Por Santi Espinoza, Resumen Latinoamericano, 15 de marzo de 2021.
Hace 9 años, el 12 de marzo de 2012, fallecía una gran luchadora revolucionaria boliviana, Domitila Chungara. De allí este recordatorio sobre lo que significó su ejemplo para los más humildes, a través de dos textos elocuentes.
Para algunos de quienes nacimos ya en democracia, con el movimiento obrero-minero sepultado y las botas militares arrinconadas en sus cuarteles, las luchas sindicales y ciudadanas contra las dictaduras y los hombres y las mujeres que las protagonizaron siempre nos han llegado cubiertas de una bruma a momentos impenetrable, una veces más cargada de historicismo y otras más de leyenda. De ahí el valor de los documentos testimoniales que, incapaces de adoptar la mirada pretendidamente neutral de los historiadores, pero también despojados de la vocación más legendaria de las narraciones orales de corrillo, nos han permitido conocer, casi de primera mano, los episodios de resistencia ante los regímenes militares, sin ahorrarnos el miedo, el dolor, la bronca y la indignación que supieron paralizar y movilizar a los bolivianos en aquellos años.
Es a esos documentos testimoniales a los que cabe volver en estos momentos en que se ha marchado Domitila Chungara, la histórica dirigente del Comité de Amas de Casa Mineras que enfrentó a más de un gobierno de facto, sobrevivió a su violencia y hasta hizo caer a uno de los más conspicuos dictadores. Hay que volver a su testimonio en el ya clásico e “hiperpirateado” libro Si me permiten hablar (1980), de Moema Viezzer, o al que lo recoge el menos conocido Aquí también Domitila (1984), escrito por David Acebey. Y si de documentos testimoniales se trata, cómo no volver a El coraje del pueblo (1971), la película de Jorge Sanjinés en la que se recrea la “masacre de San Juan” de 1967, en el centro minero de Siglo XX, en la que el gobierno de René Barrientos barrió con gran parte de los trabajadores que se habían reunido en el lugar para manifestar su apoyo a la guerrilla del “Che”. Este filme resulta fundamental para aproximarnos a la figura de Domitila, pues tiene un valor documental adicional, único y distintivo frente a otros: nos permite ver y escuchar a la mujer en su faceta más cotidiana, pero también estando inmersa en el fragor de la resistencia. No es que Chungara sea la protagonista absoluta del tercer largo de Sanjinés ni mucho menos. Pero no deja de sorprender que, incluso siendo varias las historias que se recrean y cuentan en la cinta, Domitila las atraviese todas o casi todas con su figura ancha, maternal, tierna y aguerrida.
Así pues, en El coraje del pueblo vemos a Domitila en acción como la mujer que recorre las calles del pueblo hasta llegar a su humilde hogar para hacer las labores de casa. Es la mujer que nunca deja de ser madre, que casi siempre lleva una wawa en brazos, incluso cuando toca enfrentarse a los empresarios mineros o cuando hay que hacer huelga. Es la mujer que asume su rol de luchadora sindical como una prolongación de su condición de madre, como el medio con el que ha de garantizar la supervivencia de los suyos. Es la mujer que se pelea hasta imponerse con el jefe de la pulpería donde ya no encuentran insumos para alimentar a sus hijos. Es la mujer que no se deja amedrentar con el supervisor de la empresa minera que la acusa a ella y a sus compañeras de protagonizar una huelga política y no así sindical. Es la mujer que interpela a los propios mineros varones, calificándolos de cobardes y “momias” por su pasividad ante los atropellos que sufren a manos de los empresarios mineros. Es la mujer que, en el momento de la masacre, lucha contra un minero borracho para quitarle el fusil con el que, en su estado, más daño se haría a él que a los soldados. Es la mujer que, al día siguiente de la sangrienta matanza, marcha silenciosamente en la carrocería de una camioneta militar, camino a la prisión seguramente, sin desprenderse en ningún momento de su wawa. Y es, cómo no, la mujer que, si le permiten hablar, es capaz de soltar en la cinta un parlamento tan sencillo, honesto, conmovedor y potente:
“Mi padre, desde muy pequeña, siempre nos decía que las mujeres tenemos el mismo derecho que los varones. Siempre sobre esa idea nos ha criado a nosotros. Precisamente, por la falta de dinero y por las situaciones difíciles, fue una mujer la que me dijo que yo podía ingresar a esta organización de las amas de casa, que quizá así podría conseguir trabajo. Pero ya, desde más antes, veíamos que (la organización de) las amas de casa funcionaba en bien de los trabajadores. Vine (a la organización), prácticamente, por interés, pero ya, una vez dentro, me comencé a dar cuenta que era necesario llevar adelante la organización femenina. De ahí es que me tocó la peor etapa, tal vez, de vivir en la época del ‘barrientismo’ al dirigir a las mujeres”.
