Los textos son los siguientes:
- En paz con la naturaleza: ética y ecología. Comunicación presentada en el XV Congreso de teología, Madrid 6-10 septiembre de 1995. Escrito publicado (sin seguridad por mi parte) en AA.VV, Ecología y cristianismo. Madrid. Centro Evangelio y Liberación, 1996[1].
Anexo 1: Movimientos sociales nuevos (1981).
Anexo 2: Ecología política de la pobreza (1998).
Anexo 3: Esteban Medina entrevista a FFB (2003).
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En paz con la naturaleza: ética y ecología
I. Querría argumentar aquí cuatro ideas que pueden ser de utilidad, me parece, para la fundamentación de una ética y de una política ecológicas a la altura de este final de siglo [XX].
La primera idea es que no existe en nuestro mundo naturaleza virgen y que, por tanto, la búsqueda o la restauración de la naturaleza intocada es para los humanos una contrautopía desde hace mucho tiempo. Sólo hay naturaleza humanizada. A pesar de ello, o precisamente por ello, es comprensible que los hombres y mujeres de nuestra época oscilen habitualmente entre el retorno añorante a la «naturaleza perdida» y el avance hacia la naturaleza en búsqueda de una nueva armonía.
La segunda idea que quiero argumentar se puede formular así: la naturaleza es amoral, carece de toda moralidad, en el sentido de que no hay en ella principios sobre normas, costumbres y comportamientos; por tanto, la naturaleza permanece muda sobre uno de los problemas que más nos preocupa a los hombres, el problema del mal. La maravillosa visión del cielo estrellado sobre mí[2] tal vez me ponga en disposición anímica de luchar contra el mal en esta tierra, pero la ley moral no viene de tal visión. La ley moral es cosa nuestra, de los humanos. No podemos pedir a la naturaleza reciprocidad moral. El discurso práctico sobre la ley moral incluye, claro está, numerosas fábulas antropomorfizadoras de la naturaleza, pero esas fábulas no quitan ni ponen sobre la amoralidad de la naturaleza; sólo están indicando que probablemente los humanos no podemos vivir sin metáforas[3].
La tercera idea es esta: de la Ecología, o sea, de la consideración científica de las interrelaciones entre las especies (una de las cuales, pero sólo una, es el hombre) y su medio natural, el medio en que viven estas especies (en que vivimos) no se sigue lógicamente (en el sentido de no se deduce) una ética ecologista y menos aún un sólo punto de vista o paradigma ecologista. La Ecología, tal como la conocemos actualmente, proporciona algunas de las condiciones de posibilidad para que el hombre de finales del siglo XX pueda vivir en paz con la naturaleza, en armonía con su medio; pero la Ecología no dice cómo el hombre habrá de actuar y comportarse en la práctica para lograr esto: ni siquiera implica que para los hombres haya una, y solo una, manera de vivir en paz con la naturaleza.
La cuarta idea es un desarrollo de la tercera: no sólo hay varios ecologismos posibles sino que existen ya, en el mundo actual, diversas manifestaciones de estos distintos tipos de ecologismo. Elegir entre ellos, decidir acerca de qué ecologismo para el final de siglo, es algo que acaba implicando también a los ideales de las personas y de los grupos sociales. La crisis ecológica tiene varios planos. Y se produce, además, en el mundo contemporáneo, en íntima relación con crisis sociales y culturales, en la medida, justamente, en que la actividad de los hombres es un factor muy importante de aquélla.
Teniendo esto en cuenta, o sea, juntando la preocupación ecológica y la preocupación por los problemas socioculturales, trataré de argumentar a favor de una ecología política de la pobreza que aspira a la igualdad social pero trata de ser respetuosa con la diversidad natural y sociocultural.
II. La naturaleza pura, virgen en sentido estricto, hace mucho tiempo que no existe en el planeta Tierra. O para decirlo con un poco más de precisión: sólo existe algo así en poquísimos lugares. La naturaleza virgen es desde hace algunos siglos en Europa un estado de excepción. Es comprensible que la gran literatura europea del siglo XX se haya permitido la broma de mantener que «la naturaleza se ha acabado» (una broma anterior a la toma de conciencia de la crisis ecológica, todo hay que decirlo). Tal es el tenor de un célebre diálogo entre Hamm y Clov en Final de partida de Samuel Beckett: ya no hay naturaleza; la naturaleza nos ha olvidado (¿a quiénes? ¿a Hamm y Clov?, ¿a los humanos que, como se sabe, no tienen cabida en el paraíso terrenal?, ¿a aquella parte de la humanidad que ha perdido los ideales?).
Si no se quiere pensar sobre la naturaleza de una manera «tan enrevesada» como declaran hacerlo en ese mismo contexto los personajes de Beckett, entonces lo más sensato es aceptar que lo que existe mayormente es naturaleza humanizada. Naturaleza humanizada [Vermenschlichte Natur] es una expresión que tomo de los manuscritos redactados por Karl Marx en París en 1844, llamados generalmente «económico-filosóficos». «Naturaleza humanizada» era para el joven Marx (y lo sigue siendo para nosotros) naturaleza artificial [Künstlischte Natur], o sea, naturaleza transformada por la intervención del hombre mediante su trabajo.
La humanización de la naturaleza a lo largo de la historia ha sido ambivalente, ambigua, como toda obra humana considerada en su globalidad. Humanizar quiere decir cultivar. Y cultivar quiere decir primero «artificializar», o sea, apropiarse de los recursos naturales, dominar el medio ambiente en que vive, se desarrolla y se reproduce el hombre junto con otras especies, transformar, en suma, la naturaleza mediante el trabajo y las técnicas. Humanizar, en este sentido, es crear una «segunda naturaleza».
Pero cultivar la naturaleza quiere decir también para el hombre, en segundo lugar, humanizarla en un sentido artístico. Es obvio que cuando hoy hablamos de vivir en paz con la naturaleza estamos pensando en algún tipo de armonía que prioriza la relación estético-artística sobre la relación técnica del hombre con la naturaleza.
Sin embargo, lo característico de la relación del hombre con su medio ambiente es la persistencia de esta doble humanización de la naturaleza a lo largo la historia: la humanización técnica y la humanización artística. Como el dios Jano, la relación del hombre con la naturaleza tiene dos caras.
Por lo general, cuando el hombre tiene tiempo para ocuparse de y con la naturaleza predomina la humanización artística, bien sea en la forma de cultivo desinteresado de trozos de naturaleza específicos para mejorar su aspecto desde el punto de vista de la contemplación, bien en la forma de conversión en obra de arte de determinados productos naturales (la enología está haciendo maravillas en esto), bien en la forma de representación pictórica o poética, por ejemplo, con la finalidad de gustar, de motivar la experiencia estética de los humanos. No es ninguna casualidad el que a finales del siglo XX junto a la conciencia de la crisis ecológica se haya difundido tanto, en los medios artísticos, la voluntad de transformar la naturaleza en arte. Debería saberse ya, pero ésta es una de esas verdades que hay que ir repitiendo una otra y otra vez, de generación en generación, para que no se pierdan. Lo diré como lo decía Manuel Sacristán en una celebrada reseña del Alfanhuí de Ferlosio[4]: lo que por lo general llamamos «naturalidad» o «espontaneidad» cotidiana es lo más antinatural que existe, en la medida en que es el resultado de las influencias sociales. Ser naturales y ser sensibles en el plano artístico es algo que lleva tiempo: la naturalidad se la tiene que construir cada cual. Se dice que el arte imita a la naturaleza, y, efectivamente, a veces lo hace; pero el arte es laboriosa construcción del homo faber.
La naturalidad del arte procede de la naturaleza del hombre artista, pero la naturaleza del hombre artista tiene su origen en la también natural necesidad de no ser natural en sentido absoluto, esto es, de ser artficioso, constructor, laborioso. Como las vías directas a la naturaleza absoluta están cerradas para el hombre, lo que podemos hacer, en este plano, es y será siempre algo artificioso, artificial. De ahí que la mayor parte de las veces lo que consideramos «natural» en la intervención del hombre sea, en cambio, el resultado de una complicadísima dialéctica entre naturaleza y cultura.
III. Vivir en paz con la naturaleza implica tener tiempo para contemplar, cultivar y humanizar el entorno en un sentido artístico. Esto ha sido algo más bien excepcional en la historia de los pueblos que han compuesto hasta ahora la especie que nos esforzamos en llamar humanidad. Lo habitual ha sido, en cambio, la falta de tiempo para la contemplación y para el cultivo artístico de la naturaleza (o para inspirarse pictóricamente o poéticamente en ella). Gran parte de la historia de la humanidad, como la de otras especies animales, ha tenido que ser dedicada a luchar por la subsistencia contra la naturaleza adversa.
De hecho la naturaleza humanizada sólo empieza a ser amiga del hombre cuando éste ha logrado ya la satisfacción de sus necesidades más básicas, más vitales: las calorías y proteínas suficientes para la superviviencia y reproducción. Mientras tanto, la naturaleza ha sido para el hombre una de estas dos dos cosas: el enemigo más fuerte con el que cotidianamente hay que enfrentarse para seguir viviendo o aquello que proporciona los bienes alimentarios básicos para la subsistencia.
A lo largo de esta historia de humanización de la naturaleza y de enfrentamiento con ella el hombre ha visto en la naturaleza algo a lo que tenía que oponer su fuerza o su trabajo. Pero, por eso mismo, cuando ha empezado a sentirse relativamente seguro en ella cultivándola, en aquellos lugares excepcionalmente benignos desde el punto de vista del clima, se la ha representado como algo de lo que podía obtener recursos de forma indefinida y gratuita, sin pagar por ello y para siempre.
En nuestra historia ha habido al menos dos factores que han contribuido a hacer sentir entre los hombres como muy insatisfactoria, y hasta como antinatural, su relación con la naturaleza. Uno de ellos ha sido la hasta ahora insuperable no-contemporaneidad de las culturas que han existido en una misma época. El otro factor, íntimamente relacionado con esta no-contemporaneidad de las culturas, ha sido la dificultad de pensar el largo proceso histórico de humanización de la naturaleza como un proceso complejo, dialéctico o en espiral, pero nada lineal, que tiene dos caras inseparables: la técnica y la artística.
Desde los inicios de la industrialización del agro y de la aplicación de la química a la agricultura el conflicto entre manipulación artificial, tecnológica, de la naturaleza y contemplación o representación artística de la misma se ha ido haciendo cada vez más agudo. La conciencia de la relación entre humanidad y naturaleza se ha hecho desgraciada y se ha escindido. En nuestro marco cultural no hemos logrado todavía salir de esa escisión.
La conciencia burguesa se representa lo mejor de sí misma (esto es, la capacidad tecnocientífica para superar la miseria y la escasez en gran escala) como lo más lamentable, en la medida misma en que la técnica, por definición, lo desnaturaliza todo; por otra parte, la conciencia burguesa se vuelve, en lo artístico, añorantemente hacia los restos de naturaleza intacta y califica una y otra vez a estos restos de paraíso perdido.
