Ricardo Orozco / Resumen Latinoamericano / 8 de abril de 2017
No es secreto que la acepción dominante que se tiene sobre la idea de democracia es avasallante en el sentido común de sendos sectores de la población mundial a pesar de ser un constructo que, en su pura y vacía enunciación, vela dinámicas sociales más densas y profundas, en torno de las cuales ese common sense articula concepciones de libertad tan abstractas que se da por sentado que la cotidianidad de la vida humana se desarrolla fuera de cualquier dispositivo de sujeción; abstraída o ajena a cualquier tecnología de poder capaz de dirigir el comportamiento comunitario e individual.
La democracia, en ese sentido, lleva mucho tiempo construyéndose alrededor de la idea de que los individuos son libres de elegir a sus representantes populares; que quienes resultan electos son detentores legítimos de una suerte de mandato comunitario general; y que la trasferencia de voluntades desde el vulgo hacia sus clases ilustradas es una cesión de derechos y obligaciones —pero también de virtudes y escalas axiales— incorruptibles, inmodificables, intransferibles e imperturbables. La democracia, pues, es reproducida en las conciencias colectivas, de manera sistemática, a partir del encadenamiento, de una serie de verdades tautológicas, autorreferenciadas.
Así, en toda democracia de corte occidental la libertad es verdadera por que también es verdadero el hecho de que el individuo tiene la posibilidad, el ejercicio efectivo de elegir entre una variedad finita de opciones electorales; pese a que esas opciones siempre se extraen de los mismos estratos sociales, bajo las mismas formulas y directrices de designación y, sobre todo, como resultado de un proceso de preselección e imposición. La legitimidad de esta operación, por su parte, es verdadera porque verdadero es el proceso de transferencia de la voluntad individual y popular; toda vez que quien resulta electo estaría aceptando, de antemano y por el tiempo-espacio que comprenda su mandato, renunciar a sí mismo con tal de ser un mero portador de una identidad y una historia que le es ajena.
A manera de simplificación, lo verdadero lo es sólo por la verdad contenida en ello; sin importar los procesos, las dinámicas y las escalas sociales desde las cuales surgen, se (re)producen esas verdades evidentes, de sentido común. El problema, no obstante, es que la verdad no es una propiedad de los objetos, los sujetos o las relaciones que se establecen entre ellos mismos o entre los primeros y los segundos. Por lo contrario, la verdad es un campo de generalidad, un espacio y una relación de poder construida a partir de un conocimiento, de un saber específico; siempre soportado, mantenido y ejecutado a través de una red mucho más amplia, general y difusa de canales institucionales.
La democracia occidental, de corte liberal, procedimental, electoral, representativo, por lo anterior, no es verdadera porque esta propiedad le sea inherente, sino que se impone, se discurre y se formaliza como verdad porque la matriz desde la cual es engendrada como tal descalifica, elimina, minimiza, aísla o excluye al universo de posibilidades democráticas que no son una continuación o la mimesis perfecta de la definición, de los valores y los ciclos procedimentales que la sustentan en Occidente. Y por ello, asimismo, se argumenta que la manipulación mediática, el direccionamiento de las conciencias de los individuos sólo es posible fuera del marco de la democracia auténticamente occidental: porque, de acuerdo con la lógica de Occidente, sólo el comunismo cubano, el socialismo latinoamericano, el sovietismo ruso, el fundamentalismo islámico, etc., son capaces de adoctrinar mentes, de crear posverdades —lo que sea que eso signifique para los posmodernistas que elaboraron la palabrita—, de reproducir fake news o de influenciar las decisiones originales de los electores sustituyendo su voluntad propia por una ajena.
Por eso, para las sociedades producto del pacto intelectual que defiende la triada liberté, égalité, fraternité, las palabras y las cosas sólo están cargadas con un sentido amoral, con un campo semántico perverso cuando ellas provienen de espacios-tiempos diferentes a Estados Unidos, Francia, Reino Unido, Alemania o similares. Y entonces, cuando en América Latina se discurre sobre la democracia obedencial, sobre la democracia del pueblo o con justicia social (más que como mecanismo de elección periódico), en Occidente el discurso se traduce como verborrea populista, en el mejor de los casos; o como pura y llana ignorancia sobre qué es democracia, en el peor.
La República Bolivariana de Venezuela, a propósito de lo anterior, es un caso paradigmático al momento de observar los canales a través de los cuales, en las sociedades desarrolladas, se interiorizan series y series de discursos articulados a un único proyecto de civilización que subalterniza a todos los demás. Así, por ejemplo, cuando el Tribunal Supremo de Justicia venezolano decidió suspender las prerrogativas de la Asamblea Nacional —a causa de una violación constitucional cometida en la toma de protesta de tres asambleístas en las últimas elecciones—, pese a haber sido un fallo supeditado al estricto seguimiento de los ordenamientos jurídicos y la legalidad que la oposición venezolana argumenta proteger de los embates del autoritarismo chavista, fue condenado sin ambages como un auto-golpe de Estado.
