Cuba, última colonia española del continente en emanciparse de la opresión ibérica tras más de treinta años de lucha llevada a cabo bajo la egida de Carlos Manuel de Céspedes y José Martí, la isla del Caribe vio sus esfuerzos destruidos por la intervención militar de Washington en 1898, que estaba resuelto a obstaculizar la búsqueda de libertad de los cubanos y apoderarse de su país.
La primera bandera que se izó en el cielo de Santiago de Cuba, cuna de las luchas revolucionarias, tras la liberación de la ciudad de las tropas españolas, no fue la de la estrella solitaria de los mambises sino la del nuevo invasor venido del Norte. Esa afrenta marcó profundamente la memoria colectiva de los habitantes de la Isla, que no olvidarían esa herida.
La ocupación militar, la imposición de la enmienda Platt y las múltiples intervenciones armadas de los EEUU en los asuntos internos de la isla durante las primeras décadas del siglo XX simbolizaron el advenimiento de la República neocolonial, recordando crudamente a los cubanos el carácter ilusorio de su soberanía.
Cuando en 1933 el pueblo se sublevó contra la autocracia de Gerardo Machado, exigiendo a la vez soberanía y justicia social, Washington intervino otra vez para reducir a nada las esperanzas de una emancipación mayor. Impuso la figura de Fulgencio Batista, que dirigió el país de una forma y otra hasta 1958, con la excepción del periodo entre 1944 y 1952 cuando el Partido Auténtico ocupó el poder hasta el golpe de Estado del 10 de marzo y la instauración de un régimen militar que duró seis años con el apoyo de la administración de Eisenhower.
En los sobresaltos de esta historia atormentada hecha de humillaciones y frustraciones, de ofensas e insatisfacciones, se encuentran los orígenes de la Revolución Cubana de 1959 liderada por Fidel Castro. La aspiración unánime de todos los cubanos era emanciparse de la pesada influencia de los EEUU, decidir ellos mismos su propio destino y gozar plenamente de sus recursos naturales.
La búsqueda de una independencia verdadera, el deseo de una vida más digna, la exigencia de justicia social y la necesidad de una repartición más equitativa de las riquezas nacionales nutrieron el movimiento insurreccional que derrocó la dictadura de Fulgencio Batista y elaboraron el proyecto de transformación socioeconómico más radical de la historia de América Latina.
1805-1902: Cuba, una isla codiciada
Para entender el advenimiento de la Revolución Cubana en 1959 y sus relaciones posteriores con EEUU, resulta necesario echar una mirada a la historia de la Isla a partir de principios del siglo XIX. Mientras se encontraba todavía bajo dominio español, Cuba suscitó la codicia de los EEUU. En 1805 Thomas Jefferson, tercer presidente de la joven nación, subrayó la importancia estratégica de la isla, haciendo votos por una "conquista fácil".
En 1823 John Quincy Adams, entonces Secretario de Estado, elaboró la famosa teoría de la "fruta madura" que recordaba la existencia de leyes de "gravitación política" y el carácter no natural de los lazos entre Cuba y España. La Isla sólo podía "gravitar alrededor de la Unión norteamericana".
Ese mismo año, en una misiva al Presidente de los EEUU James Monroe, Jefferson apuntó sobre Cuba que, "su integración a nuestra confederación es exactamente lo que necesitamos para reforzar nuestro poder como nación".
Durante el siglo XIX Washington propuso a España adquirir Cuba no menos de seis veces. En 1854 el Presidente Franklin Pierce formuló una oferta de 130 millones de dólares, superando en 30 millones la oferta de su predecesor James Polk.
En la Primera Guerra de Independencia de 1868 a 1878, iniciada por Carlos Manuel de Céspedes, los EEUU brindaron su apoyo político y militar a Madrid y se opusieron a los soberanistas. En un correo confidencial del 29 de octubre de 1872 al embajador estadounidense en Madrid, el secretario de Estado Hamilton Fish expresó su "deseo de éxito para España en la supresión de la revuelta".
A causa de divisiones internas, el movimiento emancipador del 10 de octubre desembocó en el Pacto de Zanjón, que selló un armisticio desprovisto de libertad e independencia para los cubanos.
