en la parada de Pacheco y viajó en las combis, donde escuchó a propietarios pedirles a los choferes que no les pararan y quejarse de que tenían mal olor o de que hablaban mucho. Vio cómo muchos ponían bolsos en asientos vacíos para que ellas no se sentaran a su lado. Por eso, apenas leyó en los medios lo que estaba pasando, abrió un hilo en su cuenta de Twitter, donde contó que todo lo que denunciaban las empleadas era real.
—Nordelta es un espacio de mucha vigilancia. Los countries buscan purificarse, controlar lo que entra. Confort, buena vida. Y las empleadas domésticas vienen del otro extremo, y no solamente vienen de esos lugares, sino que entran a sus casas y cuidan a sus hijos. Por eso me parece un contraste radical. El tema del racismo es permanente, aunque haya propietarios que las defiendan. En Latinoamérica hay una tradición de diferenciar entre “mis chicas” y “las otras chicas” que viene desde la época de las haciendas. Porque, por ahí, si a mi empleada yo la voy a buscar a la parada, ¿qué me importa si el bus se atrasa dos horas para las demás? Y eso tiene que ver con una tercera cosa: ese discurso de falsa familiaridad y paternal, que es constitutivo del empleo doméstico en Latinoamérica, algo que no pasa en Hong Kong o en Inglaterra —dice Greene a Lento desde Santiago de Chile.
El sociólogo siguió al detalle la explosión mediática de fin de año. No es la primera vez que hay un corte en la parada de Pacheco: él ya vivió otros reclamos que quedaron en la nada. Se entusiasma con la organización de trabajadoras, pero no tiene grandes esperanzas: están muy solas.
* * *
Se estima que en Argentina hay un millón de mujeres que trabajan como empleadas domésticas, según datos oficiales. Desde 2013, gracias a una ley promulgada durante la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner, están amparadas bajo el “régimen especial de contrato de trabajo para el personal de casas particulares”. Esto quiere decir que les corresponde vacaciones, aguinaldo, licencia de maternidad y seguridad social. El problema es que más del 70% aún no fueron regularizadas, por lo que están a la merced de sus empleadores.
Según la organización Economía Feminista, las empleadas domésticas tienen el sueldo promedio más bajo de la economía argentina y “pocas expectativas de crecimiento profesional, atravesado por innumerables maltratos, abusos y una delimitación poco precisa de sus tareas”. La Unión Personal Auxiliar de Casas Particulares, sindicato encargado de velar por sus derechos, negoció el año pasado con el Ministerio de Trabajo un aumento de 13%, cuando en Argentina hubo una inflación acumulada de 47,6% en 2018. Según publica esta organización en su página web, el salario mínimo del sector a partir de marzo de este año es de 89,5 pesos la hora (2,2 dólares), y 95,5 pesos (2,3 dólares) en caso de trabajar con cama adentro. Estos montos descienden cuando se trata de situaciones irregulares.
Muchos empleadores dicen considerar a estas mujeres parte de la familia o regalarles cosas, y creen que así queda saldado el tema de los derechos. Los lazos de intimidad que se tejen por compartir la vida cotidiana y el cuidado de los hijos, el afecto y las desigualdades complejizan un vínculo que ni siquiera puede nombrarse del todo; “la chica que me ayuda”, “la señora que limpia” o “la mucama” son algunos eufemismos incómodos que borran la palabra “trabajadora” y, por lo tanto, el contrato laboral entre dos partes que distan de tener las mismas herramientas para negociar: 80% de las empleadas domésticas sólo completó sus estudios primarios.
Estas brechas y condiciones de explotación se agudizan en contextos como los de los barrios cerrados, donde operan lógicas de clase bien explícitas. En el caso de Nordelta, que cuenta con un sistema de muchísimo control, es difícil que sus residentes no caigan en generalizaciones y exotismos al hablar; no obstante, hay marcas y gestos que se mantienen constantes a la hora de lidiar con el personal doméstico. Es probable que mucho de lo que denuncian las empleadas de Nordelta —discriminación, racismo, explotación laboral— también aparezca en hogares urbanos, pero lo que se da en la ciudad-pueblo de Tigre es un efecto acumulado, algo así como una atomización o caja de resonancia, en un lugar que busca ser deliberadamente “exclusivo”, o sea excluyente. Pero el discurso de los comunicados y las declaraciones de los residentes es ambiguo:
“Los nordelteños no discriminamos ni somos chetos. Buscamos proteger nuestra privacidad y seguridad. El derecho a la propiedad está contemplado en la Constitución Nacional y la inseguridad es una problemática cada vez más grave a nivel mundial. Por lo tanto, nuestra defensa consiste en pedir mayores controles y tener exclusividad en el uso de las tierras que mantenemos con nuestro dinero y que son del dominio privado”.
