Los resultados que golpearon a la izquierda
Desazón y desconcierto produjeron los resultados de la primera vuelta presidencial en Chile. Cómo era posible que después de una revuelta popular como la del 2019, de la aplastante victoria del Apruebo en el Plebiscito Constituyente del 2020 y de la elección de una Convención Constitucional compuesta mayoritariamente por luchadores sociales, activistas medioambientales, feministas, pueblos indígenas y militantes de izquierda, el candidato de la ultraderecha, José Antonio Kast, hubiera obtenido la primera mayoría y tuviera posibilidades de ser el próximo presidente.
Mientras en la izquierda reinaba la confusión, los analistas del establishment decretaban la muerte del «octubrismo» y el comienzo de una etapa de restauración. Sin embargo, los resultados de las elecciones pasadas, más que evidenciar el cierre del proceso abierto con la revuelta popular, muestran la enorme complejidad del escenario político chileno y el heterogéneo campo social que ha producido medio siglo de neoliberalismo. Confirman, una vez más, que la mayoría del pueblo no se alinea de acuerdo con las estrechas coordenadas del sistema de partidos y que, a pesar de las enormes movilizaciones de estos últimos dos años y del proceso constituyente en curso, sigue manteniendo una enorme distancia con la política institucional, incluida la izquierda.
En esta línea, el primer dato que destaca es el 53% de abstención electoral, cifra que es una constante en Chile desde que se implementó el voto voluntario en 2012 y que no se ha revertido de manera significativa después de la revuelta. Por ejemplo, en el Plebiscito Constituyente del año 2020, ocasión en que la voluntad de cambiar la Constitución heredada de la dictadura triunfó con un 80% de las preferencias, solo votó el 51% del padrón, y ese porcentaje fue considerado un hito de participación electoral. Estos datos, además de confirmar lo poco convocante que resulta la política para la mayoría de la población, impiden cualquier generalización apresurada a partir de los resultados obtenidos. Hasta ahora, ningún sector político concita el apoyo de mayorías sociales significativas.
Considerando esa advertencia, los resultados fueron, de todos modos, preocupantes. José Antonio Kast, líder del Partido Republicano, se impuso con un 27,9% de los votos; Gabriel Boric, representante de Apruebo Dignidad —coalición de izquierda—, se quedó con el segundo lugar con un 25,8%; ambos pasan a la segunda vuelta que tendrá lugar el próximo 19 de diciembre.
Fuera de competencia quedaron Franco Parisi, del recientemente fundado «Partido de la Gente» (agrupación con trazos populistas y antipolíticos), que obtuvo sorpresivamente, ya que hizo toda su campaña desde EEUU, el tercer lugar con un 12,8%; con ese mismo porcentaje, pero con menos votos, se ubicó Sebastián Sichel, candidato de la coalición oficialista «Chile Podemos Más», a la que pertenece el actual presidente Sebastián Piñera; Yasna Provoste, representante de la ex Concertación y militante de la Democracia Cristiana, otrora el partido más sólido y determinante de la transición a la democracia, obtuvo el quinto lugar con un 11,6%; Marco Enríquez-Ominami, exmilitante socialista y fundador del «Partido Progresista», con un 7,6%; y Eduardo Artés, del partido Unión Patriótica, una izquierda ortodoxa y filo estalinista, que obtuvo un magro 1,5%.
Además de la abstención y de la primera mayoría obtenida por la ultraderecha, otro dato que destaca es el hecho de que las dos grandes fuerzas que condujeron la transición a la democracia —la Concertación, de centroderecha, y la derecha tradicional—, quedaron rezagadas en cuarto y quinto lugar, eliminadas, por primera vez en más de treinta años, de la carrera presidencial. Este resultado es coherente con lo ocurrido en la elección de convencionales, en la que estos mismos sectores sufrieron derrotas aplastantes y fueron desplazados por independientes, activistas y la izquierda. En esta elección, el voto contra las élites y los partidos tradicionales fue capturado en buena parte por Franco Parisi, personaje que no proviene de la política, que nunca ha ocupado un cargo público y que ha construido su despliegue denunciando la decadencia de la política institucional y reivindicando a los «ciudadanos comunes» en contra de las élites corruptas.