Sólo puede ver una de las caras de Jano de cada vez. Por ello, porque vive en la escisión, cuando justifica la manipulación tecnológica de la naturaleza como inherente al proyecto humano tiene que idealizar la tecnología realmente existente (como si no hubiera otra posible). Y cuando se vuelve hacia la naturaleza para su defensa, reconociendo también aquí que el hombre es el animal de la hybris, del exceso, tiene que idealizar la naturaleza realmente existente con el recuerdo de lo que fueron los parajes, que no volverán, de nuestra infancia.
IV. Naturaleza humanizada y enajenación de la naturaleza humana son, pues, las dos caras de la razón científico-tecnológica en la época moderna. Lo característico de lo que se llama modernidad ha sido crear las condiciones de posibilidad para una nueva relación hombre/naturaleza en términos de humanización y al mismo tiempo crear las condiciones para la cosificación, para la conversión del hombre en objeto, para la alienación humana. Lo dijo Marx y se ha repetido luego muchas veces: en nuestros días toda cosa parece ir grávida de su contrario. Vemos que la maquinaria dotada de su maravillosa fuerza de disminuir y fecundar el trabajo humano, lo mutila y lo devora hasta el agotamiento. Un extraño conjuro transforma las fuentes de riqueza en fuerzas de miseria. Las victorias de la ciencia parecen pagarse con la pérdida de carácter[5].
A medida que domina la naturaleza, el hombre parece sometido por otros hombres o por su propia vileza. Hasta la pura luz de la ciencia parece no poder brillar sino sobre el oscuro trasfondo de la ignorancia. Todos nuestros inventos y todo nuestro progreso parece desembocar en la dotación de las fuerzas materiales con vida espiritual y la conversión de la vida en estúpida fuerza material.
Esta es una idea profundamente sentida entre los mejores representantes de distintas tradiciones emancipatorias. La encontramos, en una forma parecida, ya en el siglo XX, en Simone Weil[6]. Por lo que respecta a la naturaleza, el hombre parece pasar, por etapas, de la esclavitud a la dominación. Al mismo tiempo, la naturaleza pierde gradualmente su carácter divino y la divinidad, asume progresivamente, forma humana. Por desgracia, esta emancipación es sólo una aduladora apariencia. En realidad en estas etapas superiores, la acción humana continua siendo, en general, pura obediencia al aguijón brutal de una necesidad inmediata, sólo que, en adelante, en lugar de estar acosado por la naturaleza, el hombre está acosado por el hombre. Por lo demás, la presión de la naturaleza sigue haciéndose sentir, aunque indirectamente, porque la opresión se ejerce por la fuerza y a fin de cuentas toda fuerza brota de la naturaleza.
Así, pues, contra lo que querría concluir un pensamiento sólo progresista de la historia humana, civilizándose mediante sus técnicas de dominio de la naturaleza el ser humano se naturaliza al mismo tiempo; y se naturaliza en un sentido moralmente peyorativo, se convierte él mismo en dominador de otros hombres. Esta contradictoria forma de vida que representan la persistencia de la alienación y de la cosificación junto al progreso de la cultura material de los hombres resulta aún más llamativa, en el plano mundial, a finales del siglo XX. Por una parte, el desarrollo de las nuevas tecnologías ha permitido en las sociedades avanzadas liberar a una parte de los hombres de los esfuerzos y sufrimientos físicos del trabajo manual. Esta liberación de las manos parece posibilitar en principio un aumento de la conciencia y el excedente de consciencia permitiría, a su vez, una mayor armonía del hombre con la naturaleza. De hecho, así es para una pequeña minoría. Pero, por otra parte, la reducción del trabajo manual no siempre crea excedente de consciencia, sino que también da lugar al consumismo y a la aparición de nuevas enfermedades psíquicas.
Además, la exasperación de la no-contemporaneidad de las culturas hace todavía más aguda la brecha ya existente entre diversos tipos de trabajo, de manera que hoy en día mientras una minoría se encuentra efectivamente en condiciones de pacificar la relación humana con la naturaleza, la mayoría de los hombres se dividen entre el tipo robot-replicante y el tipo nuevo-esclavo-sin-ningún-derecho (ya sin el derecho siquiera a ser explotados a través del trabajo "libre", asalariado).
Esta situación es la que da sentido hoy en día a una reflexión de Hegel recogida por Ernst Bloch, según la cual el Paraíso es una reserva natural en la que no tiene cabida el hombre. Me explico: sólo en un sentido muy restringido podemos vivir en paz con la naturaleza cuando hay condiciones para ello mientras en el resto del mundo se profundiza el expolio y la depredación de la naturaleza misma y de nuestros hermanos. Esto quiere decir que, para el hombre, vivir en paz con la naturaleza implica pacificación de las conciencias, pero la pacificación de las conciencias no es moralmente posible mientras sigan existiendo las enormes diferencias sociales que hay en el mundo. En cierto modo la modernidad de la cultura euronorteamericana vive con el alma dividida entre el olimpismo goethiano y la consciencia desventurada: entre la realidad que es para unos pocos el goce armónico de la naturaleza humanizada y la otra realidad que es para los más la consciencia de la tragedia que representa esta persistencia de la desigualdad y de la injusticia, del mal social.
V. Entro ahora en la argumentación de la segunda idea enunciada: la inutilidad de la búsqueda de consejos morales en la naturaleza. Hay que decir que es comprensible que la percepción de la persistencia del mal en la sociedad incline al ser humano a buscar consuelo en la naturaleza. Hoy como ayer, el cielo de agosto estrellado sobre nuestras cabezas parece encender la luz de las conciencias de los hombres y hasta pacificarlas. No me detendré aquí en el análisis de las diversas formas históricas de mitificación antropomórfica de la naturaleza. Bastará con decir que lo que llamamos progreso técnico, sentido experimentalmente por una parte de la humanidad como nuevo impulso hacia la desigualdad, ha tenido siempre su otra cara en el añorado retorno a la naturaleza. Los mitos de la «edad dorada», del «estado de naturaleza», del «buen salvaje», de la «naturaleza incontaminada» se reiteran con formas distintas, una y otra vez, a medida que van aumentando los desfases y los contrastes entre la civilización o cultura europea (luego euronorteamericana) y las otras. La conciencia de la alteridad, o sea, de la presencia de otras culturas que existen simultáneamente a la nuestra pero que, por así decirlo, no son contemporáneas, ha acentuado la importancia del mito en la cultura occidental, sobre todo, en Europa, desde el siglo XVI.
Pero, vista la cosa desde otra perspectiva, se puede decir que en el ámbito de la cadena de los seres vivos el Homo sapiens sapiens es un depredador natural como los otros.
Su forma natural de depredar y, por tanto, de causar mal en la naturaleza no es, cualitativamente, demasiado diferente de la que tienen otras especies. Es sólo mucho más potente. Y a finales del siglo XX esa potencia está llegando a la posibilidad misma de decidir negativamente (mediante la tecnología militar de la muerte) la suerte del planeta.
Las guerras y las injusticias sociales han hecho que se extendiera la idea de que el hombre es un lobo para el hombre. Ya esto significa una moralización de la naturaleza.
Moralización que, además, resulta ingenua a la luz de la paleontología del siglo XX. Pues en la naturaleza, siempre desde el punto de vista de nuestras ideas morales, hay seres vivos «peores» que los lobos. Desde el punto de vista de eso que solemos llamar bondad y armonía el comportamiento de los icneumónidos, especie de avispas cuyas larvas practican el endoparasitismo en orugas de mariposas, pulgones y arañas devorándolas poco a poco, aunque respetando el sistema nervioso y el corazón de sus víctimas para que éstas se mantengan vivas, no es precisamente un ejemplo edificante. Quiero suponer que nadie, entre los humanos, querría volver a esta naturaleza.
Por eso la tendencia antropomófica a moralizar sobre la naturaleza ha dado lugar a dos actitudes también contradictorias. Primera: afirmar que la naturaleza encierra mensajes morales para los humanos, y, haciendo observar que la mayoría de los comportamientos animales son moralmente positivos, concluir que los humanos deberíamos comportarnos (salvando lo que haya que salvar) como los animales («bondadosos»). Este es el punto de vista más ingenuo. Pero cabe una segunda actitud que parte de la misma premisa y concluye, sin embargo, que la moralidad de los humanos consiste precisamente en hacer lo contrario de lo que observamos en la naturaleza: la moralidad es básicamente cultura y cultura es básicamente lo que se opone al estado natural, primitivo.
Ahora bien, tenemos serias razones para pensar que la naturaleza es precisamente lo que parece: no contiene mensajes morales para el ser humano. Las respuestas a los problemas éticos no están inscritas en la naturaleza. El estado objetivo del mundo natural no nos enseña cómo debemos alterarlo o preservarlo de la manera más ética.
La pregunta acerca de si debemos comportarnos como palomas o como serpientes puede ser estimulante de la imaginación pero, desgraciadamente, aporta muy poco a nuestro problema ético. No hay respuesta a la pregunta de por qué existe tanta crueldad en la naturaleza como no la hay a la pregunta acerca de por qué hay animales que parecen comportarse bondadosamente, como los delfines. Las orugas no sufren para enseñarnos algo; su comportamiento viene impuesto por el juego de la evolución.
No vamos a encontrar, pues, una ética ecológica por mayor conocimiento de la ecología ni por mayor observación de los comportamientos y conductas en la naturaleza. O por lo menos no sólo a partir de ahí. En la dialéctica naturaleza/cultura el ser humano tiene que encontrar un punto de equilibrio que le es propio. Esto se ve con mucha claridad en el caso de la higiene. La higiene ha sido artificialización, por vía cultural, de la relación del hombre con la naturaleza. Vivir ecológicamente en paz con la naturaleza no implica sólo, ni prioritariamente, como se dice a veces, volver a la naturaleza. Implica algo más que eso; implica, una vez más, humanizar la naturaleza. Aunque esta vez la humanización de la naturaleza obligue a una naturalización de los conocimientos sociales, o sea, al reconocimiento de los límites de una forma cultural establecida desde hace siglos que no es precisamente la más adecuada desde una perspectiva global de las relaciones entre los seres vivos.
Quiero, pues, concluir este punto diciendo que la elaboración de una ética de base ecológica tiene que ocuparse necesariamente también del otro plano: de la cultura material humana contemporáneamente expresada en la tecnología y en la ciencia. Y que, por tanto, tan insuficiente es el principio del «volvamos a la naturaleza» como la jeremiada, tan habitual hoy en día, contra toda ciencia y toda tecnología.
VI. He dicho al principio que de la consideración científica de las interrelaciones entre las especies y su medio natural no se deduce una ética ecologista y menos aún un sólo punto de vista o paradigma ecologista. Llegamos así a la tercera idea que querría argumentar: la Ecología, tal como la conocemos actualmente, proporciona algunas de las condiciones de posibilidad para que el hombre de finales del siglo XX pueda vivir en paz con la naturaleza, en armonía con su medio; pero la Ecología no dice cómo el hombre habrá de actuar y comportarse en la práctica para lograr esto: ni siquiera implica que para los hombres haya una, y solo una, manera de vivir en paz con la naturaleza.