La presencia de Domitila Chungara es, pues, uno de los puntos más altos de El coraje del pueblo, esa auténtica pieza de cine de guerrilla que, a más de 40 años de su estreno, respira aún una genuinidad y una verdad incontestables en cada uno de sus planos. Ver y escuchar a la dirigente de las amas de casa mineras en la pantalla es una razón más, y no cualquiera, para revisitar el filme. Y claro, es una buena manera de recordarla y de mantener vivo su legado de lucha.
DOMITILA Y EL CORAJE DEL PUEBLO BOLIVIANO
“Me agito en el vientre de una madre y mi llanto anuncia mi nacimiento y mi protesta anticipada. Nazco.”
César Verduguez Gómez, escritor paceño, ‘En la mitad del fin’.
Se presentó: “Me llamo Domitila Barrios Cuenca porque cuando una se casa en Bolivia siempre lleva el apellido del marido: Chungara, y yo no lo llevo”.
“Soy hija de un campesino de Toledo, un pueblito pequeño al lado de Oruro. Hasta que lo mandaron a la guerra con el Paraguay, mi padre criaba ovejas. Cuando regresó los animales habían muerto, ya no tenía nada y se fue a trabajar a la mina Siglo XX con la intención de ganarse un buen dinerito para comprar ovejas y volver a su pueblo otra vez.”
Pero el destino fue otro. “Las minas siempre están en las cordilleras más altas donde no hay ni siquiera mercado. El patrón hacía llevar alimentos y les vendía a los obreros. Pero nunca lo necesario, siempre muy poco. Y si les había prometido que les iba a pagar diez pesos por día, les daba cinco. Y encima los obreros le debían el transporte, las botas que le dieron y alguna otra cosita más. Desde el principio estaban deudores. Allí se casó con mi madre. Yo nací en Siglo XX, en la mina.”
Siglo XX era el campamento minero más grande de Bolivia y sus trabajadores los más combativos del país. Más interesados que en la decadente extracción de plata, los llamados “barones del estaño” -Hochschild, Aramayo y Simón Patiño, que llegó a ser el quinto hombre más rico del mundo-, pusieron sus manos encima del mineral y de los gobiernos bolivianos.
“Mi madre, al tener su quinto hijo, le hicieron una cesárea y murió. Yo tenía entonces diez años. Cinco hijos nos dejó y la huahua recién nacida. Todas mujeres. Y yo era la mayor”.
Uno de los primeros recuerdos de Domitila se refiere a los comentarios de la gente que iba a darles el pésame y veía que las hijas de la muerta eran sólo mujeres. “Muéranse, hijitas. Para qué sirven… Las mujeres no sirven… A esta vida hemos venido a sufrir… Cinco mujercitas habían sido… Muéranse mamitas… Hombres y mujeres, en la puerta del cementerio, al despedirse nos decían así, toda la gente.Y me puse a llorar diciendo: ¿Para qué habré nacido yo mujer?, igual que la mamá vamos a morir.”