—¿Se puede publicar eso en la nota? ¿Hay tiempo? —me pregunta Gabriel Sanders.
—Intento agregarlo. Una consulta: ¿vos tenés empleadas domésticas? ¿En blanco?
—...
—Entiendo.
—…
—Era eso nomás.
—Pero no menciones eso. Es parte de una intimidad que comparto con vos para tu contexto. No me interesa que se sepa en Uruguay. Confío mucho en el trabajo de los periodistas y en su confidencialidad respecto de la fuente en ciertas noticias o de la preservación de la intimidad. Tengo amigos periodistas.
* * *
Imelda se miró al espejo con el uniforme de mucama y se sintió Cenicienta. La espalda le quedaba grande, la pollera le colgaba por debajo de las rodillas. Ella, acostumbrada a usar un trajecito, tacos y maquillaje, ahora andaba como embolsada. Y enrejada. Los primeros tiempos en los que llegó a Buenos Aires desde Asunción fue derecho a trabajar como empleada doméstica a una casa de Palermo. Era un puesto con cama, no tenía papeles y casi no la dejaban salir. Había dejado su trabajo de vendedora en una empresa, se había venido de apuro, con sus dos hijas chicas y su mamá, escapando de un marido violento que amenazaba con matarla. De esto hace 30 años. Hoy, aun con la residencia permanente, no logra que la pongan en blanco. Ni conseguir un mejor trabajo.
El corte de noviembre la despertó. Ella no estuvo ese día, pero enseguida buscó conectarse con las chicas. En diciembre filmó con su teléfono cómo la bajaban de una combi con la excusa de que tenía que tomar la siguiente. El video se hizo viral. A ella no se la ve, pero su voz llegó a canales de televisión, portales y radios. Imelda trabaja en uno de los barrios más clase media de Nordelta. Allí hay apartamentos donde suelen vivir personas solteras o divorciadas que no quieren alejarse mucho de sus familias. Sus empleadores son una pareja de jubilados que alquilan, y eso ponen como excusa cuando ella pide un aumento. Va tres veces por semana; aunque la contrataron para limpiar, cocina y hace las veces de enfermera para la señora de la casa, que está postrada en una cama. Le cambia los pañales, la ayuda a bañarse, les deja comida pronta.
Para llegar hasta allí tiene que tomarse tres ómnibus. Tarda una hora y media desde que sale de su casa, una pieza de material que alquila y comparte con su hijo menor. Tuvo que insistir para que le pagaran el transporte. Cada vez que pide algo extra, como un aumento o tomarse días libres, amenazan con echarla.
—En Nordelta te explotan. Tengo compañeras que trabajan afuera y otras adentro, y siempre es peor Nordelta. En los barrios más ricachones como La Isla, Los Castores o El Golf pagan mejor. En esos vive gente como Mirtha Legrand, y jueces. Gente con poder. Sé que ahí trabajan bien, porque tienen varias empleadas. El otro día en el grupo de Whatsapp contaron cómo a una chica peruana la hacen desvestirse cada vez que se va para ver si se roba algo. La última vez se fue llorando. No se anima a denunciar por miedo a que la echen. También nos enteramos de que a otra señora de Perú con cama le pagan 4.000 pesos por mes por trabajar más de 12 horas. Esa señora no sabe leer ni escribir.
Imelda tiene ganas de hablar. Está teniendo días duros en el trabajo y sale muy angustiada. La última vez, el empleador le gritó porque hizo el bizcochuelo con harina cuatro ceros y no con harina leudante. A pesar de la crisis, le gusta vivir en Argentina. Quiere al país desde su infancia, cuando de chica recibía la leche en polvo que mandaba a Paraguay Eva Perón y distribuía el párroco de su pueblo.
—Acá en Nordelta a nosotros nos dicen “los negros”. Somos la clase negra. Como en esa película de empleadas en EEUU que muestra que no las dejaban usar el mismo baño. Eso fue hace tiempo, y acá estamos igual ahora.
* * *
Pasaron las fiestas. Pasó el verano. Empezaron las sesiones en el Congreso. La película mexicana Roma ganó el Óscar y los medios se llenaron de notas de análisis y crónicas sobre trabajo doméstico y vínculos afectivos con disparidad de clases. Cada tanto sale una noticia en los medios sobre la pelea de los vecinos de Nordelta que buscan independizarse de los desarrolladores y de la asociación vecinal. Quieren alambrar todo antes de que empiece a circular la línea de transporte público dos veces por día. Lo plantean como una batalla entre David y Goliat. Las chicas de Nordelta comparten esos links en su grupo de chat, que ha ido mutando con el paso de los meses. En enero decayó al punto de que sólo quedaban diez, pero en las últimas semanas volvió a tener más de 40. Muchas tienen miedo porque algunos propietarios hacen preguntas sobre el grupo. Están investigando. Quieren saber si sus empleadas forman parte de las insurrectas.