Porque, de acuerdo con sociedades autodeclaradas auténticamente democráticas y respetuosas de los derechos humanos—México, Argentina, Brasil, Perú, Colombia, Chile; baluartes del neoliberalismo en la región, by the way—, la decisión rompe con un sistema de pesos y contrapesos pensado para evitar cualquier rastro de autoritarismo. Macri, para este discurso hipócrita en defensa de la democracia latinoamericana, es un presidente demócrata pese a haber ejecutado cada política pública en sentido contrario a las propuestas de su campaña; Temer, aunque llegó a la presidencia marcado por su participación directa en los mismos casos de corrupción de los que se acusó a Rousseff —orquestando un proceso legislativo viciado de origen— sigue siendo un presidente legítimo y constitucional; y Enrique Peña Nieto, con todo y que llegó a la presidencia con el voto del 38% del electorado (20% de la población total), que ya superó los índices de homicidio de su antecesor, Felipe Calderón, y con todo y que su agenda de reformas estructurales sigue siendo rechazada por sendos sectores sociales, de manera permanente, se sigue presentando como legítimo detentor de la soberanía popular, fiel defensor de los derechos humanos, y portavoz de todos los mexicanos.
En forma más cínica aún, los gobiernos de estos países acusan el resquebrajamiento del orden constitucional venezolano, condenan la lamentable decisión del Tribunal Supremo y hacen votos porque la comunidad internacional interceda por la sociedad venezolana ante el autoritario chavismo de Nicolás Maduro fingiendo que sus propios presidencialismos no son producto de la ininterrumpida cooptación de otros poderes públicos y órdenes de gobierno: fingiendo que el corporativismo, el clientelismo, y la permanente rotación de políticos en posiciones locales y federales, en centrales sindicales y ministerios de Estado, en puestos de elección popular y gerencias de grandes capitales privados son pura fantasía de anarquistas, comunistas y socialistas que pretenden desvirtuar lo virtuoso.
Pero hay algo más, en mayor o menor grado, dependiendo del gobierno del que se trate, más allá de la evidente afinidad neoliberal que los identifica como parte de un mismo bloque regional, los primeros gobiernos en fila para amedrentar a los productos de ciclo latinoamericano de izquierda progresista se encuentran hermanados por el hecho de ser consecuencia directa del intervencionismo estadounidense. Y Venezuela, de nueva cuenta, gracias a la enorme cantidad de sus reservas energéticas, es una pieza estratégica para mantener la dominación de espectro completo de Estados Unidos en la región.
El 25 de febrero de 2016, pocos meses después de que se llevaran a cabo las últimas elecciones parlamentarias en Venezuela, el Almirante Kurt W. Tidd, Comandante del U.S. Southern Command (SouthCom) de Estados Unidos, presentó un documento de inteligencia titulado Venezuela Freedom-2 Operation —elaborado con la cooperación de la Organización de Estados Americanos— en el cual la tesis central es básica del imperialismo estadounidense: implementar una enfoque de cerco y asfixia sobre la sociedad y el gobierno venezolanos que termine por deponer el actual orden social.
El texto, en sí mismo, no es extraordinario, o algún tipo de excepción a la regla dentro de la doctrina castrense de Estados Unidos. Por lo contrario, es uno más del millar de planes que anualmente se producen en los centros de inteligencia del país con miras a intervenir en diferentes espacios-tiempos del globo terráqueo. El que en este se cuente con la participación directa de la OEA en su elaboración, y con la de varios miles de organizaciones de la sociedad civil para instrumentarlo y operacionalizar su contenido, tampoco lo es.
Más bien, lo que llama la atención del informe es lo específico de sus acciones. Dividido en dos secciones: una fase preparatoria de las condiciones que posibiliten la deposición del gobierno y una más de concreción, dominio y reconstrucción social bajo la óptica neoliberal, al mando de Estados Unidos; el documento coloca un fuerte énfasis en que el logro de los objetivos planteados depende, en su mayoría, de una efectiva campaña mediática que permita instalar en la conciencia de diversas poblaciones un sentido común sobre el carácter autoritario, despótico y nocivo del gobierno de Maduro.
Por ello, en los cinco puntos que componen la etapa preparatoria del contexto priman: a) evidenciar el carácter autoritario y violador de los derechos humanos del gobierno de Maduro; b) emplear el mecanismo de la Orden Ejecutiva como parte de una estrategia que justifique el desarrollo de la política venezolana de Estados Unidos teniendo como justificativo legal la Constitución y las leyes de Estados Unidos de América; c) aislar a Venezuela de la comunidad internacional y descalificar a su gobierno como un sistema no democrático, que no respeta la autonomía y la separación de poderes; d) generar un clima propicio para la aplicación de la Carta Democrática de la OEA y; e) colocar en la agenda la premisa de la crisis humanitaria que permita una intervención con apoyo de organismos multilaterales, incluyendo la ONU.