“Cuando le dijimos: -Papito, ¿para qué hemos nacido mujeres nosotros? […] Ahora vamos a morir igual que la mamá. -¿Quién ha dicho eso? –nos dice él. – Gente ignorante, ¿para qué hacen caso? ¡Uy! Mi papá se ha enojado: Entonces mi papá nos dice que nos paremos frente a él. Y nos paramos. —Mírenme bien de frente. Yo soy hombre –nos dice. -Sí, papá. -Ustedes son mujeres. Tengo dos ojos, ¿ustedes tienen? –nos pregunta. Nos hemos tocado. -Sí, papito. Sí tenemos. -¿Tienen una nariz? -Sí, papá. -¿Boca? ¿Dientes? -Sí. -¿Tengo dos brazos? -Sí. -¿Tengo dos piernas? -Sí. -¿Y qué les falta? ¿Por qué no van a poder hacer nada? Tienen igual que el hombre, todo. -Pero no, somos mujeres… -Sí, son mujeres. Pero hay una gran diferencia –dice mi padre y se pone así, de cuclillas, se saca la gorra y me dice: -A ver hijita, toca mi pelo. Su corte era militar y entonces le toco. -¡Uy!, tu pelo pincha –le digo. Y me dice: -¿Ves? La mujer tiene el cabello largo, suave, que pueden adornar con cintas, con flores, lo más hermoso tienen las mujeres, los hombres somos feos”.
Domitila tiene presente que “las mujeres no mandaban a sus hijas a la escuela. Así era como se discriminaba. Pero mi padre siempre decía que había que estudiar, que había que leer. Mi madrina, no. Ella decía que la escuela era para mandar cartas a los novios. Pero mi papá habló con el gerente y le suplicó que nos diera permiso para ir a la escuela. De cien alumnos ochenta eran varones y veinte, chicas. Ninguna era hija de obreros.”
“Un día mi papá me anunció que se iba lejos, de comisión. Había comprado víveres. Me pidió que cuidara a mis hermanas y me dijo que si se acababa el alimento sacara la plata necesaria para comprar más. Al día siguiente cuando fui a la pulpería a recoger carne, vi las calles desiertas. Hacía un frío fuerte y parecía oscuro. Las mujeres sentadas en las calles, llorando. Decían que había guerra en Bolivia, que los hombres habían ido a luchar. Poco después, una mañana, empezaron a tocar las campanas, las sirenas y la gente salía y gritaba ‘¡Hemos ganado! ¡Hemos ganado!’ Había sido la revolución de 1952.
“La gente decía: ‘¡Hemos destruido al Ejército! ¡Ya llegan los mineros!’ Y a la noche, llegó primero la banda con sus estandartes, luego los dirigentes del Movimiento Nacionalista Revolucionario y, todos en fila, con sus guardatojos brillando, varias filas de mineros. En la quinta, estaba mi papá con su fusil cruzado. Nosotras nos metimos por debajo de los pies de la gente y lo agarrábamos: ‘Papi, papi’. Me miró con mucha alegría y me dijo: ‘Hemos ganado, hijita, nunca más ahora los niños van a andar descalzos’. Y empezaron las medidas económicas para los obreros: bonos de producción, subsidio familiar, cajas seguro social. Ya todos podíamos ir al hospital…”
“En el año ’63, el gobierno se había entregado completamente al Fondo Monetario Internacional. Hubo una asamblea de la Federación de Mineros para decidir si rompía con el MNR. Hubo una emboscada y apresaron a varios dirigentes, entre ellos a Federico Escobar. Justo en ese momento había unos norteamericanos en Catavi. Cuando se supo sobre la emboscada, a la noche, los obreros apresaron a los gringos y los llevaron a la plaza para colgarlos. Les decíamos: ‘¿Qué vienen a hacer aquí, a asesinar a los dirigentes? Ahora van a morir ustedes’. Y los gringos lloraban. Ya estaban poniendo las cuerdas para colgarlos cuando una señora pequeñita dijo: ‘Compañeros, no nos dejaremos llevar por la ira. No sabemos si nuestros dirigentes están vivos o muertos. Yo sugiero que tengamos a los gringos de rehenes para canjearlos por nuestros dirigentes si es que están vivos. Si están muertos, ni modo, colgamos a éstos’. La señora era del sindicato de Amas de Casa y me dijo si no quería hacer guardia con ellas para vigilar a los gringos.