El 8 de marzo las chicas de Nordelta armaron un volante y lo compartieron en el grupo de chat y en el de Facebook. A la movilización feminista sólo fueron cuatro. Entre ellas Imelda y Flora, que marcharon junto a las trabajadoras despedidas de Coca-Cola. Imelda pudo estar porque finalmente renunció al trabajo donde le gritaban y la tenían en negro. La angustia superó al miedo a quedarse en la calle en plena crisis económica y social, cuando una de cada tres personas vive en condiciones de pobreza.
A Silvia se le enfermó un hermano y por un tiempo se alejó de las acciones.
Flora se quedó sin su ingreso principal. La echaron sin mucha explicación de la casa de los seis baños. Su empleadora le dijo: “Trabajás bien, pero no nos entendemos”.
El 8 de marzo, al marchar con sus compañeras, levantó bien alta su bandera, pero se tapó la cara con un pañuelo.
Nunca se sabe.
Algunos patrones ven televisión.
Revista Lento
Le vino de adentro. La rabia le salió de golpe y se convirtió en arenga. Hacía una hora que Flora veía cómo las combis pasaban de largo. El sol ya pegaba a las nueve y media de la mañana del 7 de noviembre de 2018, y la parada estaba desbordaba de empleadas domésticas, como ella. La compañía de transporte encargada de trasladarlas desde allí hasta el complejo de barrios cerrados Nordelta las ignoraba desde hacía semanas, haciéndolas llegar tarde a sus trabajos, obligándolas a bajarse o a viajar paradas y al fondo, lo más lejos posible de los propietarios, quienes también usan ese servicio para entrar a la ciudad-pueblo enrejada.
La parada de Pacheco, en el municipio de Tigre, está en un descampado, frente a un puente, en el cruce de la ruta 197, a varios kilómetros del primer barrio cerrado. Tiene vista a un cartel gigante con una chica en una playa paradisíaca. “Costa Mujeres: la nueva joya del caribe mexicano”. Pero el mar está lejos de Pacheco y los micros pasan de largo. Entonces a Flora, que hace ocho años trabaja de empleada doméstica en Nordelta, que antes fue operaria en fábricas, que tiene ocho hijos, que cobra 10.000 pesos por mes trabajando siete horas diarias en una casa con seis baños, eso la quemó adentro y gritó:
—¡Nos están discriminando! ¡Chicas, hay que hacer algo!
A los pocos minutos, decenas de mujeres habían cortado la ruta. Los coches se fueron acumulando entre bocinas. La mayoría era de propietarios que buscaban entrar a sus barrios. Una conductora amenazó con pasarles por encima si no se movían. No se movieron. Algunas documentaban todo con sus celulares mientras se daban ánimo. Los videos se hicieron virales y los días siguientes todos los medios de comunicación de Argentina hablaron de Nordelta y de los countries, de discriminación y de la empresa de transporte Mary Go.
Las empleadas domésticas tomaban la palabra. Algunas salieron en la radio, otras en la tele de espaldas. Un mes antes del estreno de Roma, la película que haría hablar al mundo entero sobre empleo doméstico, en Argentina se destapaba una olla de explotación laboral y malos tratos. Se habló de apartheid en el transporte, de trabajos en negro, de jornadas de 16 horas en casas de ricos y poderosos, de patronas que escondían la comida a sus empleadas, que encadenaban la alacena y las vigilaban con cámaras. Ese cruce de datos e historias también circulaba en la parada de Pacheco, el único lugar de encuentro posible de las trabajadoras de los barrios privados. Aprovecharon esas horas de espera para pasarse los teléfonos. Armaron un grupo de chat con más de 40 empleadas. Empezaba la organización.
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Nordelta fue una idea del empresario italiano Julián Astolfoni, que, mirando a París, quiso importar a Argentina el modelo de ciudad satélite autosuficiente. Eran los años 70 y el “master plan” —así llaman al plano y documento fundador que sirve como una suerte de constitución del complejo— preveía un espacio para 140.000 personas. Hubo que esperar al liberalismo de los 90 para su aprobación, de la mano del entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires, Eduardo Duhalde. Para terminar de impulsarlo, se sumó el magnate inmobiliario Eduardo Costantini.
El proyecto, que prometía la vida de Miami a media hora de Capital, vendió su primer lote en el año 2000. Era un país en la miseria y al borde del caos social, donde proliferaban el miedo a la inseguridad y las noticias sobre entraderas y secuestros express; las clases medias-altas y altas querían salvarse, y un complejo de barrios cerrados era una solución para exiliarse sin tener que irse del país. Durante esa década, proliferaron los countries al norte del Gran Buenos Aires.
