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Mientras en la Europa de postguerra los países vencedores pudieron construir un relato antifascista y un sistema bienesterista remedial, en España la larga duración de la dictadura no sólo impidió algo equivalente sino que reforzó la erradicación de la memoria republicana
Los espasmos de violencia a gran escala dejan, además de las terribles consecuencias directas, una tarea exigente de memoria una vez concluidos. Basta pensar en Ruanda, los Balcanes, la guerra de Argelia, Vietnam, los años de plomo, Tiananmen, Jedwabne, Katyn, Guatemala o el santuario japonés de Yasukuni. Tal como se plantea entre nosotros, la cuestión de la memoria histórica nos remite, cronológicamente, al ciclo argumental de la Segunda Guerra Mundial. Un vistazo panorámico muestra que el desempeño de la memoria, de las políticas de memoria, no es ni de lejos una cuestión zanjada.
El síndrome de Vichy es una tentación poderosa que ha afectado de un modo u otro a numerosos países. Algunos estudiosos han atribuido la eclosión de la derecha populista en Suecia a ese fenómeno; algo parecido ocurrió en Suiza con el Schweizerische Volkspartei hace casi dos décadas. Alemania es considerada un ejemplo en el tratamiento del pasado, un proceso para el que se acuñó un término a la medida: Vergangenheitsbewältigung. Sin embargo, la eclosión de Alternativa para Alemania (AfD) ha reabierto las preguntas. Con todo, la prueba de que las medidas emprendidas en Alemania no han sido inútiles queda de manifiesto en el hecho de que allí no son pensables varios de los fenómenos que hemos presenciado recientemente entre nosotros. A título de ejemplo, la declaración del Tribunal Supremo intitulando a Franco Jefe del Estado desde octubre de 1936, la normalización sutil de Vox, las peripecias del Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia, la existencia de cuerpos sin identificar en fosas comunes o el Valle de los Caídos, por un lado; la asimilación de los catalanes presos a la de los encerrados en Mauthausen o la denominación de fascistas a quienes homenajeaban a Machado en Collioure, por otro.
Hay bastantes elementos que separan ambos supuestos, empezando por la escala de los daños; pero hay una pieza común que tiene que ver con la memoria: el no tomar en cuenta que el nacionalismo fue el causante de los dos grandes desastres del siglo XX, que Traverso ha llamado con razón "guerras civiles europeas". Por eso, el nacionalismo es un tema tabú en Alemania para los partidos tradicionales. Por eso funciona allí un cordón sanitario que impide cualquier colaboración con partidos de la extrema derecha; lo que por cierto no ha ocurrido en Austria, precisamente un país que no ha hecho frente a su pasado pronazi y que conoció un primer episodio en la figura de Kurt Waldheim, que llegó a Secretario General de la ONU habiendo ocultado, como el país, su pasado nazi.
Aún dentro de los límites y con la presión exterior –un elemento que está ausente en muchos otros supuestos como el español–, Alemania puso en marcha un proceso de desnazificación que afectó al aparato institucional y, sobre todo, a la forma de abordar la responsabilidad del nazismo en las aulas y los medios de comunicación. Desde luego nada de eso ha ocurrido en España, como aparece reflejado, entre otros trabajos, en algunos de los capítulos de '¿Qué saben de su historia nuestros jóvenes? Enseñanza de la historia e identidad nacional' (A. Delgado y A. Rivera, eds., 2018). Las inercias, la comodidad y una supuesta neutralidad explican ese estado de cosas.
Si me he referido antes a las guerras civiles europeas es porque hay una dimensión irrenunciablemente europea en el tema de la memoria, para lo bueno y, aquí, para lo malo. Por eso, es a la vez significativo e intelectualmente desafiante, el que la rama franquista del ciclo de violencia se haya desgajado del tronco europeo común. Como ha escrito Jorge de Hoyos, "el exilio republicano de 1939 se inserta dentro de una oleada histórica de movimientos migratorios forzosos, marcados por los conflictos europeos, derivados del auge de los totalitarismos de diverso signo y de las aspiraciones imperiales de no pocas naciones". Se ha dicho que la Guerra Civil española fue un preámbulo, incluido el flanco militar; el exilio republicano es el primer éxodo masivo, que tendría su continuidad en las transferencias de población en Europa central y oriental y, de forma paroxística, en el genocidio judío.
Si hay una especificidad española, ella reside en que mientras en la Europa de postguerra los países vencedores pudieron construir un relato antifascista y un sistema bienesterista remedial, en España la larga duración de la dictadura no sólo impidió algo equivalente sino que reforzó la erradicación de la memoria republicana ocurrida en la guerra y la inmediata postguerra. Pero no se puede olvidar que el régimen de Franco fue reconocido en febrero del 39 por las potencias europeas, incluidas las democracias asentadas. Por eso el trabajo de memoria no es solo una tarea española; la soledad de la República, el trato a los exiliados en Argelès, el reconocimiento de Franco, la condición de apátridas de los presos republicanos del nazismo…, son piezas de la ecuación memorial.
Pero desde luego la tarea principal es de los españoles y tiene que ver con la asignatura pendiente de la desfranquización (o desnacionalcatolicización) en la esfera pública. Hace falta un ajuste de memoria por los dos lados para acomodarla a un paradigma democrático: depurar o lustrar aquellos elementos que remiten a un régimen dictatorial y recuperar aquellos otros que simbolizan valores humanistas y universalistas. Ambos confluyen en la pedagogía de la historia como socialización cívica, y en esa socialización una de las lecciones más provechosas es la de “la musa del escarmiento”, que más tarde se condensó en el “Nunca más”. Pero la historia hay que leerla para que pueda aleccionarnos. A veces la lectura debe estar dirigida a desautorizar otras lecturas; particularmente aquellas construcciones esencialistas que han conducido a prácticas de exclusión. Es una tarea que no se ha hecho, de modo que el franquismo no ha merecido un juicio equivalente al de sus homólogos europeos. Y eso no es solo una cuestión teórica, porque estamos obligados a salir de la teoría desde que hay víctimas y en el franquismo las hubo a gran escala y las siguió habiendo cuando no había la justificación de la guerra.