“Yo por entonces tenía tres hijos pequeños y dije que no podía. La señora que se llamaba Norberta y era la secretaria general de las Amas de Casa me dijo entonces: ‘Yo también tengo hijos pequeñitos’ y me llevó a una sala llena de huahuas por todos los lados. Mi marido, que escuchó todo, me dijo, despreciándome, que no le hiciera perder tiempo a la señora y que me fuera a casa a cocinar que él se quedaba. Me dio tanta rabia que, aunque no estaba convencida de participar, le dije a Norberta: ‘Anóteme los tres turnos’.
“Un día vino Norberta y dijo que los norteamericanos iban a venir con su tropa más especializada, en helicópteros, a rescatar a los gringos. ‘Nos van a matar y van a sacar a los gringos’, nos dijo. El sindicato ordenó a todos llevar comida y agua e irse a resguardar a la mina. Pero la directiva de las Amas de Casa, responsable de vigilar a los gringos, dijo que se quedaba. Yo me sentí una miserable porque había pensado en irme. Ahí fue mi marido que me dijo: ‘Hay que seguir hasta el final. Yo no quiero que mis hijos se queden huérfanos. Si vamos a morir nos quedamos la familia entera, pues. Nadie va a decir que nosotros hemos traicionado’. Entonces, todo mi miedo desapareció.
Todas las mujeres dispuestas a morir. Debajo del poncho teníamos cartucheras con dinamita. La señora Norberta se lo explicó a los gringos: ‘Sabemos que esta noche van a venir a rescatarlos en helicópteros. No los vamos a largar. Ustedes tienen mucho que perder, nosotras nada, solo nuestra pobreza y nuestro sufrimiento. Nos vamos a abrazar a ustedes, vamos a encender las mechas y nos vamos a volar todos aquí’. Y les mostramos los cartuchos. ¡Guay! Los gringos se asustaron. Lloraban y pedían un teléfono por favor. Esa noche fue la noche más triste, más larga. Pensaba en la familia, en mi padre. Pero los gringos hablaron por teléfono y no hubo ni ejército ni helicópteros. Finalmente, se llegó a un acuerdo con los dirigentes que estaban presos en La Paz y se liberaron a los gringos. Yo me sentí feliz, me sentí grande de compartir con esas mujeres dispuestas a morir, pero jamás rendirse. Ese recuerdo me ha dado siempre valor: así tiene que ser el compromiso con el pueblo”.
Era el año 1977. “Estábamos cansadas de tanta persecución, de tanta represión. Un día se me acerca la señora Aurora de Lora, esposa de un dirigente trotskista y me cuenta que han decidido enfrentar al gobierno. El plan era iniciar una huelga de hambre en La Paz en Navidad. Y luego irían sumándose otros lugares de Bolivia. Lo planteamos en un congreso a los delegados de todos los distritos mineros pero los hombres nos tiraban los planes para abajo. ‘No se va a poder, que Banzer es tan fuerte que estamos yendo a la muerte, que esto y que lo otro.’ Entonces llegó el momento de la decisión. Los que dirigían la asamblea dijeron que los que estaban de acuerdo con la huelga de hambre se pusieran de un lado y los que no estaban de acuerdo en el otro. ¿Puede creerme si le digo que éramos cientos de personas pero sólo cinco quedamos del lado de la huelga de hambre? Cinco y nadie más. Nadie, nadie, nadie, nadie.
“Le contamos que el pueblo estaba cansado de pasar hambre, de injusticias y que había un grupo de mujeres que se había decidido a hacer una huelga de hambre respaldada por… por el pueblo. A mí me dieron todo el apoyo, todo el respaldo para hacer declaraciones a la prensa. Y así fue. Empezamos con un grupo en La Paz. Luego vino un segundo. Más tarde otro y otro más”.