Pero Nordelta es más que un country: es una suerte de isla con 25 barrios terminados y dos en construcción, cinco colegios, un centro médico con dos sanatorios, clubes de golf y de deportes náuticos, un centro comercial, oficinas de la Asociación Vecinal Nordelta —AVN, el ente administrador que nuclea a desarrolladores y propietarios— y unos 8.000 trabajadores que circulan a diario. Las empleadas domésticas son mayoría, pero también hay jardineros, pileteros y empleados de comercio, que tienen que viajar a diario para entrar a ese corredor de casas y edificios color pastel que dan a lagos artificiales, con una flora diseñada especialmente, donde cada árbol está inventariado.
Los barrios están unidos por la avenida Nordelta, una troncal que, a pesar de ser una calle municipal, no es de libre acceso: los propietarios pagan desde hace años al Municipio de Tigre para su uso exclusivo. Eso quiere decir que allí sólo ingresan vehículos autorizados, como autos de residentes, remises con un permiso especial y una sola compañía de transporte colectivo: Mary Go, la misma que en los últimos meses les pasaba de largo a las empleadas domésticas, o no las dejaba subir cuando adentro venían propietarios, o no les permitía sentarse porque los asientos estaban ya reservados.
Mary Go enfrenta, junto a la AVN, una denuncia por discriminación. Tras el escándalo, la AVN se puso de acuerdo con la empresa y transporta de forma gratuita a las trabajadoras, que antes pagaban boleto. Al menos será así hasta que empiece a circular una línea de transporte público en Nordelta, un hecho inédito que desató una batalla entre propietarios y desarrolladores (que van a construir un centro cívico) y el propio municipio, encabezado por el peronista Julio Zamora, quien en diciembre apoyó públicamente la decisión del Concejo Deliberante de abrir la avenida troncal, en medio de cacerolazos de residentes enfurecidos.
“Ni siquiera creo que sean empleadas domésticas. Demostrame que son empleadas. Cortaron la calle porque les pagaron”, dice Gabriel Sanders, un residente de Nordelta que se ha convertido en la voz de la indignación vecinal. Sanders se presenta como abogado, pero no quiere dar más detalles de su actividad profesional ni del barrio en que vive para conservar su privacidad (una palabra que emplea mucho, igual que “seguridad”). Sanders ha salido en varios medios y es el autor de la frase que se convertiría en titular de muchos portales: “Nos discriminan por chetos”.
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—Yo quiero contarles que estamos siendo discriminadas. Ahora nos dejan subir a la combi, pero porque están los medios. Pedimos que los sindicatos se pronuncien. Nos queremos organizar, formar una agrupación para defender nuestros derechos. Que estos chetos que nos maltratan sepan que no estamos desamparadas.
Flora empezó titubeando, pero en un momento se encendió. Enseguida vinieron los aplausos y los cantos: “Unidad de las trabajadoras, al que no le gusta, se joda”. Estaba hablando frente a 500 personas en una asamblea feminista de Ni Una Menos.
A pocas semanas del corte en Nordelta, la Justicia de Mar del Plata dejó libres a los acusados del femicidio de Lucía Pérez, una chica de 16 años violada y asesinada en octubre de 2016. En ese momento, la brutalidad del crimen y el tratamiento mediático —que acusó a Lucía de promiscua— hicieron que el feminismo se volcara a las calles. Tres años después, una nueva asamblea preparaba un paro de urgencia para repudiar el fallo judicial. Entre las asistentes estaban Flora y Silvia. Las invitaron a tomar la palabra. Se pararon junto a Marta Montero, la madre de Lucía, y se presentaron como “las chicas de Nordelta”.
—Donde trabajamos está la gente más importante del país. Hay banqueros, ministros y jueces como estos que largaron a los asesinos. Hay actores y periodistas. Y ahí adentro estamos solas. Necesitamos su apoyo. Si saben que estamos acá, nos echan. Y muchas están en negro —dijo Silvia.
Era la primera vez que tanto Silvia como Flora participaban en una asamblea del movimiento Ni Una Menos. Nunca habían hablado frente a tantas personas. Salieron del barrio de Constitución mandando mensajes a sus compañeras del grupo de Whatsapp. Silvia le preguntó a su compañera: “¿Se notaba que estaba temblando?”.
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En algún momento de su vida, antes de limpiar casonas del suburbio bonaerense, antes de casarse y tener hijos, Silvia quiso ser abogada. La idea se le metió en la cabeza mientras atravesaba un juicio en la década de 1990 y tuvo que enfrentarse a policías, fiscales y médicos que, mientras la revisaban o interrogaban, la responsabilizaban por su abuso. A Silvia la violó su padre entre los cuatro y los 14 años. Era un oficial retirado de las Fuerzas Armadas que la amenazaba con matar a su madre o hermanos si decía algo. Lo contó en la iglesia evangélica a la que iba. No intervinieron. Tampoco lo hizo su madre, ni la dejó terminar la escuela. Le decía que si estudiaba iba a quedar embarazada. Un día, se escapó.