En 1895, bajo el liderazgo de José Martí, los cubanos reiniciaron la lucha armada y lanzaron la Segunda Guerra de Independencia que duró tres años. En el campo de batalla, los independentistas estaban a punto de vencer definitivamente al moribundo imperio español. John Sherman, Secretario de Estado estadounidense, evocó en un memorándum del 1 de marzo de 1898 la ineludible victoria militar de los cubanos y subrayó "la ausencia de toda victoria sustancial por parte del ejército español".
Washington se opuso resueltamente a la independencia de Cuba. Se confirmó esa realidad en una misiva del 9 de marzo de 1898 de Steward Woodford, embajador de EEUU en España, al Presidente William McKinley en la cual subrayó que la derrota de España era "inevitable": "Sólo hay dos soluciones posibles: o una autonomía real bajo soberanía española formal o la ocupación y la gobernanza efectiva de la isla por los EEUU [...].
La independencia de Cuba es absolutamente imposible como solución permanente [...] porque sólo puede desembocar en una guerra de razas continua, y eso significa que una Cuba independiente constituiría un segundo Santo Domingo", en referencia a Haití, primera República negra del continente. El diplomático precisó su idea: "España nunca venderá Cuba a los EEUU. Si los EEUU quieren Cuba, tienen que conseguirla por la conquista".
Así, en abril de 1898, en el momento en que los patriotas de la isla estuvieron a punto de cosechar los frutos de treinta años de lucha por la emancipación, Washington mandó a su ejército, impidió que los revolucionarios cubanos entraran en la ciudad de Santiago de Cuba y tomó posesión del territorio. El Tratado de París del 10 de diciembre de 1898 selló el fin de la guerra y fue firmado entre España y los EEUU, sin la presencia de Cuba, aniquilando así la aspiración de todo un pueblo a la libertad. El Centro Histórico Naval del Departamento de la Navy resumió el papel de Washington en Cuba: "Al ganar una guerra contra el colonialismo europeo, los EEUU se convirtieron en una potencia colonial".
Después de la salida de las tropas españolas el 1 de enero de 1899, se izó la bandera estadounidense -y no la bandera de Cuba- en el cielo de La Habana, marcando así el inicio de la ocupación militar. Washington organizó la elección de una Asamblea Constituyente encargada de redactar una nueva Constitución republicana e impuso la integración de la enmienda Platt que autorizaba, entre otras cosas, a los EEUU a que intervinieran militarmente en cualquier momento en los asuntos internos de Cuba si estimaban que sus intereses estaban en peligro.
También prohibía que el Gobierno de la isla firmara cualquier acuerdo con un país extranjero sin el permiso de la Casa Blanca y obligaba a los cubanos a que cedieran por un plazo indefinido una parte del territorio nacional para que el Ministerio de la Guerra pudiera instalar allí una base militar. El mayor general Leonard Wood, gobernador militar de la isla, tuvo el mérito de la franqueza al respecto: "Desde luego hay poca o ninguna independencia dejada a Cuba bajo la enmienda Platt y la única cosa que importa es buscar la anexión".
1898-1934: Cuba, una República neocolonial
El 20 de mayo 1902 Cuba consiguió su independencia formal y empezó así la era de la República neocolonial, con el nombramiento del anexionista Tomás Estrada Palma a la Presidencia. Ése, de nacionalidad estadounidense, vivió durante cerca de tres décadas en Nueva York y no ocultó sus convicciones políticas: "El futuro material y moral de Cuba sólo puede estar asegurado mediante relaciones íntimas y muy estrechas con los EEUU, sea como nación independiente, sea como miembro de la Unión".
Su deseo se realizó ya que la isla, en virtud de la Enmienda Platt, tenía que obtener el permiso de la Casa Blanca incluso para la firma de un simple tratado de amistad. Pero esa realidad no concordaba con las aspiraciones del pueblo cubano a una verdadera independencia.
Los EEUU usaron pronto el artículo 3 de la Enmienda Platt que autorizaba una intervención militar. En 1905 los miembros del Partido Liberal se rebelaron tras la elección fraudulenta de Estrada Palma a la Presidencia de la República. Incapaz de restablecer el orden, el 15 de septiembre de 1906 Teodoro Roosevelt mandó dos buques de guerra a La Habana y a Cienfuegos, así como a su secretario de Estado de la Guerra William E. Taft para proteger los intereses estadounidenses.