Puesto que entramos en el campo de las relaciones entre ciencia y ética, entre conocimiento científico y valores morales, lo mejor es pararse un momento en el lugar clásico en que se planteó tal asunto, en Max Weber. Hay una idea de Max Weber que me parece de mucho interés y que conviene reproducir aquí. Dice así:
«El destino de una época cultural que ha comido del árbol de la ciencia es el de tener que saber que no podemos deducir el sentido de los acontecimientos mundiales del resultado de su estudio, por muy completo que éste sea. Por el contrario, debemos ser capaces de crearlo por nosotros mismos. También hemos de saber que los "ideales" nunca pueden ser producto de un saber empírico progresivo. Y, por lo tanto, que los ideales supremos que más nos conmueven sólo se manifiestan en todo tiempo gracias a la lucha con otros ideales, los cuales son tan sagrados como los nuestros.»
Me inspiro en esto para la reflexión que sigue sobre las mediaciones entre conocimiento científico y prácticas ecologistas. Entre el saber científicamente adquirido de algo bastante complejo como son las relaciones ecológicas, o el entorno medioambiental del hombre, y la definición ético-política, pongamos por caso, ecosocialista hay muchas y distintas mediaciones. Un saber positivo como el ecológico nos obliga a ser críticos respecto de determinadas políticas (por ejemplo, desarrollistas, industrialistas, características de una civilización expansivamente dominadora de la naturaleza), sin que de esto se siga inexorablemente, por otra parte, una determinada alternativa.
Primera mediación aclarada: el conocimiento positivo procedente de la ecología hace en la actualidad más plausibles unas políticas económicas (medioambientalistas, que armonicen naturaleza y sociedad) que otras (industrialistas, productivistas, ignorantes del coste ecológico de las operaciones económicas).
Ahora bien, también aquí entre la muy plausible negación de toda política económica industrialista que no tenga en cuenta el coste ecológico y la plausible afirmación, en positivo, de una política económica ecológicamente respetuosa hay, por así decirlo, asimetría lógica: la ecología hace plausible la negación de todas las políticas económicas industrialistas de tipo tradicional, pero, en positivo, sólo sugiere que habría que rectificar tales políticas con una orientación medioambientalista. Deja, por tanto, completamente abierto el campo de las expectativas en lo alternativo. Dicho de otra manera: el estado actual de la ecología hace más razonable un programa socioeconómico respetuoso de la naturaleza y atento al principio de la distribución intergeneracional de determinados recursos que un programa clásico que apueste exclusivamente por el crecimiento económico cuantitativo. Pero del estado actual del saber ecológico no se sigue: ni una (y sólo una) elaboración sintética posible de los datos ecológicos con los económico-sociales, ni (mucho menos) una (y solo una) alternativa ecologista. Creerse lo primero, o sea, que la ecología funda una (y sólo una) nueva síntesis teórica (el paradigma ecologista, como dicen algunos) es un error conceptual que está llevando a muchos ecologistas a decir tonterías (irracionalistas, además). Y creerse lo segundo es otro error, por precipitación e indistinción entre mediaciones, que acaba llevando antes o después al oportunismo político.
Segunda mediación: cómo pasar, sin caer en la falacia naturalista, del saber positivo que proporciona la ecología a «hipótesis generales», «síntesis», «programas de investigación» o «paradigmas» razonables en el sentido de: a) hechos plausibles por la ecología, b) internamente coherentes y c) concordantes con los resultados de otros saberes científicos ineludibles para la «síntesis», «programa» o lo que sea. Esta segunda mediación es, tal como yo lo veo, previa a la discusión sobre las posibles formas del ecologismo en tanto que teoría político-moral. Puesto que, con independencia de cómo lo llamemos, este trabajo teórico exige la ordenación, sistematización, estructuración y articulación sintética de datos procedentes de muy diferentes ciencias (ecología, ecología humana, etología, biología, demografía, psicología, socioeconomía, etc.) parece razonable concluir aquí que caben, plausiblemente también, varias síntesis o programas en competición. Propongo, provisionalmente, aceptar la caracterización de este trabajo como «problemática global» (en el sentido que han dado al término los autores vinculados al Club de Roma). Llamaré dogmatismo no a la afirmación de una de estas síntesis en función de la declaración previa de las prioridades teóricas (lo cual me parece razonablemente respetable en principio), sino a la ignorancia de otras síntesis que, por priorizar otros datos científicos, compiten con la nuestra (= ignorancia que no es docta). En este ámbito uno tiene todo el derecho a llevar su «hipótesis previa» hasta el final lógico de sus posibilidades; pero se convierte en un «dogmático» si (por desconocimiento o por enamoramiento de la propia síntesis) se niega a la comparación con otras síntesis posibles o en acto.
Tercera mediación: cómo pasar de la síntesis reflexiva (o reelaboración de los resultados científicos sintéticamente formulada) a la propuesta de teorías político-morales coherente con ella, racionalmente practicables y expresables en términos de política económico-ecológica alternativa. En este plano las dificultades aumentan enormemente. Primero, porque las variables en juego se multiplican al tener que contar necesariamente con intereses y voluntades individuales y colectivas no sólo muy diferentes sino contrapuestos. Segundo, porque a pesar de que en el sistema-mundo actual coinciden en el tiempo varias y muy diferentes culturas, éstas no son contemporáneas en sentido estricto, lo cual es una complicación adicional en la estimación de intereses y voluntades en principio próximas. Tercero, porque toda teoría político-moral respetuosa de los resultados científicos y elaborada en el marco de una determinada síntesis reflexiva aspira a hacerse práctica sociopolítica (y en algunos casos no sólo aspira sino que predica la necesidad de ello), lo cual obliga a que nos aclaremos paralelamente sobre: a/ la relación medios/fines, b/ el tipo de praxis apropiada para cambiar el mundo, c/ los sujetos potencialmente interesados en ello, d/ la pedagogía más apropiada para neutralizar alienaciones y obnubilaciones temporales de la consciencia de los más, etc. etc. Cuarto, porque las teorías político-morales establecidas con anterioridad a la «nueva problemática» se rigen por la ley de la inercia cultural y elaboran en seguida explicaciones ad hoc para seguir manteniendo su vigencia (de forma tal que en períodos históricos como el que vivimos se hace habitual la adopción defensiva incluso de argumentos de teorías ideológicamente contrarias).
VII. Ya una enumeración tan simple como ésta sugiere que las teorías político-morales respetuosas de los resultados de la ecología y conectadas a las síntesis de la «problemática global» tendrán que contar también con la aportación de otros saberes (psicología, sociobiología, pedagogía, teoría política, teoría de la comunicación y de la información, etc, etc.). Y se comprende que, interviniendo tantas y tan diferentes variables al llegar a este plano, el arco de las teorías político-morales declaradamente ecologistas se abra tanto como el arco político existente.
Esto nos sitúa directamente en la cuarta idea que querría argumentar aquí. De hecho, ha habido y hay ecologistas y ecologismos de todos los colores. La explicación más plausible de esta proliferación de ecologismos ahora es que ha producido un cruce entre la aceptación generalizada de que hay que integrar en una nueva síntesis los resultados de la ecología (de ahí la coincidencia en lo verde) y la reafirmación de que hay diferentes maneras de entender la sociedad buena o los viejos ideales de democracia, igualdad, solidaridad, fraternidad, armonía con la naturaleza,etc. (de ahí los econacionalismos, los ecosocialismos, los ecocomunismos, los ecoliberalismos y los ecofascismos).
Las formas de llegar al ecologismo son, en efecto, varias y variopintas. Cada cual puede hacer mentalmente su enumeración. Lo interesante en este plano no es una discusión acerca de los motivos (aducidos, atribuidos o reales) por los que las gentes se hacen ecologistas en nuestro mundo. Y menos aún promover esa discusión en nombre de alguna supuesta coherencia ecologista por definir. Sobre este punto (al que desgraciadamente se dedica aún mucho tiempo) no me parece que se pueda ir más allá del viejo consejo: paciencia con los motivos aducidos por los demás y mesura en la expresión de las convicciones propias.
¿Por qué tan poco? Porque la formulación de teorías político-morales globales o globalizadoras que incluyen creencias y propugnan cláusulas de coherencia teoría/práctica son siempre asuntos abismales en los que pasarse un pelín puede suponer el propiciar que otros, menos acostumbrados al cálculo racional y a la distinción entre planos, se arrojen al abismo (irracionalista: aquí Lukács enseña), bien sea por no atreverse a pensar con coherencia todas las implicaciones prácticas de la teoría concreta en el momento dado, bien porque el confuso pensamiento de tales problemas desespera y pone negros a muchos.
VIII. Pero afirmadas la necesidad de la paciencia, la mesura y la discreción en esto de los paradigmas ético-políticos hay que elegir. La perplejidad es para los humanos un estado interesante siempre que no acabe convirtiéndose en duda eterna. Cómo, pues, elegir entre los ecologismos realmente existentes hoy en día. Creo que al introducir esta pregunta estamos obligados, una vez más, a regresar de la naturaleza a la sociedad, a plantearnos, por tanto, nuevamente los problemas económico-sociales en relación con los problemas ecológicos. Llamo ecología política de la pobreza a la opción en favor de un ecologismo social consciente a la vez de los límites del crecimiento y de que vivimos en una plétora miserable con enormes diferencias y desigualdades en todo lo esencial para la vida de los humanos.
La ecología política de la pobreza, tal como apareció en el fórum alternativo de Brasil, en 1992, se caracteriza por: a/ la rectificación del concepto lineal, ilustrado, de progreso; b/ la crítica del eurocentrismo que ha caracterizado incluso las opciones económico-sociales más avanzadas del último siglo, c/ la reconsideración de la creencia laica y la autocrítica de la ciencia, y d/ la propuesta de un diálogo entre tradiciones de liberación o de emancipación en las distintas culturas históricas.
Para empezar el ecologismo social se opone el industrialismo desarrollista que ha sido característico del capitalismo histórico, pero también a la utilización mercantil del ecologismo, ya que, como era de esperar en un mundo dominado por el mercado y por el fetiche del dinero, la producción supuestamente ecológica, o bienintencionadamente ecológica (que de todo hay), se está convirtiendo en negocio de unos cuantos, en beneficio privado, en pasto de la publicidad y en ocasión para el llamamiento a un «nuevo tipo» de consumismo. La línea verde del sistema productivo capitalista empieza a cotizar en la Bolsa. Lo verde vende[7].
Se está abriendo así un nuevo flanco al enfrentamiento entre países ricos (muy industrializados y muy competitivos) y países empobrecidos (cada vez más identificados con las reservas ecológicas del planeta o, en su defecto, con centros de producción de drogas ilegales). Se habla ya del gran trueque-fin-de-siglo: deuda externa por ecología (y supresión de la producción de drogas en los países pobres para hacerlo, tal vez legal y moderadamente, en los países ricos del Norte: segundo negocio mundial después del tráfico de armas). Pero se habla de ello, por lo general, desde un punto de vista etnocéntrico. Lo que quiere decir: disfrazando el discurso una vez más de universalismo y cubriéndolo con el manto de valores éticoecológicos, como la conciencia de especie, usurpados al ecologismo social.
Como en la época del primer colonialismo, el gran argumento del ecocolonialismo de ahora se centra en las cosas que, siendo de todos (o habiendo sido de todos), no son de nadie y, por consiguiente, se supone que han de caer bajo el control de quienes pueden utilizarlas convenientemente. No es casual que, de acuerdo con este discurso, quienes pueden hacer un uso conveniente de los recursos ecológicos del planeta sean los mismos que en otro momento histórico debían hacer un uso conveniente de las minas y tierras americanas, africanas o asiáticas. Entonces en nombre de la superioridad técnica y cultural. Ahora en nombre de la superioridad técnica y cultural y de la conciencia ecológica de la especie.