Pero, sobre todo, no es una cuestión partidaria: tiene que ver con la medida ética de un país en su conjunto. Y tiene exigencias en las políticas públicas que siguen siendo una asignatura pendiente, colateral, podríamos decir, a la falta lustración del franquismo que colmó durante décadas la capa freática del imaginario colectivo. Resulta decisivo que se entienda que es una responsabilidad colectiva, del Estado; ni patrimonializable, ni externalizable, ni esquivable por agentes particulares. Es algo peor que una indecencia ridiculizar a los ‘desenterradores de huesos’. Nadie que crea en la dignidad del ser humano puede no considerar vergonzosa e inaceptable la existencia de cuerpos sin sepultura. Y así lo establece la legalidad internacional. Esta es sin duda una página negra en el balance de los cambios experimentados por la sociedad española desde la muerte del dictador. Todas aquellas organizaciones que trabajan en este sentido, -sin sectarismo, sin revanchismo, con la intención de saber (verdad) y de reparar de esta forma simbólica a través de la memoria- tienen una innegable dimensión de ética pública, por eso, para centrarme en lo cercano, es tan valioso –en lo científico y en lo pedagógico- el trabajo de Desmemoriados.
Entiendo que un instrumento pedagógico precioso para acercarse cabalmente a aquella época oscura es el estudio del exilio. Porque el drama del exilio republicano no puede ser ajeno a ningún español (tampoco el de los migrantes de hoy). Es verdad que el tema del exilio ocupa a investigadores especialistas que desempeñan una encomiable labor. Sin embargo, esas tareas destiñen poco sobre el público general y apenas contribuyen a una tarea pedagógica confluyente con la de la desfranquización. Por eso resultan tan encomiables iniciativas como el III Congreso Destinos del Exilio Republicano, que tendrá lugar en Santander los días 20 y 21 próximos, coorganizado por la UNED, la Fundación Bruno Alonso, Ochenta Aniversario del Exilio Republicano y el Gobierno de España.
El exilio es portador de muchas lecciones, por cuanto se trata de un fenómeno social total que afectó a todos los planos de la vida, desde lo personal a lo político. En términos de comunidad nacional supuso que en nombre de España una parte de ella destruyó o expulsó del solar común a otra parte. En nombre de la nación se amputó a la nación. Más allá de la dimensión fundamental de la violencia física, el exilio privó a España de buena parte de sus personas más preparadas y la condenó al atraso durante décadas.
Se habla de reglas mnemotécnicas para designar estrategias que ayudan a recordar; aquí se invierte la secuencia entre fines y medios y se propone la memoria del exilio como instrumento para asentar nuestros patrones normativos cívicos, para apuntalar una socialización democrática que desaloje los residuos autoritarios y totalitarios. Sin partidismos, sin sectarismos. La pedagogía del exilio adquiere un valor añadido con la desaparición de los testigos, como ha sido recordado persistentemente con motivo del 75 aniversario del desembarco de Normandía. La desaparición de los testigos es una de las razones del resurgimiento del nacionalpopulismo. Olvidamos así aquella advertencia de David Rousset, un superviviente de los campos: “Los hombres normales no saben que todo es posible”. Por eso Louise Arbour, que fuera procuradora de los tribunales penales internacionales para la exYugoslavia y Ruanda y alta comisaria de las Naciones Unidas para los derechos humanos juzga que “el repliegue nacionalista de las democracias es inquietante” (Le Temps, 31/05/2019).
Una parte del interés de los trabajos sobre el exilio consiste en recuperar figuras más o menos –la mayoría menos– conocidas para reintegrarlas a la memoria colectiva, con el doble objetivo de la reparación y del aprendizaje. Un ejemplo es, para lo que toca a Santander, la persona de Juan Bautista González-Aguilar. Se trata de una figura de vanguardia en el campo de la medicina; ejerció como Jefe del Servicio de huesos y articulaciones de Valdecilla, como director del Sanatorio Marítimo Antituberculoso de Pedrosa y fue socio fundador de la Sociedad Española de Cirugía Ortopédica y Traumatología y de la Asociación Nacional de Médicos para la Lucha Antituberculosa. Formó a tres generaciones de cirujanos, ortopedas y traumatólogos. De sensibilidad institucionista desempeñó un papel de primer orden en la Universidad Internacional de Verano de Santander y, como afiliado socialista, era cercano a Bruno Alonso. Durante la Guerra Civil, fue Jefe de Sanidad Militar de la Armada; tras la caída de Santander, trabajó como médico y como militar en Murcia, Valencia y Barcelona; cruzando la frontera de los Pirineos en el gran éxodo. Se traslado con su familia a Argentina donde murió. Su figura es apenas conocida en el ámbito clínico, completamente desconocida fuera de él. La lección del exilio nos hace preguntarnos por lo que perdió Santander con la marcha de personas de este perfil. Sin olvidar lo que perdieron ellas. Y nos obliga, sobre todo, a pensar en los procesos sociales que conducen a tales desenlaces. Ese es el mensaje de hace ochenta años, la lección permanente del exilio. Lo dejó escrito poco antes, un poeta que ni siquiera tuvo tiempo de exiliarse y que tampoco tiene una tumba que le acoja. Escribió Lorca en Poeta en Nueva York: “Yo denuncio a toda la gente / que ignora a la otra mitad”.
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