—Tuve que volver esa noche. Después pasaron mis 15, con fiesta y vals con mi papá y todo. Si vieras la foto: ni una sonrisa ni nada. Y después, casada, lo peor de todo: mis hermanos me dijeron que mamá y papá se habían separado por mi culpa y que yo tenía que llevarme a mi padre a vivir conmigo. Mi ex aceptó, a cambio de un terreno, y terminé cambiándole los pañales a mi abusador. Yo hice muchos esfuerzos para no matarme.
Silvia sonríe mucho, pero su mirada dice otra cosa. Está sentada a la mesa en la cocina-comedor de la casa de Flora, en un barrio popular que queda a media hora de Nordelta. Entre mate y mate, atropella las palabras. Dice que ahora puede contar así las cosas porque hablar la salvó.
Los abusos sexuales ocupan horas en la televisión y las redes, y es difícil escaparle al tema. Dos días antes de este encuentro en lo de Flora se hizo pública la denuncia de la actriz Thelma Fardin contra el actor Juan Darthés, a quien acusa de haberla violado cuando ella tenía 16 años y él 45. Fue una bomba mediática. A Silvia, obviamente, esto le remueve todo.
—Acá lo tenés a Juan Darthés —dice Flora, y abre una revista del country Nordelta en la que el actor aparece en una publicidad de página entera.
Silvia larga una carcajada: Flora es picante. Y tiene la costumbre de guardar las revistas de Nordelta, donde también vivía Juan Darthés con su familia, hasta que se escapó a Brasil. La publicación de distribución gratuita en los barrios privados se llama Locally y se nutre de novedades vecinales, planes inmobiliarios, reportajes a las celebridades locales y noticias de la fundación Nordelta, el ala caritativa del emprendimiento.
Flora lee todo lo que le pasa por las manos. Y escribe. Tenía cuadernos enteros con anécdotas de su experiencia en el trabajo doméstico, pero se arruinaron cuando se inundó su casa. Desde que existe Nordelta, los barrios aledaños al Miami argentino se inundan cada vez que llueve mucho; los humedales sobre los que está construido el emprendimiento antes absorbían el remanente de agua.
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El grupo de Whatsapp de las chicas de Nordelta se fue convirtiendo en un espacio de recopilación de testimonios y de denuncias internas, y para hacer catarsis. Silvia no deja de estremecerse con las historias. Ella se considera una privilegiada. Está en blanco y gana 13.000 pesos por trabajar seis días a la semana, ocho horas. En los últimos años pudo terminar el secundario en un nocturno. Dice que no es por ella que quiere organizarse para reclamar. Es por las demás, las que están en negro, ganando miserias, en condiciones casi de esclavitud.
—Nuestro sueldo muchas veces es menos de lo que las familias gastan en un pedido semanal de supermercado. Ves los tickets, porque los dejan ahí, arriba de la mesada. Los sindicatos no están para nosotras.
—Yo aprendí a no reaccionar, porque si no, directamente te echan. Piensan que somos unas analfabetas. Para las que vienen de afuera es peor. Una chica paraguaya le pidió un colchón a su patrona, porque casi dormía en el piso, y la señora agarró unos almohadones viejos, los rompió y le hizo un colchón. ¡Le armó una cucha! —dice Flora.
Flora tuvo que ver varias veces cómo tiraban comida delante de ella antes de ofrecérsela. O escuchar que le dijeran que tomara agua de la canilla porque “la soda es para los chicos”, o que le pusieran cámaras para vigilarla. El anecdotario es larguísimo y la necesidad de trabajar, urgente y constante. Entonces sí, se aceptan condiciones que no deberían.
—En el fondo, el problema también es de ellos. Muchos fueron a Nordelta para escapar de gente como nosotros. De los pobres, de los negros, como dicen ellos. Pero nos necesitan. Necesitan que limpiemos sus casas, cuidemos a sus hijos, mantengamos sus jardines y piletas. No sé si son todos iguales. Debe haber gente bien. Pero no son la mayoría.
Flora habla de conciencia de clase. Una de las primeras lecturas que le abrieron la cabeza fue El origen de la familia, propiedad y el Estado, de Friedrich Engels. Le pasaron el libro en un grupo feminista de izquierda que la ayudó a cortar con el círculo de violencia de su familia.
—Yo quería estudiar, avanzar, porque sólo terminé la primaria. Y los maridos no quieren saber nada de eso. Sentía que yo tenía la culpa de separarme y estuve depresiva, pasé por iglesias evangelistas, por todo. No quería terminar como mi madre, que me decía: “Cuando tus hijos sean grandes tu marido no te va a pegar más”. Mi hija más chica ya sabe defenderse.