IX. El movimiento ecologista actual se halla perplejo y dividido ante las propuestas de internacionalización. La exigencia de una autoridad mundial para hacer frente a la crisis ecológica ha sido desde hace décadas una reivindicación de los movimientos medioambientalistas contra el liberalismo estrecho de la economía mercantil del industrialismo; pero, por otra parte, se hace cada vez más evidente que la limitación de las soberanías nacionales está trayendo consigo una reduplicación del dominio de las empresas transnacionales en el Imperio Único en contra de los intereses de las poblaciones de los países más pobres, sin que esta nueva forma de dominación universal se haya traducido por el momento en resolución de los problemas ecológicos más acuciantes.
Los movimientos ecologistas que han surgido durante los últimos años en los países pobres y la parte más consciente del ecologismo social de los EEUU de Norteamérica, Japón y Europa empiezan a ver con mucha desconfianza los llamamientos a la internacionalización de la Amazonia en nombre de la conciencia de especie (y a veces sin admitir siquiera la condonación de la deuda externa de aquellos países), porque, una vez más, observan ahí la existencia de un doble lenguaje, de un doble criterio para hablas y juzgar de lo que hacen ellos y de lo que hacemos nosotros.
Así, pues, la propuesta de una ética ecológica no nos exime de volver a hacer la prueba del nueve de la coherencia entre el decir y el hacer: el mismo presidente europeo[8] que en nombre del ecologismo planetario propone la internacionalización del problema del Amazonas ha hecho la vista gorda ante los atentados criminales de sus agentes secretos contra los ecologistas que molestan los intereses de la industria nuclear francesa y permite el tráfico de especies en extinción cuando se trata de cubrir necesidades de las propias élites. Ha sido la Comunidad Europea, la comunidad de la Europa de la tolerancia y de la conciencia autocrítica sobre los efectos perversos del primer colonialismo, la primera en proponer juiciosas medidas para detener la destrucción ecológica de la zona amazónica y de la Antártida. Esta misma Europa que presiona a los países latinoamericanos para que reduzcan sus grandes proyectos industriales con impacto ecológico negativo parece haber heredado también la vieja moral del cínico inquisidor que clama siempre contra los simples de la iglesia y enseña a los más próximos la gran verdad: haced lo que yo digo que hay que hacer, no lo que yo hago.
El desenlace de esta doble batalla que se inició en Brasil en 1992 dependerá en gran parte de que la ecología política de la pobreza caiga en la cuenta de que el ecologismo mercantil, el ecologismo del negocio, se está disfrazando ya con otra ética universalista para cubrir así una nueva forma de colonización del antiguo tercer mundo en la que sus ciudadanos serán parte de la reserva natural tolerada y sus tierras vertederos de las basuras contaminantes de los ricos o sede de las industrias más peligrosas creadas por éstos y prohibidas por sus leyes. Naturalmente, la alternativa a esta nueva colonización que se otea en el horizonte no es destruir la Amazonía en nombre del nacionalismo de la otra América imitando, mal y a destiempo, lo que hicieron los burgueses de la primera industrialización, los antepasados de quienes hoy les piden que no sean como fueron ellos entonces.
La gran tarea del otro ecologismo, del ecologismo social e internacionalista de los próximos tiempos, será aprender a moverse, a ambos lados del Atlántico, evitando los dos escollos, el neocolonialista y el neonacionalista. Lo cual no va a ser nada fácil, desde luego. La década en la que estamos tiene todo el aspecto de ir a convertirse en una década reaccionaria: el universalismo que ahora se renueva no apunta hacia la utopía racional, hacia la ciudad regulada por la participación democrática de hombres y mujeres; apunta más bien hacia formas autoritarias. Desgraciadamente, el final de la utopía socialista ha dejado en toda Europa una peligrosa resaca. El desconcierto y la desorientación crecen en todas partes. También en los movimientos ecologistas. El malestar de la cultura y la ausencia de expectativas hacen que mucha gente se vuelva contra sus vecinos; y las grandes migraciones del final de siglo parecen estar convirtiendo al racismo en la ideología funcional del capitalismo triunfante. En tales condiciones no se puede descartar una utilización autoritaria de las convicciones ecologistas de los europeos.
Todo el mundo que quiere saberlo lo sabe ya: no se puede seguir viviendo como se ha vivido en las últimas décadas, por encima de las posibilidades de la economía real y contra la naturaleza. Lo sorprendente es que ahora empiecen a decirlo quienes tenían la responsabilidad de haberlo dicho hace tiempo, los ministros de economía. Pero al constatar lo pantanoso de un terreno que parecía tan sólido son muchas las personas que pierden toda noción seria de democracia, de lo que fue la participación de las masas en la política, de lo que fueron la «izquierda» y la «derecha» políticas de las últimas décadas. En esta confusión anida una vez más el peligro del recurso a los irracionalismos.
Ser sólo ecologistas en un mundo así es muy insuficiente. Por eso unos buscan el complemento a la palabra y lo declaran con autosuficiencia y presunción, y otros la complementan en la práctica sin dar nombre de momento al nuevo híbrido. Todo indica que también para el ecologismo social, alternativo, llega el momento de la verdad. Para abordar una tarea como la que puede imaginarse en tiempos tan difíciles lo primero y más urgente es encontrar la manera de que los partidarios de esta ecología política de la pobreza puedan comunicar a las buenas gentes que la reconversión ecológico-económica planetaria del futuro obliga a cambios radicales en el sistema consumista hoy dominante en casi todo el mundo industrialmente avanzado: a cambios revolucionarios en la forma de vida de los privilegiados de los países ricos, porque los recursos no renovables escasean y porque no es materialmente posible universalizar el tipo de vida característico del americanismo a toda la población mundial.
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Anexo 1: Movimientos sociales nuevos
Esquema de la conferencia impartida por el autor en la Escuela Massana de Barcelona, el 9/XI/1981. FFB era entonces profesor asociado de la Facultad de Económicas de la UB (departamento de Metodología de las Ciencias Sociales).
Premisa: limitación de la exposición a feminismo, ecologismo, pacifismo.
1. Antecedentes y evolución: diferencias.
a. Feminismo
En la cultura anglosajona, luego de las revoluciones americana y francesa: derechos de la mujer, igualdad entre hombre y mujer. Ya a finales del XVIII. En relación con la situación de las minorías (en especial los negros en USA). Pero también en hombres: Fourier, Engels; también en los poetas y músicos románticos.
Renace como movimiento de masas en los sesenta de este siglo y toma un sentido generalizado en todo el mundo capitalista. Por su historia toma dos direcciones que aún se enfrentan en el movimiento: específicamente feminista en cuanto que separado -al menos organizativamente del movimiento emancipatorio general-; como parte del movimiento más general en favor de la liberación y la emancipación.
Explicar la razones de estas direcciones.
Problema: valores femeninos, lucha de clases y consciencia feminista.
[Notas manuscritas del autor:
Relación con liberalismo y tolerancia religión: argumento contra la religión y las teorías de la superioridad natural (biológicas) del varón sobre la mujer.
La liberación de la mujer como medida del progreso social. Pero también ver lo femenino como salvación del hombre.
El problema puede formularse así: ¿se trata de generalizar los valores de la subcultura femenina -sensibilidad, falta de agresividad competitiva, paz y paciencia- o bien se trata de rechazar esos valores como interiorización de las imposiciones del varón y luchar por corregir los valores masculinos?]
b. Ecologismo.
Antecedente en la primera revolución industrial: consideración de la naturaleza, razones estéticas, romanticismo, oposición a la máquina de vapor y al ferrocarril; pero también reacción obrera al maquinismo y al empobrecimiento de los valores artesanos. Muy minoritario por la aceptación generalizada de una idea unilateral del progreso. Como movimiento social reaparece en los años sesenta/setenta, pero esta vez promovido por razones científicas. Primer informe del Club de Roma, opiniones de ecólogos y biólogos, etc. También diferentes direcciones político-sociales; grupos bastante distintos: defensa del patrimonio natural, enlace con el naturismo tradicional, razones estéticas, razones antinucleares, orientación ecológico-social.
Problema: naturaleza y cultura; ecologismo como ideología.
[Notas manuscritas del autor:
¿Se puede defender un punto de vista ecológico y al mismo tiempo seguir viviendo y consumiendo según los patrones de la civilización que se critica?
¿Basta el punto de vista ecologista para comprender el fondo de la problemática contemporánea?]
c. Pacifismo.
En este caso los antecedentes son más antiguos. Pero limitación desde el punto de vista de la modernidad: primera guerra mundial, pacifismo y gandhismo: desobediencia civil como medio de resistencia y factor de liberación. Nueva dimensión de la guerra desde Hiroshima; el pacifismo en la era nuclear. El resurgir del pacifismo en nuestra década, factores explicativos.
Problema: pacifismo y lucha de clases interior y en el plano internacional.
2. Resumen y observaciones:
La evolución de la civilización científico/técnica ha hecho caer tres tópicos tradicionales de la civilización europea (y probablemente humana) que han aguantado durante siglos incluso por encima de importantes transformaciones económicas, sociales y políticas.
1) La idea de la superioridad natural (biológica) del varón sobre la hembra.
2) La idea de un progreso constante e indefinido de las fuerzas productivas como base del mejoramiento cierto de la vida del hombre.
3) La idea de que la guerra es simplemente la continuación de la política por otros medios y que, por tanto, ha de prepararse la guerra para alcanzar la paz. Se trata de tres pilares básicos de nuestra civilización. Por lo que su caída permite hablar de una crisis de civilización o de cultura.
Lo que estos movimientos sociales nuevos están planteando en el fondo, de una forma consciente o inconsciente, es el tema de una nueva cultura, de una nueva civilización. El principal problema que se plantea es este que constituye la disyuntiva de nuestro mundo: o mantener la dimensión expansiva de la civilización tal como la conocemos desde el Renacimiento, lo cual en su dimensión actual solo puede conducir a una nueva guerra mundial, catástrofes ecológicas, hambres, etc, o corregir esa dimensión expansiva por vías racionales, lo que supone nuevo concepto de ciencia, igualitarismo radical, austeridad planificada, etc.
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Anexo 2: Ecología política de la pobreza
Borrador de trabajo del capítulo «Ecología política de la pobreza en la mundialización del capitalismo» (En Jorge Riechmann y FFB, Trabajar sin destruir. Trabajadores, sindicatos y ecologismo, Madrid: Ediciones HOAC, 1998, pp. 35-76).