Menos de dos semanas después Estrada Palma le entregó el poder al embajador estadounidense Taft, el cual se convirtió en gobernador provisional de la isla hasta la llegada en octubre de 1906 de Charles E. Mangoon, emisario nombrado por la Casa Blanca para tomar el poder en Cuba. La población cubana vivió ese nuevo golpe de fuerza como una profunda humillación.
En 1912, bajo la administración del Presidente José Miguel Gómez, los Veteranos de Color, agrupados en su mayoría en el seno del Partido Independiente de Color de Evaristo Estenoz, expresaron su descontento frente a las discriminaciones sufridas en la sociedad cubana en la cual se veían apartados de todo cargo público en beneficio de la población blanca. El encargado de negocios estadounidense Hugh S. Gibson expresó las razones de la ira: "Los cubanos que tomaron las armas por la causa española [...] ocupan ahora los cargos de la función pública".
En efecto, los EEUU habían colocado en puestos claves de la administración "a quienes habían tomado las armas contra la causa de la independencia cubana". Un movimiento obrero amenazó con afectar a los propietarios estadounidenses y la embajada de La Habana lanzó una señal de alarma: "La actual huelga perjudica gravemente los intereses de los horticultores, que son casi exclusivamente americanos, e importantes impresas de transporte americanas".
Cuando estalló una sublevación armada en las provincias de la capital y de Santiago, el Presidente Taft mandó diez buques de guerra y cuatro compañías de marines a la isla para restablecer el orden. El Presidente Gómez expresó su emoción al ver a su Gobierno ubicado, en virtud de la Enmienda Platt, en la condición de "inferioridad humillante a través de un desprecio de sus derechos nacionales, causando su descrédito en el interior y exterior del país". Los cubanos, por su parte, observaron con amargura que su nación se subordinaba a los intereses del poderoso vecino.
Tras la reelección del conservador Manuel García Menocal a la Presidencia de la República en noviembre de 1916 en un escrutinio marcado por irregularidades, después de un primer mandato caracterizado, según la diplomacia estadounidense, por "los fraudes electorales", una grave crisis política se instaló en el país, seguida por un movimiento insurreccional en la provincia de Camagüey.
El Presidente Woodrow Wilson mandó a sus tropas y sus buques de guerra a Santiago y Guantánamo para mantener en el poder al Presidente Menocal. De 1917 a 1922, 3.000 marines se instalaron en la isla para realizar ejercicios de defensa. Para evitar toda reminiscencia de la revuelta, Wilson nombró al General Enoch H. Crowder procónsul de la isla en 1918 y le encargó la elaboración de las nuevas leyes electorales, la organización de un escrutinio y la presidencia del Comité Electoral, sin ni siquiera solicitar la opinión de Menocal. Éste último insistió en el hecho de que una supervisión de las elecciones por parte de Washington "lesionaría el orgullo cubano" y sería una "humillación" para toda una nación. La Casa Blanca no prestó la menor atención a esas quejas.
El escrutinio de 1920 tuvo lugar bajo la presencia de las tropas militares de los EEUU y llevó al poder a Alfredo Zayas, que asumió el cargo el 10 de mayo de 1921. Cuando el Presidente Wilson decidió el 31 de diciembre de 1920 mandar otra vez al procónsul Crowder a
Cuba para enfrentar la grave crisis "política y financiera" que golpeaba al país, no se dignó a informar al Presidente cubano Menocal. Este lamentó que las "formalidades usuales entre dos naciones" no fuesen respetadas, pero la Casa Blanca le recordó la realidad: "El Presidente de los EEUU no considera necesario conseguir la autorización previa del Presidente de Cuba para enviar a un representante especial". Tal era el nivel de "soberanía" de la Cuba prerrevolucionaria.
En 1924 Gerardo Machado fue electo y expresó su subordinación a la potencia tutelar declarándole al Presidente Calvin Coolidge que "la enmienda Platt no constituía una ofensa para Cuba". "Al contrario, fue benéfica", certificó.
El 11 de mayo de 1928 Machado modificó la Constitución y se transformó en dictador prorrogando unilateralmente en seis años su mandato que terminaba el 20 de mayo de 1929, o sea hasta 1935. Tuvo la prudencia de someter esa decisión al poderoso vecino.
El Secretario de Estado Cordell Hull validó esta alternativa con solicitud: "El Presidente Machado durante su visita, que tuvo lugar después de la adopción de esta legislación en el Parlamento cubano, obtuvo la aprobación tácita del Gobierno americano sobre los principios generales inscritos en este acto".