Recuerda Domitila como “meses después, la Central Obrera decretó huelga por tiempo indefinido hasta que cayó uno de los militares más sanguinarios que conoció Bolivia. Banzer participó junto con los dictadores de Argentina, Chile, Uruguay y Brasil en el Plan Cóndor, un método sistemático de colaboración para la desaparición y el asesinato de los opositores de los países de Cono Sur sin importar en cuál de ellos se encontraran. En el caso de Bolivia, además, se encontraron celdas de tortura y restos humanos en los sótanos del Ministerio de Interior”.
No hay recuerdo más triste para un minero boliviano que lo que llaman ‘la relocalización’, “un destierro violento organizado por el último gobierno de Víctor Paz Estenssoro, el hombre que fue cuatro veces presidente de Bolivia, la primera con la Revolución del ’52 y la última, con el bochornoso gobierno que instaló el neoliberalismo (1985-1989). Los mismos que hicieron la Revolución volvieron en el ’85 y aprobaron el decreto 21.060 con el que nos botan a todos.
“Y otra vez sin trabajo, sin casa, sin escuela. En noventa días había que desocupar la vivienda. Me vine a Cochabamba”, explica Domitila. En las minas empezaron a enviar cartas de despido, primero a los más antiguos y después a los otros. A René, mi compañero, también le mandaron la carta. Ellos decían: ‘Ya pasó la era del estaño. Así que… ¡salgan de aquí, váyanse!’ Y así los obligaron a salir. Más de 30 mil mineros pasaron por eso. ¡Nunca se había visto una cosa igual en Bolivia!
“Por la relocalización daban una indemnización miserable. Al papá de mis hijos por treinta años de trabajo le dieron seis mil bolivianos que era equivalente a tres mil dólares. Él se separó de nosotros, se fue con otra mujer y no nos dio nada. Entonces yo me vine con mis hijos a Cochabamba porque acá tenía a mis hermanas. Fue una etapa bien triste. Tuvimos mucho hambre. Nosotras éramos viejas. Cada quien por su lado tuvo que salir. La mayor parte se fue a la Argentina. Sobre todo los hombres se fueron y dejaron a sus familias aquí. Muchos no se han vuelto a juntar nunca más.”
Pero Domitila, no se rindió. “Entonces me di cuenta de que en el país que hacía falta la formación política. Los mineros estaban solos: los campesinos también. Empecé a dar charlas, me di cuenta de que era necesario seguir la lucha. Entonces creamos un pequeño grupo que al principio llamamos Escuela Móvil, porque íbamos a un lado y otro. Luego nos hicimos este lotecito, una casita, aquí un cuartito. Y empezamos a trabajar… Hoy ¿lo que más me alegra? ¿Sabes qué? Ver tanta mujer con la cabeza levantada. Para nosotras no fue fácil. Teníamos primero que vencer nuestros miedos, vencer al qué dirá la gente, vencer a las suegras, a los mismos hijos, los esposos y hasta los dirigentes… Ahora tenemos mujeres de lucha que participan en todo.”
Justo antes de su muerte en marzo de 2012, advertía: “Ahora Evo está en el poder, está alfabetizando al país. Pero la gente necesita también la alfabetización política, porque si no sabe dónde hay que ir, cómo hay que ir, entonces no va a poder apoyar nunca… soy militante de la transformación social. Una transformación que dé poder real al pueblo. Una sola persona no cambia las cosas. Es el pueblo, la participación de todo el pueblo, lo que se necesita. Sí, yo creo en gran manera ha perdido el pueblo el miedo”.
Ese es el camino que tomó Domitila Barrios Cuenca, como cuando la invitaron a dar una charla en Viloco, un centro minero próximo a La Paz. Era una asamblea sobre Derechos Humanos. Como estaba prohibido reunirse, la gente vino así, de a poquito. Después fueron llegando, llegando, y se llenó el local. Tras los murmullos Domitila tomó la palabra: “Compañeras, compañeros… quiero hacerles una pregunta. Díganme ¿quién es nuestro principal enemigo? Un vecino dijo ¡Banzer, ese es!, una vecina gritó ¡El ejército, Domitila!, un viejo apenas ¡El imperialismo yanqui!… No compañeros -afirmó Domitila- Yo quiero decirles estito: nuestro principal enemigo es el miedo. Lo tenemos adentro”.
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