El problema de los juicios de valor en relación con el conocimiento científico-social se lo planteó por vez primera, al parecer, el economista inglés Sidgwik, en sus Principles of Political Economy (1883) al diferenciar entre el razonamiento acerca de «lo que hay» y el razonamiento acerca de lo «que debería ser». Sidgwik. muchas veces recordado, escribió: «He tenido en general cuidado de evitar afirmaciones dogmáticas sobre cuestiones prácticas. Es muy raro, supuesto que alguna vez ocurra, el que las cuestiones económicas prácticas con que se enfrenta el estadista se puedan decidir sin vacilación por medio de un razonamiento abstracto que proceda de principios elementales. Para resolver correctamente esas cuestiones se requiere comúnmente un conocimiento completo y exacto de los hechos del caso; y la dificultad que presenta la averiguación de estos hechos es a menudo tan grande que impide conseguir conclusiones positivas por un procedimiento estrictamente científico» <citado por J.A Schumpeter, Historia, nota 11 pág. 883 de la traducción castellana>
El propio JAS formula así la diferencia entre juicios de hecho y juicios de valor: «El "debe", o sea, el precepto o el consejo se puede reducir para nuestros fines a un enunciado que afirma preferencia o deseabilidad. La diferencia importante entre un enunciado de esa naturaleza (por ejemplo: es deseable conseguir mayor igualdad económica) y el enunciado de una relación (por ejemplo: dada una determinada renta nacional, la cantidad de individuos que intentan ahorrar depende, entre otras cosas, del modo como se distribuya dicha renta) se manifiesta en el hecho de que la aceptación de este último depende exclusivamente de las reglas lógicas de la observación y de la inferencia, mientras que la aceptación del primero (los "juicios de valor") requiere siempre, además, la aceptación de otros juicios de valor» (ibid. 833).
Esta problemática es la que recoge M. Weber para reformularla en los términos ya conocidos de «desvinculación axiológica». Hay una idea de MW que me parece clave y que conviene reproducir aquí: «El destino de una época cultural que ha comido del árbol de la ciencia es el de tener que saber que no podemos deducir el sentido de los acontecimientos mundiales del resultado de su estudio, por muy completo que éste sea. Por el contrario, debemos ser capaces de crearlo por nostos mismos. También hemos de saber que los "ideales" nunca pueden ser producto de un saber empírico progresivo. Y, por lo tanto, que los ideales supremos que más nos conmueven sólo se manifiestan en todo tiempo gracias a la lucha con otros ideales, los cuales son tan sagrados como los nuestros».
Me inspiro en esto para siguiente reflexión.
Puede ocurrir que los juicios de valor «últimos» a los que nos remontamos al preguntar por determinada preferencia del individuo sean comunes a todos los hombres normales de un determinado ambiente <valores o prejuicios ampliamente compartidos por el conjunto de la especie o por los miembros de una determinada cultura>. En tal caso aquella diferencia no acarreará muchas consecuencias. Por ejemplo, no plantea mayores dificultades la afirmación del médico que nos dice que el consejo que da se sigue de premisa científicas pues el juicio de valor implicado (el juicio que hablando estrictamente es extracientífico) es común a todos los hombres normales de nuestro medio cultural: casi todos queremos decir lo mismo cuando hablamos de la salud y casi todos consideramos deseable disfrutar de ella <Pero incluso en ese ámbito hay que tener en cuenta las discusiones acerca de otros «consejos médicos» basados en consideraciones científicas como el aborto, la eutanasia, etc.> Algunas políticas públicas, en el campo de la sanidad, se basan en consensos así.
No obstante, la cosa se complica en cuanto que pensamos en la persistencia de los contrastes y discrepancias que normalmente existen a la hora de actuar entre personas que, sin embargo, entienden los resultados de una ciencia de la misma forma. Un ejemplo claro y actual es lo que ocurre entre ecología, ecologismo y políticas públicas de orientación medioambientalista.
Entre el saber científicamente adquirido de algo bastante complejo como son las relaciones ecológicas, o el entorno medioambiental del hombre, y la definición política, pongamos por caso, ecosocialista hay muchas y distintas mediaciones. Un saber positivo como el ecológico nos obliga a ser críticos respecto de determinadas políticas (por ejemplo, desarrollistas, industrialistas, características de una civilización expansivamente dominadora de la naturaleza), sin que de esto se siga inexorablemente, por otra parte, una determinada alternativa.
Primera mediación aclarada: el conocimiento positivo procedente de la ecología hace en la actualidad más plausibles unas políticas económicas (medioambientalistas, que armonicen naturaleza y sociedad) que otras (industrialistas, productivistas, ignorantes del coste ecológico de las operaciones económicas).
Ahora bien, también aquí entre la muy plausible negación de toda política económica industrialista que no tenga en cuenta el coste ecológico y la plausible afirmación, en positivo, de una política económica ecológicamente respetuosa hay, por así decirlo, asimetría lógica: la ecología hace plausible la negación de todas las políticas económicas industrialistas de tipo tradicional, pero, en positivo, sólo sugiere que habría que rectificar tales políticas con una orientación medioambientalista. Deja, por tanto, completamente abierto el campo de las expectativas en lo alternativo. Dicho de otra manera: el estado actual de la ecología hace más razonable un programa socioeconómico respetuoso de la naturaleza y atento al principio de la distribución intergeneracional de determinados recursos que un programa clásico que apueste exclusivamente por el crecimiento económico cuantitativo. Pero del estado actual del saber ecológico no se sigue: ni una (y sólo una) elaboración sintética posible de los datos ecológicos con los económico-sociales, ni (mucho menos) una (y solo una) alternativa ecologista. Creerse lo primero, o sea, que la ecología funda una ( y sólo una) nueva síntesis teórica (el paradigma ecologista, como dicen algunos) es un error conceptual que está llevando a muchos ecologistas a decir tonterías (irracionalistas, además). Y creerse lo segundo es otro error, por precipitación e indistinción entre mediaciones, que acaba llevando antes o después al oportunismo político.
Segunda mediación: cómo pasar, sin caer en la falacia naturalista, del saber positivo que proporciona la ecología a «hipótesis generales», «síntesis», «programas de investigación» o «paradigmas» razonables en el sentido de: a) hechos plausibles por la ecología, b) internamente coherentes y c) concordantes con los resultados de otros saberes científicos ineludibles para la «síntesis», «programa» o lo que sea. Esta segunda mediación es, tal como yo lo veo, previa a la discusión sobre las posibles formas del ecologismo en tanto que teoría político-moral. Puesto que, con independencia de cómo lo llamemos, este trabajo teórico exige la ordenación, sistematización, estructuración y articulación sintética de datos procedentes de muy diferentes ciencias (ecología, ecología humana, etología, biología, demografía, psicología, socioeconomía, etc.) parece razonable concluir aquí que caben, plausiblemente también, varias síntesis o programas en competición. Propongo, provisionalmente, aceptar la caracterización de este trabajo como «problemática global» (en el sentido que han dado al término los autores vinculados al Club de Roma). Llamaré dogmatismo no a la afirmación de una de estas síntesis en función de la declaración previa de las prioridades teóricas (lo cual me parece razonablemente respetable en principio), sino a la ignorancia de otras síntesis que, por priorizar otros datos científicos, compiten con la nuestra (= ignorancia que no es docta). En este ámbito uno tiene todo el derecho a llevar su «hipótesis previa» hasta el final lógico de sus posibilidades; pero se convierte en un «dogmático» si (por desconocimiento o por enamoramiento de la propia síntesis) se niega a la comparación con otras síntesis posibles o en acto.
Tercera mediación: cómo pasar de la síntesis reflexiva (o reelaboración de los resultados científicos sintéticamente formulada) a la propuesta de teorías político-morales coherentes con ella, racionalmente practicables y expresables en términos de política económico-ecológica alternativa. En este plano las dificultades aumentan enormemente. Primero, porque las variables en juego se multiplican al tener que contar necesariamente con intereses y voluntades individuales y colectivas no sólo muy diferentes sino contrapuestos. Segundo, porque a pesar de que en el sistema-mundo actual coinciden en el tiempo varias y muy diferentes culturas, éstas no son contemporáneas en sentido estricto, lo cual es una complicación adicional en la estimación de intereses y voluntades en principio próximas. Tercero, porque toda teoría político-moral respetuosa de los resultados científicos y elaborada en el marco de una determinada síntesis reflexiva aspira a hacerse práctica sociopolítica (y en algunos casos, como el del marxismo, no sólo aspira sino que predica la necesidad de ello), lo cual obliga a que nos aclaremos paralelamente sobre: a/ la relación medios/fines, b/ el tipo de praxis apropiada para cambiar el mundo, c/ los sujetos potencialmente interesados en ello, d/ la pedagogía más apropiada para neutralizar alienaciones y obnubilaciones temporales de la consciencia de los más, etc. etc. Cuarto, porque las teorías político-morales establecidas con anterioridad a la «nueva problemática» se rigen por la ley de la inercia cultural y elaboran en seguida explicaciones ad hoc para seguir manteniendo su vigencia (de forma tal que en períodos históricos como el que vivimos se hace habitual la adopción defensiva incluso de argumentos de teorías ideológicamente contrarias).
Ya una enumeración tan simple como ésta sugiere que las teorías político-morales respetuosas de los resultados de la ecología y conectadas a las síntesis de la «problemática global» tendrán que contar también con la aportación de otros saberes (psicología, sociobiología, pedagogía, teoría política, teoría de la comunicación y de la información, etc, etc.).Y se comprende que, interviniendo tantas y tan diferentes variables al llegar a este plano, el arco de las teorías político-morales declaradamente ecologistas se abra tanto como el arco político existente. De hecho, ha habido y hay ecologistas y ecologismos de todos los colores. La explicación más plausible de esta proliferación de ecologismos ahora es que ha producido un cruce entre la aceptación generalizada de que hay que integrar en una nueva síntesis los resultados de la ecología (de ahí la coincidencia en lo verde) y la reafirmación de que hay diferentes maneras de entender la sociedad buena o los viejos ideales de democracia, igualdad, solidaridad, fraternidad, armonía con la naturaleza,etc. (de ahí los econacionalismos, los ecosocialismos, los ecocomunismos, los ecoliberalismos y los ecofascismos).
Las formas de llegar al ecologismo son, en efecto, varias y variopintas. Cada cual puede hacer mentalmente su enumeración. Lo interesante en este plano no es una discusión acerca de los motivos (aducidos, atribuidos o reales) por los que las gentes se hacen ecologistas en nuestro mundo. Y menos aún promover esa discusión en nombre de alguna supuesta coherencia ecologista por definir. Sobre este punto (al que desgraciadamente se dedica aún mucho tiempo) no me parece que se pueda ir más allá del viejo consejo: paciencia con los motivos aducidos por los demás y mesura en la expresión de las convicciones propias.
¿Por qué tan poco?
Porque la formulación de teorías político-morales globales o globalizadoras que incluyen creencias y propugnan cláusulas de coherencia teoría/práctica son siempre asuntos abismales en los que pasarse un pelín puede suponer el propiciar que otros, menos acostumbrados al cálculo racional y a la distinción entre planos, se arrojen al abismo (irracionalista: aquí Lukács enseña), bien sea por no atreverse a pensar con coherencia todas las implicaciones prácticas de la teoría concreta en el momento dado, bien porque el confuso pensamiento de tales problemas desespera y pone negros a muchos. (Por cierto, algo así debe de estar pasando para que aumente tanto el número de sacerdotes, nigromantes, sectarios, fundamentalistas, astrólogos, echadores de cartas, sanadores y demás ralea que coinciden, eso sí, en una vaporosa, vaga y equívoca afirmación del «paradigma» ecologista).