—Nos inculcan lo que tiene que ser una familia, y nosotras para cumplir con ese mandato hacemos cualquier cosa. No sabés lo que fue en mi iglesia evangélica cuando me separé. Hasta mis hijos me decían que era una pecadora. Yo sigo yendo a la iglesia, porque la fe no la perdés, pero encarás las cosas de otra manera —agrega Silvia.
—Ahora hay que convencerla del aborto legal —dice Flora con suavidad.
—Eso me cuesta. Yo estuve con los pañuelos celestes en el Congreso el día de la vigilia. A veces pienso qué hubiera pasado si quedaba embarazada de mi papá. Yo respeto mucho la vida. Hice mucho esfuerzo para seguir viva.
A pesar de las diferencias de orígenes, recorridos y hasta simpatías partidarias (Flora vota a la izquierda desde 2001; Silvia votó a Mauricio Macri porque quería un cambio, aunque se arrepiente), ambas están convencidas de que la organización colectiva es la única manera de hacerles frente a las injusticias que viven las empleadas domésticas en Nordelta. Antes del corte de calle de noviembre no se conocían. Esta mañana de sábado bostezan porque la noche anterior, después de trabajar en el día más arduo de la semana —“hay que dejar todo listo para el fin de semana, limpiar los quinchos, las piletas, todo”—, se reunieron con otras compañeras a pintar una bandera que reflejara su lucha. Muestran la foto, orgullosas. La bandera es blanca y dice, en letras violetas y rojas:
“Trabajadoras de Nordelta en contra de la discriminación y precarización”. Dibujado hay un puño en alto. “El puñito feminista”, aclara Flora.
Tras las denuncias de discriminación, los residentes de Nordelta y la empresa Mary Go salieron a negar todo de plano. Desacreditaron la palabra de las empleadas, endilgándoles oscuros intereses políticos. Hablaban de que eran instrumentos de una trama entre los desarrolladores inmobiliarios y el municipio, que quieren hacer ingresar el transporte público por cuestiones de rédito económico.
Roxana López fue jefa de bloque por el partido Unidad Ciudadana en el Concejo Deliberante y ahora trabaja en el municipio. Conoce bien el territorio y todos los daños que causó el emprendimiento Nordelta a los barrios vecinos. Cuenta que la denuncia por discriminación en el transporte llegó al Concejo en agosto de 2018, pero que todo se agilizó tras el corte y la mediatización de la protesta.
—Ellas tienen mucho miedo, vienen recibiendo estos abusos desde siempre. Fue importante que saliera el proyecto para dejar entrar al transporte público, aunque sea sólo en dos franjas horarias. Muchos propietarios “invitaron” a concejales a que no lo votaran. Ojalá esto mejore las condiciones. Igual está el tema del trabajo en negro y los malos tratos, que en Nordelta es terrible. Si no hay voluntad del Ministerio de Trabajo va a ser difícil que eso cambie.
En medio de las acusaciones cruzadas apareció en el debate público un testigo inesperado —y calificado—, que vino a respaldar la palabra de las chicas de Nordelta. Ricardo Greene es un sociólogo chileno que pasó más de diez años investigando las particularidades del trabajo doméstico en las lógicas de esta ciudad-pueblo y dedica un capítulo de su tesis de doctorado al transporte que “entra y saca” a los trabajadores. Para su investigación, Greene entrevistó a más de 100 empleadas domésticas, así como a decenas de residentes de Nordelta; esperó con ellas en la parada de Pacheco y viajó en las combis, donde escuchó a propietarios pedirles a los choferes que no les pararan y quejarse de que tenían mal olor o de que hablaban mucho. Vio cómo muchos ponían bolsos en asientos vacíos para que ellas no se sentaran a su lado. Por eso, apenas leyó en los medios lo que estaba pasando, abrió un hilo en su cuenta de Twitter, donde contó que todo lo que denunciaban las empleadas era real.
—Nordelta es un espacio de mucha vigilancia. Los countries buscan purificarse, controlar lo que entra. Confort, buena vida. Y las empleadas domésticas vienen del otro extremo, y no solamente vienen de esos lugares, sino que entran a sus casas y cuidan a sus hijos. Por eso me parece un contraste radical. El tema del racismo es permanente, aunque haya propietarios que las defiendan. En Latinoamérica hay una tradición de diferenciar entre “mis chicas” y “las otras chicas” que viene desde la época de las haciendas. Porque, por ahí, si a mi empleada yo la voy a buscar a la parada, ¿qué me importa si el bus se atrasa dos horas para las demás? Y eso tiene que ver con una tercera cosa: ese discurso de falsa familiaridad y paternal, que es constitutivo del empleo doméstico en Latinoamérica, algo que no pasa en Hong Kong o en Inglaterra —dice Greene a Lento desde Santiago de Chile.