En 1930 el embajador estadounidense Harry F. Guggenheim, prediciendo una nueva injerencia de Washington en los asuntos internos de Cuba, lanzó una advertencia que tuvo un alcance profético: "Desde luego la intervención siempre suscitó la aversión por parte del pueblo cubano en el pasado. Suscitaría aún más aversión hoy día tanto en Cuba como en el exterior y tendría consecuencias muy graves para los EEUU".
En 1933, agobiado por los crímenes que cometía el régimen, que había impuesto la ley marcial y había suspendido las garantías constitucionales, el pueblo cubano tomó las armas y estalló la revuelta.
El Presidente Franklin Delano Roosevelt mandó al subsecretario de Estado Sumner Welles como embajador extraordinario y plenipotenciario permanente, y no como simple enviado especial, para establecer una mediación entre Machado y la sociedad civil y organizar elecciones en 1934.
Pero en agosto de 1933 el pueblo decretó una huelga general revolucionaria que paralizó la nación. "Las calles están llenas de gente incontrolable y la policía disparó para impedir que se reuniera alrededor del Capitolio y del Palacio Presidencial", informó Welles al Departamento de Estado. Entonces lanzó un ultimátum a Machado: o aceptaba abandonar el poder, o "los EEUU estarían obligados a cumplir con sus obligaciones".
El embajador estadounidense en México Josephus Daniels se expresó con más claridad: "En virtud de la enmienda Platt y de la Constitución, los EEUU tienen a la vez el derecho y el deber de intervenir para poner fin a la revolución cubana". Frente a las amenazas de intervención militar, Machado cedió y se refugió en Bahamas. Washington, nuevamente, decidía del destino de Cuba mandando dos barcos de guerra a la isla.
Welles instaló en el poder al Gobierno títere de Carlos Manuel de Céspedes, el cual nombró en el puesto clave de Secretario de la Guerra a Demetrio Castillo Pokorny. El procónsul estadounidense expresó su agrado: "El Capitán Castillo, graduado en West Point, fue en el pasado el colaborador del General Crowder y es medio americano".
Según las propias confesiones de Welles, el régimen de Céspedes no tomaba ninguna verdadera decisión: "Me solicitan diariamente para todas las cuestiones gubernamentales", de "política interior", de "la disciplina del ejército" y de los "nombramientos en todas las ramas del Gobierno".
Frente a una injerencia tan abierta, Welles propuso el nombramiento de Jefferson Caffery como embajador, el cual dispondría de las mismas prerrogativas, pero tendría la ventaja de la discreción: su "influencia se ejercerá entre bambalinas y no será visible para el público".
Pero el plan estadounidense de una transición bajo control no resistió al descontento popular y el Gobierno de Céspedes se desmoronó rápidamente. Welles explicó las razones: "Las clases laboriosas sufrieron una dictadura absoluta durante los últimos tres años, sus líderes fueron arrestados y a menudo asesinados y toda organización del trabajo se volvió absolutamente imposible". Además, las condiciones salariales de los trabajadores eran tan bajas que ésos "no disponían del mínimo necesario para alimentarse y dar de comer a su familia". Welles insistió en ese punto: "Las condiciones de desesperación y de indigencia existentes no pueden ser exageradas".
El 4 de septiembre de 1933 estalló la revuelta de los suboficiales liderados por el sargento Fulgencio Batista, el cual tomó el control del ejército, lo que generó "el desmoronamiento total del Gobierno" instalado por Welles.
Con el apoyo de una gran parte de la sociedad civil, Batista se convirtió en el nuevo Jefe del Estado Mayor del Ejército. Al día siguiente se publicó la Proclama al pueblo de Cuba, programa revolucionario firmado por 19 personalidades. Tenía dos dimensiones esenciales: "una democracia moderna" y la "soberanía nacional".
Frente a esa amenaza, Washington mandó varios buques de guerra. Consciente de las realidades, el sargento Batista, traicionando su compromiso revolucionario, visitó a Welles al día siguiente para solicitar su bendición.
El Gobierno revolucionario conocido como "el Gobierno de los cien días", dirigido por Ramón Grau San Martín, emergió el 10 de septiembre de 1933. Welles reconoció que "los hombres que componían al nuevo gabinete" eran "personalmente íntegros". Pero su programa reformador, "opuesto al mundo de los negocios y a los intereses financieros", no era aceptable para Washington.