II. Hace treinta años, en la época de la Conferencia de Estocolmo, la mayoría de los dirigentes de los países empobrecidos del mundo consideraba los problemas medioambientales como un asunto exclusivo de los estados ricos e industrializados. Alguno de estos dirigentes llegó incluso a denunciar el medioambientalismo naciente como una coartada utilizada por los privilegiados para mantener las desigualdades existentes en el mundo. Esta era también la actitud del tercermundismo europeo. Se decía entonces que el problema central de los países pobres era el hambre.
Pero la contraposición entre hambrunas y crisis ecológicas, entre preocupación social y preocupación ecológica, se ha revelado falsa, al menos planteada en esos términos excluyentes. Existe una relación muy directa entre deterioro ambiental, empobrecimiento y hambrunas. Esto último se hecho ya muy evidente durante los últimos años. El tiempo transcurrido desde la Conferencia de Estocolmo ha puesto de manifiesto que los desequilibrios ecológicos no son sólo problemas específicos de las poblaciones de los países económicamente muy desarrollados, sino que pueden llegar a afectar a toda la especie humana.
En ciertos casos la crisis y las catástrofes ecológicas están afectando ya más directamente a las poblaciones de los países pobres que a las de los países ricos. Algunas de las más desgraciadas catástrofes ecológicas de los últimos tiempos se han producido precisamente en zonas pobres del planeta con ecosisteas frágiles y en las que el capitalismo aprovecha la mano de obra barata para instalar algunas de sus plantas con efectos potenciales muy peligrosos. Lo que hoy sabemos sobre Bhopal es significativo. En los países pobres o empobrecidos de Asia, Africa y América Latina (así como en las regiones subdesarrolladas de los países del primer mundo) se han ido juntado las consecuencias de la pobreza con los efectos del peor tipo de contaminación ambiental.
Esta situación se ha visto agudizada por la constante transferencia, desde los países ricos del Norte a los países pobres del Sur, de técnicas e industrias altamente contaminantes o con elevado riesgo para la vida de los hombres y otras especies animales y vegetales. Empresas que no podían ser instaladas ya en países altamente industrializados porque la presión popular ha obligado a promulgar una legislación medioambiental restrictiva, se implantan ahora en países pobres aprovechando precisamente la inexistencia de legislación al respecto o la facilidad que allí suele haber para la sobreexplotación de la mano de obra. Ya en 1990 varias organizaciones medioambientalistas internacionales informaban de que millones de toneladas de residuos tóxicos habían sido transferidos a países en vías de desarrollo entre 1987 y 1989. Entre los países africanos afectados por la transferencia de residuos de alta peligrosidad están Guinea Bissau, Sierra Leona, Nigeria, Namibia, Zimbawe y Djibouti. Este proceso se ha acentuado desde entonces.
Es en ese contexto en el que ha nacido una corriente específica del ecologismo social que se suele presentar como ecología política de pobreza. Se dio a conocer en 1992 en la contraconferencia que se celebró en Río de Janeiro en 1992 y todavía en la década de los noventa se consolidó en el Foro medioambientalista de Costa Rica. Desde entonces ha conocido una fuerte implantación en el área amazónica, sobre todo en Brasil, dentro y fuera del movimiento de los sin tierra (MST).
Esta corriente del ecologismo social da mucha importancia a la interrelación existente entre el expolio productivista de la naturaleza, el desplazamiento y exclusión de las poblaciones indígenas, el aumento de las desigualdades y la persistencia de la pobreza.
III. De entre los varios ecologismos que han fructificado en el mundo durante estas dos últimas décadas el más interesante y el más cargado de razones es el ecologismo social. Éste atiende simultáneamente a las causas socioeconómicas del empobrecimiento de los países y a la interrelación existente entre la vieja rémora de la desigualdad social y los desequilibrios medioambientales que afectan a muchas regiones de Latinoamérica, Africa, Asia y la Europa oriental cuyos ecosistemas son particularmente frágiles. El ecologismo social sabe que, para avanzar hacia la naturaleza y armonizar las relaciones con ella, debemos atender nuevamente a los problemas socioeconómicos. Sabe también que existe una relación directa entre neocolonialismo, sobreexplotación, catástrofes ecológicas y empobrecimiento de las poblaciones. Y por eso postula una nueva teoría de las necesidades materiales y espirituales, una teoría que es crítica del industrialismo y del consumismo inducidos y se muestra, a la vez, sensible y atenta con las formas de humanizar la naturaleza que han sido propias de las culturas campesinas tradicionales.
La forma que el ecologismo social ha ido tomando en estos últimos tiempos entre las personas conscientes de estos países empobrecidos es lo que suele llamarse ecología política de la pobreza. La ecología política de la pobreza es una opción en favor de un ecologismo social que atiende simultáneamente a los límites del crecimiento y al hecho de que vivimos en una «plétora miserable» con enormes diferencias y desigualdades en todo lo esencial para la vida de los humanos. La ecología política de la pobreza nació en Africa, Asia y América Latina como respuesta a los problemas socio-ecológicos percibidos por las poblaciones indígenas. En su origen están las protestas, y también propuestas alternativas, de mujeres de Kenia y de la India y de sindicalistas sensibles en Brasil en la década de los ochenta. Este origen no es casual, pues es sabido que en muchos países africanos y asiáticos son las mujeres del campo, sobre cuyos hombros recae gran parte del trabajo productivo, quienes más sufren la crisis ecológica, los ataques a la biodiversidad, el empobrecimiento de los suelos cultivables, la desertificación y la escasez de agua. Y, por otra parte, en las selvas brasileñas es cada vez más evidente que las nuevas formas de esclavitud y de explotación del trabajo asalariado, que ni siquiera permiten la sindicación, tienen mucho que ver con los ataques al entorno natural y a las culturas tradicionales.
La ecología política de la pobreza empezó a cuajar en el Fórum Alternativo de Brasil, en 1992, y se caracteriza desde entonces por cuatro rasgos: 1.º Propone una rectificación radical del concepto lineal, ilustrado, de progreso; 2.º Descarta el punto de vista eurocéntrico (luego euro-norteamericano) que ha caracterizado incluso las opciones económico-sociales tenidas por más avanzadas en el último siglo; 3.º Avanza una reconsideración de la creencia laica basada en la asunción de la autocrítica de la ciencia contemporánea y en la crítica del complejo tecnocientífico que domina el mundo; 4.º Solicita un diálogo entre tradiciones de liberación o de emancipación en las distintas culturas históricas para avanzar hacia nuevo humanismo, hacia un humanismo atento a las diferencias culturales y respetuoso del medio ambiente. En este sentido la ecología política de la pobreza enlaza bien con lo que se ha llamado teología de la liberación, aunque pide a ésta que no acentúe su particularidad religiosa sino que, precisamente en nombre de las necesidades socioecológicas, se abra a las otras creencias no específicamente religiosas, esto es, que se haga «filosofía (laica) de la liberación». Este es un punto que vista que argumentó muy bien José María Valverde cuando era presidente de la Casa de Nicaragua en Barcelona.
Además, la ecología política de la pobreza, por ejemplo, en la versión que de ella han dado Leonardo Boff y otros autores, no sólo se opone el industrialismo desarrollista que ha sido característico del capitalismo histórico, sino también a la utilización mercantil del ecologismo. Y argumenta en este punto que, como era de esperar en un mundo dominado por el mercado y por el fetiche del dinero, la producción supuestamente ecológica, meramente conservacionista o bienintencionadamente ecológica (que de todo hay), corre el peligro de convertirse en negocio de unos cuantos, en beneficio privado, en pasto de la publicidad y en ocasión para el llamamiento a un «nuevo tipo» de consumismo. Constata que la línea verde del sistema productivo capitalista empieza a cotizar en la Bolsa de valores mercantiles, porque lo verde vende.
La ecología política de la pobreza hace observar que se está abriendo un nuevo flanco en el enfrentamiento entre países ricos (muy industrializados y muy competitivos) y países empobrecidos (cada vez más identificados con las reservas ecológicas del planeta o, en su defecto, con centros de producción de drogas ilegales). Subraya cómo algunas de las instituciones monetarias internacionales propician algo así como un trueque-fin-de-siglo: deuda externa por ecología; y cómo, por lo general, en esa propuesta de trueque sigue dominado un punto de vista etnocéntrico. Lo que incluye un matiz nuevo respecto del viejo colonialismo: el discurso se disfraza, una vez más, de universalismo pero se cubre con el manto de valores éticoecológicos, como la conciencia de especie, usurpándolos al ecologismo.
La gran tarea de la ecología política de la pobreza y del ecologismo social e internacionalista de los próximos tiempos será seguramente aprender a moverse, a ambos lados del Atlántico, evitando dos escollos: el neocolonialista y el neonacionalista. Lo cual no va a ser nada fácil, desde luego. Pues el malestar de la cultura y la ausencia de expectativas hacen que mucha gente se vuelva contra sus vecinos; y las grandes migraciones del final de siglo parecen estar convirtiendo a la xenobofia en la ideología funcional del capitalismo triunfante.
En suma, lo que la ecología política de la pobreza viene a decirnos es que no se puede seguir viviendo como se ha vivido en las últimas décadas, por encima de las posibilidades de la economía real y contra la naturaleza. Que el modo de vida consumista de los países ricos no es universalizable porque su generalización chocaría con límites ecológicos insuperables. Y que en nuestro mundo actual ser sólo ecologistas es ya insuficiente.
Para hacer realidad lo que ahora es todavía un proyecto, un horizonte, la ecología política de la pobreza, surgida en los países empobrecidos, tiene que enlazar con las personas sensibles del mundo rico y convencer a las buenas gentes de que la reconversión ecológico-económica planetaria del futuro obliga a cambios radicales en el sistema consumista hoy dominante en casi todo el mundo industrialmente avanzado. Pues el desarrollo sostenible implica cierta autocontención y la autocontención implica austeridad. Pero para que «austeridad» sea una palabra creible para las mujeres y varones del mundo empobrecido es necesario que antes, o simultáneamente, seamos austeros quienes hoy vivimos del privilegio.
IV. Hay un aspecto de la ecología política de la pobreza que tiene particular importancia para el ecologismo social europeo que propugna pensar globalmente y actuar localmente. Se trata de la crítica al neocolonismo que instrumentaliza la conciencia ecológica de las poblaciones y que muchas veces pasa desapercibido a los ojos del medioambientalismo europeo.
Los principales representantes de la ecología política de la pobreza están denunciando la aparición de un eco-colonialismo que actúa ahora de forma parecida a como lo hizo el primer colonialismo histórico en el siglo XVI. Al igual que entonces, el eco-colonialismo del presente, potenciado por los gobiernos de las grandes potencias y a veces por las empresas transnacionales, centra su discurso en las cosas que, siendo de todos (o habiendo sido de todos), no son de nadie, de donde deduce que tales cosas han de ser patrimonio de la humanidad. El problema surge cuando este discurso implica, falazmente, que el control y la gestión de este patrimonio de la humanidad ha de recaer en quienes pueden utilizarlos convenientemente. Pues resulta que, de hecho, quienes pueden hacer un uso conveniente de los recursos ecológicos del planeta son los mismos (o los descendientes de los mismos) que en otro momento histórico podían hacer un uso «conveniente» de las minas y tierras americanas, africanas o asiáticas. En el pasado esa pretensión se basó en la superioridad técnica y cultural. Ahora se pretende basarla también en la conciencia ecológica de la especie.
