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18 octubre 2019

Levante otoñal



Blog personal

Nada hay tan azaroso como un pronóstico electoral. Y aún más en circunstancias como las actuales, con la crisis catalana desatada, ocupando el centro de la atención mediática y política. Pero esta crisis no debería hacernos perder de vista los grandes parámetros que, a nivel internacional, condicionan la situación política que vivimos. Hoy por hoy, la única certeza es que el horizonte se ensombrece por momentos. Los nubarrones que se ciernen sobre Europa presagian un otoño tempestuoso. El FMI habla de un “enfriamiento” de la actividad en el 90% de las economías nacionales. Recelosos de las profecías auto-cumplidas, los expertos tratan de quitar dramatismo a los indicadores. Sin embargo, la ralentización de la producción en España, con un notable repunte de los ERE en la industria, bien podría ser el preludio de la tan temida recesión. Las tensiones comerciales y la guerra arancelaria desatadas por Trump afectarán a las exportaciones. El impacto del brexit, incluso si hay un acuerdo de última hora entre Londres y Bruselas, puede ser considerable. Y la conflictividad en el Golfo hace temer a cada paso una escalada del precio del petróleo, con sus consiguientes réplicas en las plazas financieras. Se encienden aquí y allá luces de alarma cuando aún siguen abiertas las heridas de la anterior recesión.

Poco se habla de estos escenarios. Sin embargo, son esas grandes tendencias globales las que, en última instancia, determinan las opciones y alineamientos de las distintas fuerzas políticas. Incluso los acontecimientos que dominan la actualidad, como la sentencia del Tribunal Supremo y las reacciones que ha suscitado, cobran toda su importancia en relación a ese contexto. ¿Cómo encarará el futuro gobierno de España el ciclo incierto que se avecina? ¿Qué medidas defenderá en el seno de la UE? Las recetas de 2010 –rescates bancarios, reducción del gasto público, privatizaciones, rebajas salariales, precariedad generalizada– dispararon las desigualdades, redujeron la demanda y prolongaron la contracción de la economía en toda Europa. En los países del Sur, los efectos de aquella recesión fueron especialmente devastadores. ¿Y ahora?

El margen de maniobra de las políticas monetarias es muy escaso. El retorno a una austeridad al servicio de la deuda supondría la miseria para la clase trabajadora y el declive imparable de las clases medias. Quizás en proporciones amenazadoras para la democracia parlamentaria, acosada por el ascenso del nacionalismo y los movimientos populistas. Lo sucedido en el Reino Unido constituye toda una advertencia. Pero, ¿habrá coraje para ensayar otro camino, basado en la apuesta por el Estado del bienestar como vector de un crecimiento deseable, el incremento de salarios y pensiones a fin de aumentar la demanda interna y un liderazgo público de la transición ecológica? Porque ese giro implicaría tratar de embridar seriamente al capitalismo y entraría en colisión con los intereses de unas corporaciones industriales, tecnológicas y financieras que han acumulado un poder inmenso a lo largo de estos años.

El fracaso de la investidura de Pedro Sánchez así como las posibles salidas que, siempre a expensas del veredicto de las urnas, se atisban tras el 10-N, tienen mucho que ver con ese dilema insoslayable. El relato febril de la política tiende a exagerar la importancia de factores como los rasgos psicológicos de los dirigentes, sus cálculos o sus ambiciones. La opinión pública está ávida de conspiraciones y maniobras que brinden una explicación sencilla de cuanto sucede. Y, desde luego, el carácter de un líder puede determinar el desenlace de un momento crítico. La estrategia que siga, puede aprovechar una “ventana de oportunidad” o cerrarla. Pero todo ello se desenvuelve en un teatro levantado por fuerzas colosales, que sobrepasan y dominan a los actores que se agitan ante el público.

Intuyendo las complicaciones que empezaban a acumularse, el PSOE quiso siempre tener las manos libres para practicar alianzas de geometría variable. Un gobierno de coalición con la izquierda alternativa no sólo no formaba parte de su cultura, sino que era percibido en la Moncloa como una posible limitación de su margen de maniobra. Pero, además, los meses transcurridos desde el 28-A no han pasado en balde. A pesar del escollo que representaba la fórmula gubernamental –que finalmente dio al traste con todo-, hasta el pasado verano flotaba en el aire la posibilidad de pactar un programa netamente escorado a la izquierda y reivindicado como tal. Conforme corrían los meses, esa opción se ha ido estrechando. Si las urnas confirman los pronósticos –ascenso del PP, hundimiento de C’s, estancamiento del PSOE y fragmentación del espacio a su izquierda– el escenario podría cambiar significativamente. Una “gran coalición” entre la socialdemocracia y el PP, como genuino representante del bloque conservador, sólo seria concebible ante una extraordinaria crisis nacional. Pero sí estaría a la orden del día el retorno a un cierto bipartidismo. Un bipartidismo imperfecto, desde luego: PP y PSOE no volverán a sumar aquellas abrumadoras mayorías, en votos y escaños, que exhibían antes de 2015. La fragmentación de los espacios políticos tiene causas profundas y ha venido para quedarse. No obstante, las dificultades para componer mayorías, conjugadas con las exigencias de estabilidad de los centros de poder económico –y también con los temores de amplios sectores de la población– podrían propiciar un entendimiento entre los dos grandes partidos. El conflicto catalán empuja fuertemente en ese sentido: acentúa el desencuentro entre el PSOE y las fuerzas a su izquierda… al tiempo que obliga a quien aspira a liderar el gobierno de España a reforzar el perfil de garante de su unidad.

El PSOE espera, pues, ganar las elecciones y gobernar en solitario. Tiene razón Miquel Iceta cuando dice que un acuerdo con la derecha no le permitiría desarrollar un programa progresista. Pero es muy posible que, tras el 10-N, la disyuntiva no se plantee en términos tan claros y lo que acabe poniéndose sobre la mesa sea ante todo la exigencia de estabilidad. Y, en su nombre, gane predicamento la opción de una investidura de Pedro Sánchez sobre la base de una abstención del PP… a cambio de algunos pactos de Estado. Unos pactos que, por genéricos que fuesen, no dejarían de condicionar al PSOE en materias tan sensibles como la crisis territorial –que requiere mucho más que la invocación reiterativa del orden constitucional– o la gestión de la incertidumbre económica. Por supuesto, luego habría que negociar leyes y presupuestos –y ahí el PSOE miraría sin duda a su izquierda. Pero tales pactos pesarían como una losa sobre toda la legislatura. Nadie ha olvidado la precipitada reforma del artículo 135 de la Constitución, consagrando la prioridad del servicio de la deuda, ni los estragos sociales causados por la austeridad. El giro de Pablo Casado hacia una cierta moderación y su promesa a la CEOE de no obstaculizar la formación de un gobierno abonan esta hipótesis. Las élites europeas, que han hecho un balance muy incompleto de sus políticas pro-cíclicas, la verían sin duda como un factor de contención, cuando menos en lo inmediato. No parece exagerado creer que esos poderes están propiciando ya un desplazamiento al “centro” de los gobiernos en ciernes de España y de Portugal. Puede que la izquierda alternativa, que acude dividida a estas elecciones, tenga que lamentar amargamente las ocasiones desperdiciadas durante estos últimos meses, obcecada como estaba por la idea de entrar en el gobierno.



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