Aconsejó entonces a la Casa Blanca que no reconociera a las nuevas autoridades y explicó las razones: "Ningún Gobierno puede sobrevivir aquí por un periodo prolongado sin el reconocimiento de los EEUU, y una falta de reconocimiento hundirá a Cuba en una situación más caótica y anárquica". El objetivo, claramente confesado, era derrocar a Ramón Grau San Martín, y en esa meta, Batista sería un aliado valioso.
El 5 de diciembre de 1933 Welles informó a la Casa Blanca de que la caída de Grau San Martín sólo era cuestión de días pues "Batista [estaba] elaborando activamente un cambio de régimen". El 13 de enero de 1934 el nuevo embajador Caffery y Batista derrocaron al Presidente Grau después de 127 días de gobierno y designaron a Carlos Mendieta como sucesor. Washington dobló así las campanas de la Revolución de 1933 y de las aspiraciones del pueblo cubano.
Welles hizo partícipe de su sentimiento respecto al pueblo de la isla: "Estoy también convencido de que los cubanos jamás podrán autogobernarse hasta que sean obligados a realizar que deben asumir sus propias responsabilidades". Era precisamente ese complejo de superioridad lo que lesionaba profundamente la dignidad de los cubanos.
1934-1958: Cuba, una República bajo influencia
De 1934 a 1940 Batista reinó y tuvo cuidado en quedarse en la sombra del poder, prefiriendo colocar a la cabeza del país a figuras que cambiaron según sus conveniencias, con la bendición de Washington. La enmienda Platt, impopular y obsoleta, fue abolida en 1934 en beneficio de una nueva doctrina que consistía en apoyarse en un hombre fuerte para defender los intereses de EEUU en la isla.
El Gobierno de Mendieta duró hasta diciembre de 1935 seguido de uno interino efímero de José Barnet hasta mayo de 1936. Las elecciones llevaron luego al poder a Miguel Mariano Gómez, el cual asumió la función suprema el 20 de mayo de 1936. Pero cuando intentó emanciparse de la tutela de Batista, este procedió a su destitución en diciembre 1936 y lo sustituyó por Federico Laredo Bru, más dócil, que estuvo en el poder hasta 1940.
Tras la adopción de la Constitución de 1940, que sustituyó la que fue adoptada en 1901 bajo la coacción militar estadounidense, Fulgencio Batista conquistó legalmente el cargo supremo y se convirtió en Presidente de la República hasta 1944. En un contexto dominado por la Segunda Guerra Mundial, Batista fue un fiel defensor de los intereses de Washington y reconoció incluso a la Unión Soviética en 1942 en nombre de la alianza contra las potencias del Eje nazi-fascista.
El embajador estadounidense en La Habana George S. Messersmith destacó la fidelidad del exsargento, el cual había neutralizado el peligro revolucionario: "Ninguna otra república americana ha tenido una actitud tan cooperativa como Cuba en materia de defensa [...]. El 4 de septiembre de 1933 ha sido liquidado".
De 1944 a 1948 Ramón Grau San Martín regresó al poder y conquistó el puesto supremo con el apoyo del Partido Auténtico. Ya no era el reformador revolucionario de la década anterior. Antes de su salida, Batista se encargó de vaciar las cajas del Estado. El embajador estadounidense Spruille Braden informó a sus superiores: "Parece cada vez más evidente que el Presidente Batista desea complicarle la vida a la próxima Administración por todos los medios posibles y particularmente desde un punto de vista financiero".
Braden subrayó que el exsargento había procedido a "un robo sistemático de los fondos del Tesoro" y advirtió de que "el Doctor Grau encontrará las cajas vacías cuando tome posesión". En una reafirmación de soberanía, el Presidente cubano exigió la restitución de las bases aéreas de San Antonio de los Baños y de San Julián, que Batista había cedido a EEUU durante la Segunda Guerra Mundial, así como el respeto del acuerdo firmado que preveía una restitución seis meses después del fin del conflicto como máximo.