La crítica al eco-colonialismo camuflado de universalismo ecológico planetario ha cuajando en Brasil, Ecuador y Perú discutiendo los proyectos de conservación de la zona amazónica, del pantanal del Matto Grosso o de utilización comercial de ciertos ríos, como el río Paraguay, entre Brasil y Bolivia. Esta es zona clave para analizar la relación existente entre la problemática medioambiental y los efectos negativos de la globalización. Pues una de cosas que entran en juego aquí, cuando se habla de salvar la zona amazónica o el equilibrio fluvial es precisamente la soberanía y el control de bienes que pueden considerarse patrimonio de la humanidad pero que están enclavados en territorios de población indígena y sobre los que, por otra parte, los estados aducen títulos de propiedad.
En la actualidad tienen soberanía sobre la región amazónica ocho estados sudamericanos y un estado europeo (Francia). Pero soberanía quiere decir, en este caso, intereses particulares sobre una zona clave para el planeta: el Amazonas vierte al Océano casi el 18 % del total del agua dulce drenada desde tierra firme; la selva amazónica alberga casi un tercio de las reservas genéticas del mundo, lo que la convierte en una reserva fundamental de principios activos probablemente básicos para curar enfermedades y para potenciar la alimentación en los años venideros; la desaparición de aquella selva supondría un impulso complementario al ya grave efecto invernadero creado por las emisiones industriales.
A partir de esos datos resultan comprensibles los constantes llamamientos a considerar la lucha contra la destrucción ecológica en la Amazonia como un asunto de todos los humanos, como un problema vital para la especie. Y la propuesta de internacionalización de la Amazonía arranca justamente de estos datos. Pero el movimiento ecologista se halla dividido ante las propuestas de internacionalización. Por una parte, la exigencia de una autoridad mundial para hacer frente a la crisis ecológica ha sido desde hace décadas una reivindicación de los movimientos medioambientalistas contra el liberalismo estrecho de la economía mercantil del industrialismo. Por otra parte, se hace cada vez más evidente que la limitación de las soberanías nacionales y la exclusión de los campesinos indígenas están trayendo consigo una reduplicación del dominio de las empresas transnacionales en el Imperio, lo que va en contra de los intereses de las poblaciones de los países más pobres, sin que esta nueva forma de dominación universal se haya traducido tampoco, al menos por el momento, en resolución de los problemas ecológicos más acuciantes.
La ecología política de la pobreza, tal como en perfila en América Latina, ve con mucha desconfianza los llamamientos a la internacionalización de la Amazonia en nombre de la conciencia de especie (y a veces sin admitir siquiera la condonación de la deuda externa de aquellos países), porque, una vez más, observa ahí la existencia de un doble lenguaje, de un doble criterio para hablar y juzgar de lo que hacen «ellos» y de lo que hacemos «nosotros». Conviene escuchar a los dirigentes de la Unión de Naciones Indígenas cuando dicen: «Los europeos hablan mucho de salvar la Amazonia. Pero no vemos ninguna preocupación por el ser humano que vive aquí. Sólo piensan en salvar los bosques, las tierras, los animales».
La ecología política de la pobreza llama críticamente la atención, en este contexto, sobre el hecho de que con argumentos universalistas pero con intereses etnocéntricos parecidos se dijo, en la época del primer colonialismo, que se iba a salvar la buena tierra californiana del primitivo y perezoso indio mexica. Y concluye recordándonos, a los europeos, algo que deberíamos saber ya: no es la primera vez en la historia que la usurpación de las grandes y buenas palabras por los dominadores conduce al etnocidio. Conciencia ecológica y conciencia de especie lo son, son buenas palabras. Conviene que sepamos cómo suenan en los labios de las personas que mejor conocen lo que está en juego en las tierras, los ríos y los pantanos en que vivieron sus antepasados.
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Anexo 3: Sergio Medina entrevista a Francisco Fernández Buey.
Fechada el 28/02/2003. https://www.lainsignia.org/2003/febrero/cul_085.htm
Sergio Medina.- Como filósofo, ¿cómo se define?
Francisco Fernández Buey.- Me considero marxista desde que tenía veinte años. Me he formado en la tradición comunista marxista y trato de pensar en ese ámbito sobre los principales problemas del mundo actual. Aprecio poco la filosofía académica o licenciada y mucho el filosofar. Filosofar, para mí, es reflexionar con consciencia y espíritu crítico sobre asuntos prácticos, públicos, sentidos por la colectividad. Entiendo el filosofar como una reflexión de segundo grado que se apoya en saberes adquiridos (principalmente saberes científicos) o en prácticas de las que uno tiene experiencia y de las que puede ocuparse con conocimiento de causa. Opino que la filosofía de nuestra época tiene que ser filosofía de la práctica. Nada humano me es ajeno. Pero como ignoro muchísimas cosas sobre la humanidad, prefiero ocuparme de las que me tocan más y creo conocer mejor: sus desgracias, sus desventuras.
Sergio Medina.- ¿Cuál diría que es la línea base de su pensamiento?
Francisco Fernández Buey.- Soy materialista, ateo, me apasiona la dialéctica histórica y defiendo con convicción el papel positivo de las utopías[9]. En el análisis de los problemas que me tocan y sobre los que creo que puedo decir algo, me guío por tres principios que considero ya sentido común ilustrado de lo mejor de la humanidad. El primer principio dice que no es la conciencia de los hombres la que determina su ser, sino su ser social el que determina la conciencia. El segundo principio dice que somos los seres humanos quienes hemos creado a los dioses y no al revés. El tercer principio dice que los hombres, en sociedad, sólo se plantean en serio aquellos problemas para los que existen ya algunas condiciones materiales de resolución. Como este último es un principio sobre cuya aplicación caben dudas apuesto por la utopía como horizonte, como ideal regulador de nuestros comportamientos posibles.
Sergio Medina.- ¿Qué le lleva a centrarse en desarrollar filosofía política y moral y no en sistemas metafísicos por ejemplo?
Francisco Fernández Buey.- Una filosofía de la práctica arranca de los problemas públicos controvertidos, ético-políticos, y trata de analizarlos y argumentar con razones sobre la mejor solución para las personas implicadas. Busca las razones desde dentro. Es en esto inmanentista. Y metodológicamente se inspira en el proceder del científico. Es más: acude a los saberes científicos para ilustrarse cuando hay dudas morales de fondo en la controversia (es el caso del aborto, de la eutanasia, de la clonación, etc.). Lo hace a sabiendas de que las ciencias ayudan a plantear bien el problema aunque no deciden sobre su resolución. Los sistemas metafísicos construyen especulativamente mundos teóricos omniabarcadores y luego deducen de ahí lo que hay que hacer, aunque este hacer entre en conflicto con los límites medioambientales o con los límites de la condición humana. La filosofía de la práctica entiende que los saberes científicos sólo nos dicen lo que no nos conviene hacer (porque ese hacer, por ejemplo, va contra los límites de la naturaleza). Es más modesta.
Sergio Medina.- ¿Cree que la ética y la filosofía política se interrelacionan actualmente en la practica o ello es pura coincidencia?
Francisco Fernández Buey.- Entiendo la política como una prolongación de la ética. Y, en ese sentido, como ética de lo colectivo. El ser humano es un animal que tiene logos (verbo, palabra) y vive en sociedad. Lo que hace individualmente, cómo actúa, repercute siempre en los otros, en sus conciudadanos. Es, por tanto, un animal cívico que se retrata o deja de retratarse en la relación con otros, en la esfera pública (amplia o restringida). La filosofía política ha sido siempre reflexión sobre las relaciones entre ética y política. En el mundo moderno, que es un mundo socialmente dividido, la filosofía política ha tenido que fundamentar la autonomía de lo político para salir al paso de la hipocresía suprema de una Ética (de base religiosa) en la que se ciscaban los mismos que la predicaban y, de paso, mataban a los otros. En nuestro tiempo, que es ya posmoderno, ocurre lo contrario: se ciscan en la política, entendida como participación de los ciudadanos en la cosa pública, la mayoría de los que se dedican profesionalmente a ella.
Sergio Medina.- ¿Son malos tiempos para la filosofía?
Francisco Fernández Buey.- No creo que haya habido nunca buenos tiempos para la filosofía. Desde Petrarca sabemos: «Pobre y desnuda vas, Filosofía»[10]. Cuando la filosofía ha adoptado los ringorrangos de la Academia o se ha disfrazado con los vestiditos de la moda se ha puesto a un paso de la muerte, como la moda misma. O sea, que en principio no veo razones para ponerse melancólico. Filosofar en serio ha sido siempre sufrir, ir pobre y desnudo por el mundo y contra la corriente. Son, en cambio, malos tiempos para la filosofía licenciada. Quiero decir: en comparación con otras licenciaturas. La ley de la oferta y la demanda es en esto terrible. Y los responsables del sistema educativo se rigen casi exclusivamente por ella. Con decir que para ser licenciado en filosofía basta con 5 de nota media en el bachillerato y para ser periodista se necesita un 7 o un 7,5 está dicho todo.
Sergio Medina.- ¿Es mejorable el sistema democrático actual?
Francisco Fernández Buey.- Manifiestamente mejorable, como se decía años atrás de las fincas de los oligarcas. Para empezar, casi todos los teóricos de la democracia admiten que, hablando con propiedad, el sistema existente no es democrático, o sea, en él no gobierna el pueblo. Dicen que lo hace, que gobierna, por derivación. Y a eso es a lo que llamamos democracia representativa. Pero la representación actual, en todos los países en que hay democracia representativa, es muy deficiente. Lo es por razones materiales: los de arriba están sobrerrepresentados y los de abajo infrarrepresentados. Y lo es también por razones técnicas o formales: la tecnificación y profesionalización de la representación política deja fuera, o al margen de las decisiones importantes, a la gran mayoría de las poblaciones. Por eso se habla tanto, y con razón, de prolongar la democracia representativa en una democracia participativa.
Sergio Medina.- ¿Cómo valora la izquierda actual?
Francisco Fernández Buey.- Si por izquierda se entiende los partidos políticos parlamentarios que se dan ese nombre o al que se les atribuye, mi valoración es negativa. Hay diferencias, desde luego. Y yo estoy en Izquierda Unida porque esas diferencias aún existen, por comparación, no por convicción. Veo con preocupación que esa opción va perdiendo realidad social y que las otras izquierdas parlamentarias autoproclamadas van aceptando uno tras otro la mayoría de los conceptos tradicionales de la derecha social. Estoy seguro de que hay excepciones muy respetables en las bases de estos partidos políticos y entre sus votantes, personas que protestan por la asimilación progresiva de las ideologías neoliberales. Pero esto, teniendo en cuenta el martilleo mediático constante y el poder de los aparatos, es poca cosa. Cambiaré de opinión el día que vea a una obrera (o a un obrero de fábrica no «liberado») en alguno de los Parlamentos. De momento me parece preferible hablar de «arriba» y «abajo» que de «derecha» e «izquierda».
Sergio Medina.- ¿Y el activismo de las nuevas generaciones?