El sociólogo siguió al detalle la explosión mediática de fin de año. No es la primera vez que hay un corte en la parada de Pacheco: él ya vivió otros reclamos que quedaron en la nada. Se entusiasma con la organización de trabajadoras, pero no tiene grandes esperanzas: están muy solas.
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Se estima que en Argentina hay un millón de mujeres que trabajan como empleadas domésticas, según datos oficiales. Desde 2013, gracias a una ley promulgada durante la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner, están amparadas bajo el “régimen especial de contrato de trabajo para el personal de casas particulares”. Esto quiere decir que les corresponde vacaciones, aguinaldo, licencia de maternidad y seguridad social. El problema es que más del 70% aún no fueron regularizadas, por lo que están a la merced de sus empleadores.
Según la organización Economía Feminista, las empleadas domésticas tienen el sueldo promedio más bajo de la economía argentina y “pocas expectativas de crecimiento profesional, atravesado por innumerables maltratos, abusos y una delimitación poco precisa de sus tareas”. La Unión Personal Auxiliar de Casas Particulares, sindicato encargado de velar por sus derechos, negoció el año pasado con el Ministerio de Trabajo un aumento de 13%, cuando en Argentina hubo una inflación acumulada de 47,6% en 2018. Según publica esta organización en su página web, el salario mínimo del sector a partir de marzo de este año es de 89,5 pesos la hora (2,2 dólares), y 95,5 pesos (2,3 dólares) en caso de trabajar con cama adentro. Estos montos descienden cuando se trata de situaciones irregulares.
Muchos empleadores dicen considerar a estas mujeres parte de la familia o regalarles cosas, y creen que así queda saldado el tema de los derechos. Los lazos de intimidad que se tejen por compartir la vida cotidiana y el cuidado de los hijos, el afecto y las desigualdades complejizan un vínculo que ni siquiera puede nombrarse del todo; “la chica que me ayuda”, “la señora que limpia” o “la mucama” son algunos eufemismos incómodos que borran la palabra “trabajadora” y, por lo tanto, el contrato laboral entre dos partes que distan de tener las mismas herramientas para negociar: 80% de las empleadas domésticas sólo completó sus estudios primarios.
Estas brechas y condiciones de explotación se agudizan en contextos como los de los barrios cerrados, donde operan lógicas de clase bien explícitas. En el caso de Nordelta, que cuenta con un sistema de muchísimo control, es difícil que sus residentes no caigan en generalizaciones y exotismos al hablar; no obstante, hay marcas y gestos que se mantienen constantes a la hora de lidiar con el personal doméstico. Es probable que mucho de lo que denuncian las empleadas de Nordelta —discriminación, racismo, explotación laboral— también aparezca en hogares urbanos, pero lo que se da en la ciudad-pueblo de Tigre es un efecto acumulado, algo así como una atomización o caja de resonancia, en un lugar que busca ser deliberadamente “exclusivo”, o sea excluyente. Pero el discurso de los comunicados y las declaraciones de los residentes es ambiguo:
“Los nordelteños no discriminamos ni somos chetos. Buscamos proteger nuestra privacidad y seguridad. El derecho a la propiedad está contemplado en la Constitución Nacional y la inseguridad es una problemática cada vez más grave a nivel mundial. Por lo tanto, nuestra defensa consiste en pedir mayores controles y tener exclusividad en el uso de las tierras que mantenemos con nuestro dinero y que son del dominio privado”.
—¿Se puede publicar eso en la nota? ¿Hay tiempo? —me pregunta Gabriel Sanders.
—Intento agregarlo. Una consulta: ¿vos tenés empleadas domésticas? ¿En blanco?
—...
—Entiendo.
—…
—Era eso nomás.
—Pero no menciones eso. Es parte de una intimidad que comparto con vos para tu contexto. No me interesa que se sepa en Uruguay. Confío mucho en el trabajo de los periodistas y en su confidencialidad respecto de la fuente en ciertas noticias o de la preservación de la intimidad. Tengo amigos periodistas.
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Imelda se miró al espejo con el uniforme de mucama y se sintió Cenicienta. La espalda le quedaba grande, la pollera le colgaba por debajo de las rodillas. Ella, acostumbrada a usar un trajecito, tacos y maquillaje, ahora andaba como embolsada. Y enrejada. Los primeros tiempos en los que llegó a Buenos Aires desde Asunción fue derecho a trabajar como empleada doméstica a una casa de Palermo. Era un puesto con cama, no tenía papeles y casi no la dejaban salir. Había dejado su trabajo de vendedora en una empresa, se había venido de apuro, con sus dos hijas chicas y su mamá, escapando de un marido violento que amenazaba con matarla. De esto hace 30 años. Hoy, aun con la residencia permanente, no logra que la pongan en blanco. Ni conseguir un mejor trabajo.