Logró su cometido en 1946. Pero la economía cubana seguía dependiendo totalmente del poderoso vecino. El Departamento de Estado subrayó su punto débil en un memorando del 29 de julio de 1948: "La economía monoproductiva [de Cuba] depende casi totalmente de EEUU. Con una manipulación de las tarifas o de la cuota azucarera podemos hundir la isla entera en la pobreza". Por esos motivos, el Gobierno de Grau se mostró dócil, particularmente en los foros internacionales. Se alió a Washington incluso en lo que se refería a la "política anglo-americana hacia la España de Franco, a pesar de fuertes presiones internas".
En 1948 Carlos Prío Socarrás, Primer Ministro en 1945 y luego Ministro del Trabajo en 1946 y 1947, sucedió a Grau. El Departamento de Estado hizo partícipe de la principal preocupación de los cubanos en un memorando del 11 de enero de 1950: "Los cubanos están preocupados por la enorme dependencia para con EEUU".
A nivel interno, el Gobierno de Prío Socarrás, gangrenado por la corrupción, protegió las inversiones estadounidenses. En la escena internacional, la Casa Blanca apuntó que "la administración del Presidente Prío había mostrado mejores disposiciones que su predecesor, el Presidente Grau, en su colaboración con EEUU". En las Naciones Unidas, La Habana adoptó "una posición estrechamente alineada con la de EEUU sobre los grandes problemas políticos". Prío se mostró "amistoso hacia EEUU e indicó que estaba de acuerdo con [su] posición a nivel internacional".
El 10 de marzo de 1952, a menos de tres meses de las elecciones presidenciales previstas en junio y a siete meses del término del mandato de Prío, Batista, candidato al cargo supremo pero convencido de su futura derrota electoral, orquestó un golpe de Estado militar y retomó el poder. Anuló las elecciones, aumentó el salario de las fuerzas armadas y de la policía (respectivamente de 67 pesos a 100 pesos y de 91 pesos a 150 pesos), se otorgó un salario anual superior al del Presidente de EEUU pasando de 26 400 dólares a 144 000 dólares, suspendió al Congreso y, tras entregar el poder legislativo al Consejo de Ministros, suprimió el derecho de huelga, restableció la pena de muerte prohibida por la Constitución de 1940 y suspendió las garantías constitucionales. Fue el inicio de la dictadura militar del exsargento.
Si el golpe de Estado fue "una sorpresa total para los EEUU", Washington no expresó indignación alguna: "Batista es fundamentalmente amistoso con EEUU y su Gobierno no será peor que el de Prío sino mejor probablemente". El embajador Willard L. Beaulac informó a la Casa Blanca de que era tiempo de reconocer oficialmente al golpista, lo que ocurrió el 27 de marzo de 1952: "Las declaraciones del General Batista respecto al capital privado fueron excelentes. Fueron muy bien recibidas, y yo sabía sin duda alguna que el mundo de los negocios formaba parte de los apoyos más entusiastas al nuevo régimen".
Washington firmó incluso un acuerdo de cooperación militar con Batista y le proporcionó armas. No obstante, EEUU era consciente de que se trataba, según sus propias palabras, de "un dictador sin merced".
El 26 de julio de 1953, Fidel Castro, joven abogado, encabezó a un grupo de 167 personas y lanzó un ataque contra el cuartel Moncada de Santiago de Cuba, segunda fortaleza militar del país. Desde un punto de vista operacional, fue un fracaso trágico. Según la embajada de EEUU en La Habana, 27 revolucionarios perdieron la vida en combate.
En cuanto a los prisioneros, fueron masacrados. El consulado estadounidense de Santiago apuntó que "el Ejército no dio cuartel entre los insurrectos capturados o simples sospechosos". Subrayó que "los asaltantes capturados fueron ejecutados a sangre fría y los asaltantes heridos también fueron liquidados".
Desde un punto de vista político, la empresa fue un éxito y la diplomacia estadounidense no se equivocó: "El ataque ilustra una preparación y una determinación considerables por parte de la oposición [...]. El hecho de que estaban dispuestos a morir en el intento de capturar la guarnición militar en Santiago de Cuba va a impresionar a los cubanos".
Pero frente al movimiento insurreccional que se anunciaba, Washington tenía la intención de apoyar económica y militarmente al General pues "sería difícil encontrar a otra figura política cubana cuya gestión fuera similar a la de Batista para apoyar los intereses más importantes de EEUU".