La idea aquí es vieja y, de hecho, se encuentra en el fundamento mismo de la Carta de las Naciones Unidas: la intervención extranjera con carácter humanitario, y la deposición de gobierno por medio de la responsabilidad de la comunidad internacional de proteger a las poblaciones de sus gobiernos (R2P). Por eso no sorprende que la OEA se encuentre en una intensa campaña de promoción de la carta democrática, o que presidentes en funciones y exmandatarios de corte liberal rindan pleitesía a Luis Almagro con su propuesta.
La cuestión es que la comunidad de inteligencia estadounidense no es ingenua: dentro del propio reporte se reconoce que si bien se busca transitar por un camino velado en la legalidad y el sistema electoral, es imperante comenzar a recurrir, de manera más intensa, a movilizaciones de calle, de grupos empresariales y disidentes en el ramo castrense. Por ello se plantea la necesidad de emplear diversos componentes operacionales del SoutCom: el Comando de Operaciones Especiales Sur, el Joint Task Force-Bravo y la Fuerza de Tarea Conjunta Interagencial Sur; que prioricen el empleo de fuerza decisiva, proyección de poder, presencia en ultramar y agilidad estratégica —establecidos en la directriz Joint Vision 2020.
Así, operar una serie de protestas y escenarios que desestabilicen a la población, a través de la opositora Mesa de Unidad Democrática, se vuelve indispensable: porque si bien la responsabilidad en la elaboración, planeación y ejecución de la Operación Venezuela Freedom-2 se encuentra a cargo del Comando Conjunto estadounidense, el impulso de los conflictos y la generación de los diferentes escenarios es tarea de las fuerzas aliadas de la MUD involucradas; de ahí que los costos de la intervención armada sean transferidos a esta coalición.
Bajo esta perspectiva, el enfoque a aplicar por el Comando Sur se emplea bajo la estrategia de cerco y asfixia: utilizando a la Asamblea Nacional como tenaza que, previo a la caída de Maduro, obstruya la actividad gubernamental del resto de los poderes públicos; que en el proceso de transición asegure un gobierno de coalición con fuerzas empresariales y grupos políticos afines a Estados Unidos; y que tras el golpe impida que las fuerzas chavistas se reagrupen. Por eso se insiste en que se debe debilitar el núcleo ideológico del chavismo heterodoxo filiando su doctrina a las peores concepciones comunistas del siglo pasado; como una ideología opuesta a la libertad y la democracia, contraria a la propiedad privada y al libre mercado.
Claro que todo esto no es nuevo. Desde la muerte de Hugo Chávez el cerco en torno de Venezuela se ha ido acrecentando y aproximado cada vez más. La crisis humanitaria en la que se encuentra ahora el país, debido a la escasez de diversos productos y servicios, por ejemplo, no es cuestión de pésimas decisiones gubernamentales (por lo menos no en solitario). De suyo, dicha crisis lleva impresa la marca que los cubanos han sufrido durante medio siglo: un férreo bloqueo comercial que, como sucedió con Salvador Allende, en Chile, de la mano de la burguesía nacional crea un ambiente de escasez artificial.
De aquí que, cuando pomposamente se acusa al régimen autoritario de Nicolás Maduro sea imperante lograr distinguir que la batalla por la democracia en Venezuela no es un asunto de votos, casillas y procedimientos de pretendida libertad electoral: lo que se juega en el país es mucho más que eso. Y la realidad es que si esta sociedad aún no sucumbe no es —por lo menos no en su parte toral— debido a las decisiones gubernamentales —por demás desatinadas en algunas ocasiones, dogmáticas en otras, carentes de contenido crítico, en las más—; sino al proyecto compartido de millones de venezolanos conscientes que el tema no es la democracia, sino las múltiples democracias que cada sociedad se puede dar; todas con un contenido social y político diferente.
En la defensa de las democracias alternativas de América Latina, por supuesto, no se trata de ser dogmático con sus gobiernos: intentando defender lo indefendible en sus errores y exaltando sus aciertos. Simple y llanamente se trata de saber cómo, cuando se trata de las reivindicaciones latinoamericanas, la historia de asedio se repite invariable. Los mecanismos de desestabilización cambian de acuerdo al contexto en el que se den, cierto. Sin embargo, el manual de operaciones sigue siendo el mismo. Y es que cuando se trata de las venas abiertas de América Latina, la historia tiene un gran peso que, por ningún motivo, debe ser demeritada, ni mucho menos menospreciada sólo porque la agresión directa se encuentra velada por el sentido común de palabras vacías como libertad y democracia.
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