El corte de noviembre la despertó. Ella no estuvo ese día, pero enseguida buscó conectarse con las chicas. En diciembre filmó con su teléfono cómo la bajaban de una combi con la excusa de que tenía que tomar la siguiente. El video se hizo viral. A ella no se la ve, pero su voz llegó a canales de televisión, portales y radios. Imelda trabaja en uno de los barrios más clase media de Nordelta. Allí hay apartamentos donde suelen vivir personas solteras o divorciadas que no quieren alejarse mucho de sus familias. Sus empleadores son una pareja de jubilados que alquilan, y eso ponen como excusa cuando ella pide un aumento. Va tres veces por semana; aunque la contrataron para limpiar, cocina y hace las veces de enfermera para la señora de la casa, que está postrada en una cama. Le cambia los pañales, la ayuda a bañarse, les deja comida pronta.
Para llegar hasta allí tiene que tomarse tres ómnibus. Tarda una hora y media desde que sale de su casa, una pieza de material que alquila y comparte con su hijo menor. Tuvo que insistir para que le pagaran el transporte. Cada vez que pide algo extra, como un aumento o tomarse días libres, amenazan con echarla.
—En Nordelta te explotan. Tengo compañeras que trabajan afuera y otras adentro, y siempre es peor Nordelta. En los barrios más ricachones como La Isla, Los Castores o El Golf pagan mejor. En esos vive gente como Mirtha Legrand, y jueces. Gente con poder. Sé que ahí trabajan bien, porque tienen varias empleadas. El otro día en el grupo de Whatsapp contaron cómo a una chica peruana la hacen desvestirse cada vez que se va para ver si se roba algo. La última vez se fue llorando. No se anima a denunciar por miedo a que la echen. También nos enteramos de que a otra señora de Perú con cama le pagan 4.000 pesos por mes por trabajar más de 12 horas. Esa señora no sabe leer ni escribir.
Imelda tiene ganas de hablar. Está teniendo días duros en el trabajo y sale muy angustiada. La última vez, el empleador le gritó porque hizo el bizcochuelo con harina cuatro ceros y no con harina leudante. A pesar de la crisis, le gusta vivir en Argentina. Quiere al país desde su infancia, cuando de chica recibía la leche en polvo que mandaba a Paraguay Eva Perón y distribuía el párroco de su pueblo.
—Acá en Nordelta a nosotros nos dicen “los negros”. Somos la clase negra. Como en esa película de empleadas en EEUU que muestra que no las dejaban usar el mismo baño. Eso fue hace tiempo, y acá estamos igual ahora.
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Pasaron las fiestas. Pasó el verano. Empezaron las sesiones en el Congreso. La película mexicana Roma ganó el Óscar y los medios se llenaron de notas de análisis y crónicas sobre trabajo doméstico y vínculos afectivos con disparidad de clases. Cada tanto sale una noticia en los medios sobre la pelea de los vecinos de Nordelta que buscan independizarse de los desarrolladores y de la asociación vecinal. Quieren alambrar todo antes de que empiece a circular la línea de transporte público dos veces por día. Lo plantean como una batalla entre David y Goliat. Las chicas de Nordelta comparten esos links en su grupo de chat, que ha ido mutando con el paso de los meses. En enero decayó al punto de que sólo quedaban diez, pero en las últimas semanas volvió a tener más de 40. Muchas tienen miedo porque algunos propietarios hacen preguntas sobre el grupo. Están investigando. Quieren saber si sus empleadas forman parte de las insurrectas.
El 8 de marzo las chicas de Nordelta armaron un volante y lo compartieron en el grupo de chat y en el de Facebook. A la movilización feminista sólo fueron cuatro. Entre ellas Imelda y Flora, que marcharon junto a las trabajadoras despedidas de Coca-Cola. Imelda pudo estar porque finalmente renunció al trabajo donde le gritaban y la tenían en negro. La angustia superó al miedo a quedarse en la calle en plena crisis económica y social, cuando una de cada tres personas vive en condiciones de pobreza.
A Silvia se le enfermó un hermano y por un tiempo se alejó de las acciones.
Flora se quedó sin su ingreso principal. La echaron sin mucha explicación de la casa de los seis baños. Su empleadora le dijo: “Trabajás bien, pero no nos entendemos”.
El 8 de marzo, al marchar con sus compañeras, levantó bien alta su bandera, pero se tapó la cara con un pañuelo.
Nunca se sabe.
Algunos patrones ven televisión.
Revista Lento
https://www.lahaine.org/mundo.php/las-chicas-de-nordelta
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