Después de dos años de prisión, Fidel Castro se benefició de una amnistía general del régimen, que deseaba mejorar su imagen. Creó el Movimiento 26 de Julio, fecha del asalto al Cuartel Moncada, y se exiló a México en julio de 1955 para organizar su expedición armada. Tras 18 meses de preparación, el 2 de diciembre de 1956 el líder revolucionario desembarcó en Cuba a la cabeza de una tropa de 82 insurrectos.
Bien informado, el ejército batistiano sorprendió al grupo y lo obligó a dispersarse en la Sierra Maestra. La entrevista del periodista del New York Times Herbert L. Matthews en febrero de 1957 permitió al mundo descubrir la existencia de una guerrilla en Cuba y después de 25 meses de lucha, el régimen militar apoyado por los EEUU se tambaleó, provocando un viento de pánico en Washington.
El 23 de diciembre de 1958, una semana antes de la huida de Batista a República Dominicana, Allen Dulles, director de la CIA, lanzó la alarma durante una reunión del Consejo de Seguridad Nacional: "Tenemos que impedir la victoria de Castro". Pero ya era demasiado tarde para detener el curso de la historia.
El 1 de enero de 1959 el pueblo cubano acogió con júbilo el advenimiento de la Revolución Cubana y el nacimiento de una nueva era. En su primer discurso a la nación pronunciado simbólicamente desde Santiago, rememorando las afrentas sufridas por sus antepasados, Fidel Castro advirtió a los EEUU que no se repetiría la historia:
Esta vez, por fortuna para Cuba, la Revolución llegará de verdad al poder. No será como en el 95 que vinieron los americanos y se hicieron dueños de esto. Intervinieron a última hora y después ni siquiera dejaron entrar a Calixto García que había peleado durante 30 años, no quisieron que entrara en Santiago de Cuba.
No será como en el 33 que cuando el pueblo empezó a creer que una Revolución se estaba haciendo, vino el señor Batista, traicionó la Revolución, se apoderó del poder e instauró una dictadura por once años. No será como en el 44, año en que las multitudes se enardecieron creyendo que al fin el pueblo había llegado al poder, y los que llegaron al poder fueron los ladrones. Ni ladrones, ni traidores, ni intervencionistas. Esta vez sí que es la Revolución. El nuevo líder de la isla cumplió su palabra.
El advenimiento de la revolución más radical de la historia de América Latina en un país como Cuba, situado a unas decenas de millas de las costas de Florida, en plena zona de influencia de los EEUU, fue la consecuencia directa del profundo resentimiento generado por la voluntad de Washington de controlar los destinos de la isla y mantenerla bajo su tutela, frustrando así la aspiración de los cubanos a una soberanía plena y total.
El pueblo, que aspiraba a la emancipación desde hacía cerca de un siglo, acogió la llegada de Fidel Castro al poder con esperanza y el ardiente deseo de establecer una relación menos asimétrica, menos subordinada -en otras palabras, menos humillante- con el poderoso vecino.
Los EEUU, persuadidos que ningún gobierno sería viable en la isla sin su apoyo, en vez de adoptar una actitud comprensiva y conciliatoria para con el nuevo poder, decidió usar la fuerza al elaborar una política hostil basada en las sanciones económicas, el aislamiento diplomático, la violencia paramilitar, la subversión interna y la guerra política y mediática.
Lejos de doblegar al Gobierno de Fidel Castro, la postura inamistosa de Washington sólo radicalizó el curso de la Revolución Cubana, llevándola a tejer una alianza estratégica con la Unión Soviética que duraría cerca de tres décadas y conmocionaría la historia del continente.
Incapaces de asumir la idea de que Cuba es ahora una entidad independiente de los EEUU, los sucesivos gobiernos de Washington no han dejado de reforzar las sanciones económicas contra la isla desde la caída del bloque socialista -con la excepción de la Administración de Obama- ilustrando así que el conflicto que opone Washington a La Habana no saca su fuente en la oposición Este/Oeste, sino en la dicotomía Norte/Sur.
La evolución de la retórica diplomática estadounidense para justificar el mantenimiento de un estado de sitio contra la isla desde hace más de seis décadas -sucesivamente, la nacionalización de las propiedades estadounidenses, la alianza con la Unión Soviética, el apoyo a los movimientos revolucionarios e independentistas en el Tercer Mundo y, finalmente, desde 1991, la cuestión de la democracia y los derechos humanos- ilustra que el poderoso vecino todavía no ha aceptado la realidad de una Cuba soberana.
OpenEdition Journals / La Haine
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