Francisco Fernández Buey.- Entre los jóvenes hay un desprecio, comprensible por lo que he dicho, pero a veces desproporcionado, hacia lo que llaman «política». Hablando con ellos uno tiene la impresión de que entienden por «política» exclusivamente la política institucional, la política de los partidos, la alta política. En cambio, no consideran «política» su propia actividad, su compromiso cívico o su participación en movimientos y organizaciones críticos y alternativos. Esto se refleja en las contestaciones a las encuestas, que son muy significativas. El lado bueno de este punto de vista, muy extendido entre los jóvenes rebeldes, es su crítica a lo que habría que llamar, hablando con propiedad, «politiquería» y la inspiración libertaria de dicha crítica, que hace pasar a primer plano lo que es sustancial, los problemas globales y locales, socio-económicos, medioambientales, de género, etc. Su lado malo es que al aceptar de momento la noción restringida (y pervertida) de la política como politiquería se corre el riesgo de caer en el cinismo en cuanto se toca algo que se parece al poder, incluso al podercito. De ahí las transformaciones clamorosas a la politiquería de no pocos activistas en cuanto les ofrecen ir en una lista electoral.
Sergio Medina.- ¿Cómo valora los medios de comunicación en este país?
Francisco Fernández Buey.- Ah, pero ¿hay medios de comunicación este país? Agradezco la buena noticia porque me había hecho a la idea de que sólo quedaban medios de intoxicación, manipulación y alienación de las conciencias, aparte de algunas revistas electrónicas y de otras pocas en papel a las que se las trata como si fueran la bicha. En la sociedad del espectáculo en que vivimos los medios lo son, mayormente, de incomunicación. Lo que un día fue «cuarto poder» es, por lo general, parte o correa de transmisión del poder en sí, del poder desnudo. Puedes saber a qué fracción del poder pertenece el medio en el mismo momento en que el locutor abre la boca, por los titulares de los periódicos o por el formato del telediario. Los medios se comunican entre ellos mismos, generan lo noticiable, determinan las agendas políticas y dan la palabra, en las horas de mayor audiencia, a los mismos en los que estaban pensando al generar la noticia. La gente de abajo, los «presuntos implicados», a los que se supone que habría que comunicar algo, sólo aparecen para balbucear unas pocas palabras que ratifiquen lo que previamente se ha decidido que es importante. La mayoría de las personas sensatas que conozco comparten una frase: «Veo, oigo y leo el medio en que menos insultado me siento».
Sergio Medina.- ¿Qué opinión le merecen qué actualmente aparezcan filósofos en televisión opinando en tertulias del tipo Gran hermano?
Francisco Fernández Buey.- Perdone mi ignorancia, pero no veo nunca tertulias de ese tipo. He oído hablar de una familia de filósofos que se dedica a exhibirse en algún programa de televisión dando «fundamento» metafísico a las supuestas bondades del opio del pueblo posmoderno, supongo que a cambio de favores monetarios que luego sirven para fundamentar, también metafísicamente, el nuevo materialismo contra el viejo opio del pueblo. Mi maestro, Manuel Sacristán[11], que era un filósofo de verdad aunque no solía proclamarlo, decía hace ya años que los metafísicos son muy prácticos para con sus cosas. He tenido ocasión de comprobar que es así en más de un caso. Pero, en fin, no sé qué credibilidad tiene ahora el materialismo metafísico aplicado al famoseo.
Sergio Medina.- ¿A qué achaca la falta de espíritu crítico en la sociedad?
Francisco Fernández Buey.- Aunque hay en la sociedad menos espíritu crítico del que yo querría, tampoco me gustaría exagerar a este respecto. Durante los últimos meses hemos asistido en este país a varias de las manifestaciones más numerosas de su historia. Manifestaciones contra la guerra, contra la globalización neoliberal, contra el terrorismo, contra la política educativa, contra la mala gestión en el caso de una catástrofe ecológica sin precedentes, contra el Plan Hidrológico Nacional. Y en algunos lugares cuyo nombre casi no se puede pronunciar, también contra la ilegalización de partidos políticos o contra el cierre del único periódico que se publicaba íntegramente en euskera. Todas estas manifestaciones son críticas. Críticas de un mundo de desigualdades, del autoritarismo, del ordeno y mando y de la ineptitud de los que gobiernan. Para ir a esas manifestaciones y proclamar en ellas lo que se piensa se necesita espíritu crítico. Es posible incluso que estemos asistiendo a un cambio de fase. Y no sería la primera vez que los dirigentes políticos fueran los últimos en enterarse.
Sergio Medina.- ¿Cómo valora fenómenos como el foro social de Porto-Alegre y la condena mediática que a veces se hace de ellos?
Francisco Fernández Buey.- Lo de Porto-Alegre me parece el fenómeno sociopolítico más importante de los últimos años. Ahí han nacido tres cosas que sin dudan están llamadas a tener gran repercusión en el próximo futuro. La primera es un movimiento sociopolítico de carácter global, un movimiento de movimientos en el que por primera vez desde que vivimos en mundo bipolar se encuentran gentes de los cinco continentes con espíritu crítico y conciencia de cuáles son los principales problemas de la Humanidad. La segunda es que, también por primera vez en muchos años, se percibe que otro mundo es posible, o sea, que hay alternativas positivas y viables a la globalización neoliberal. Y la tercera es la recuperación de un concepto sano de democracia, de un concepto no meramente especulativo, sino inspirado en experiencias concretas en las que está participando ya mucha gente, en la misma ciudad de Porto-Alegre y en otras ciudades brasileñas.
Sergio Medina.- ¿Está de acuerdo con Francis Fukuyama en que los derechos humanos universales son un mero producto de la cultura europea inaplicable para quien no comparte esta tradición particular?
Francisco Fernández Buey.- No suelo estar de acuerdo con Francis Fukuyama en nada. Y en esto tampoco, al menos en la forma en que queda expresado aquí. Lo que llamamos derechos humanos son, obviamente, un producto de la cultura europea. Eso lo sabe todo el mundo. Lo que no se suele decir es que son derechos conquistados, no otorgados, derechos por lo que ha habido que luchar en Europa durante siglos. Y lo que es más importante: derechos cuyo mantenimiento y ampliación depende de la continuidad de esa lucha. Esto lo sabían ya las primeras mujeres feministas, los negros y los jóvenes que combatieron para que tales derechos no lo fueran sólo de varones, blancos y adultos. La universalización de los derechos humanos, por tanto, estará en función de la generalización de las luchas por la emancipación a los cinco continentes. No veo que exista gen ni identidad cultural específica que se oponga a esto en África o en Asia. Lo que sí veo es que ha habido y sigue habiendo (en Europa y en EE.UU) un uso instrumental del concepto «derechos humanos» para justificar el colonialismo y el imperialismo, destruir lenguas y culturas y favorecer la homogenización cultural imperial. Esto último es lo que hay que criticar.
Sergio Medina.- ¿Otro mundo es posible?[12]
Francisco Fernández Buey.- Sí, es posible. Y es necesario. Es necesario porque el mundo en que vivimos sigue siendo un escándalo, una plétora miserable en la que las desigualdades conducen anualmente a la muerte a millones de personas mientras la minoría tiene mucho más de lo que necesita. El actual modo de producir y de consumir es enemigo de los pobres, de la naturaleza y de la razón. Por eso hay que cambiarlo: hacerlo más justo, más igualitario y más habitable. Cuando se dice que eso es posible no se está implicando ninguna truculencia ni invocando algún nuevo diluvio universal. Simplemente se está dando una forma concreta y adecuada a lo que en otros tiempos, desde el Renacimiento hasta el siglo XX, se expresó en Europa en la forma (literaria o metafórica) de las utopías. Ahora un mundo más justo, más igualitario y más habitable no es sólo un deseo de pobres desventurados. Es un horizonte que tiene a su favor lo mejor de la prospección científica (económica, ecológica, sociológica, antropológica). Que lo que es posible llegue a ser realidad dependerá, como siempre, de la capacidad de presión de los de abajo y de la capacidad de resistencia de los de arriba. En un mundo tan armado como el nuestro, y teniendo en cuenta de quién son las armas, la diferencia entre el peso de lo primero y el peso de lo segundo es demasiado grande. Por tanto, una de las primeras cosas que habría que conseguir, cuando el conflicto entre Davos y Porto Alegre se generalice, es desarmar al mundo. Empezando por el Imperio.
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Notas
[1] NE. Se publicó posteriormente en Alicia Durán y Jorge Riechmann (Coord.), Genes en el laboratorio y en la fábrica. Editorial Trotta, Madrid, 1998, págs 177-197.
[2] NE. I. Kant, Crítica de la razón práctica: «Dos cosas llenan mi ánimo de creciente admiración y respeto, a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí».
[3] NE. Véase FFB, «Ciencias, metáforas, filosofemas y filosofías». https://espai-marx.net/?p=12204
[4] NE. Véase Manuel Sacristán, «Una lectura del Alfanhuí de Rafael Sánchez Ferlosio» (Laye, 24, 1954). En Lecturas, Barcelona: Icaria, 1985, pp. 65-87.
[5] Karl Marx: «En nuestros días toda cosa parece estar preñada de su contrario. Vemos cómo la maquinaria, dotada de la maravillosa fuerza de disminuir y fecundar el trabajo humano, lo mutila y devora hasta el agotamiento. Un extraño conjuro transforma las nuevas fuentes de riqueza en fuentes de miseria. Las victorias de la ciencia parecen pagarse con la pérdida de carácter. A medida que domina la naturaleza el hombre parece sometido por otros hombres o por su propia vileza. Hasta la pura luz de la ciencia parece no poder brillar sino sobre el oscuro trasfondo de la ignorancia. Todos nuestros inventos y todo nuestro progreso parece desembocar en un dotar a las fuerzas materiales de vida espiritual y en la conversión de la vida en estúpida fuerza material.» Uno de los textos marxianos seleccionados por FFB para la exposición «Los faros del siglo XX» (3 de diciembre de 1988-3 de enero de 1989, en colaboración con Máximo).
[6] NE. Véase FFB. Sobre Simone Weil. El compromiso con los desdichados, Vilassar de Dalt: El Viejo Topo, 2020 (edición de Jordi Mir Garcia y SLA). [7] NE. Recordemos que el autor escribe en 1995.
[8] NE. François Mitterrand.
[9] NE. Véase FFB, Utopías e ilusiones naturales, Vilassar de Dalt: El Viejo Topo, 2007 (diseño y composición del interior: Neus Porta i Tallada).
[10] NE. Pobre y desnuda vas, Filosofía/ dice la muchedumbre aplicada a mil ganancias./ Puesto que pocos compañeros tendrás por tu otro camino,/ tanto más te pido, espíritu gentil,/ que no abandones tu magnánima empresa.
[11] NE. Véase FFB, Sobre Manuel Sacristán, Vilassar de Dalt: El Viejo Topo, 2015 (edición de Jordi Mir Garcia y SLA).
[12] NE. Véase FFB, Guía para una globalización alternativa. Otro mundo es posible, Barcelona: Ediciones B, 2004. Con la siguiente dedicatoria: «A Gregorio López Raimundo, viejo amigo y aún más viejo resistente, que a sus noventa años sigue ahí, en todo acto contra la guerra y contra las injusticias, mostrándonos, con su presencia y su palabra que la ética de la resistencia tampoco tiene edad. Con agradecimiento, Paco, Javier, Eloy, Mauro». GLR falleció en 2007.
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