En el plano parlamentario, los resultados de estas elecciones fueron igualmente complejos. En la cámara de diputados, las fuerzas progresistas y de izquierda obtuvieron una leve mayoría y en el senado la derecha se impuso ligeramente. Esta situación hará muy difícil la aprobación de las reformas planteadas por quien sea que gane la presidencia, lo que en el caso de la candidatura de Boric, basada en un conjunto de reformas estructurales que deben pasar por el Congreso, es preocupante. Por otro lado, los partidos tradicionales, sobre todo la derecha, recuperaron en el parlamento una parte del terreno que habían perdido en la Convención y en las presidenciales.
Frente a esto, es preciso señalar que la elección parlamentaria, a diferencia de la ocurrida en mayo para la Convención, no permite la articulación de listas de candidatos independientes, haciendo muy difícil el ingreso de personas que no se presentaran en cupos de partidos políticos. Estas condiciones restrictivas permitieron que las fuerzas políticas tradicionales mantuvieran su poder en el órgano legislativo y evitaron que se produjera un desfonde similar al ocurrido en la Constituyente.
Una excepción destacada pero puntual la representa la elección como senadora de Fabiola Campillai, mujer obrera, víctima del terrorismo de Estado —el impacto de una bomba lacrimógena lanzada por carabineros la dejó ciega—, que compitió como independiente y que obtuvo la votación más alta a nivel nacional para el senado. Su elección tiene una enorme fuerza cultural, pues representa el ingreso al parlamento de una mujer que condensa lo esencial de la revuelta popular de 2019 y que representa de manera directa a sectores sociales largamente excluidos de la política.
El crecimiento de la ultraderecha en medio de un ciclo político democratizante
Sin duda, el dato más alarmante de esta elección fue el crecimiento del neofascista José Antonio Kast. Veníamos de dos elecciones consecutivas que significaron derrotas contundentes para la derecha y había por ello razones para pensar que la politización provocada por la revuelta de 2019 era un freno efectivo a este sector, sobre todo para su ala más radical. Sin embargo, Kast pasó del 7% obtenido en las elecciones presidenciales de 2017 al 28% en los comicios recientes, realizados, como ya destacamos, en pleno proceso constituyente.
Para entender y dimensionar su ascenso se deben tener presentes varios elementos. En primer lugar, y como marco general que excede el caso chileno, que no hay avances populares que no generen al mismo tiempo la reacción de las oligarquías neoliberales y los grupos conservadores y que, en la actualidad, en medio de la crisis global del capitalismo y de las luchas que desde su interior se han levantado, los grupos dominantes han desarrollado estrategias de disciplinamiento del campo subalterno abiertamente autoritarias y antidemocráticas, en las que convergen el conservadurismo moral y la intensificación de las políticas de despojo. En este sentido, el crecimiento de Kast en Chile debe entenderse como una respuesta de estos sectores a los movimientos democratizadores que atraviesan la sociedad chilena: el feminismo de masas y la contundente emergencia popular a partir de la revuelta.
Considerando estos elementos, es altamente probable que una buena parte del 22% del electorado que votó rechazo en el plebiscito del 2020 haya optado por Kast en esta elección. Sin embargo, la ultraderecha creció más allá de esos votantes: logró el apoyo de buena parte de la derecha que está en el gobierno y que prácticamente abandonó al candidato oficialista para plegarse a Kast; creció significativamente en el norte y centro-sur del país, zonas afectadas por la crisis migratoria y por del conflicto del Estado chileno contra el pueblo mapuche; también obtuvo buenos resultados en ciudades pequeñas, sectores rurales y entre la población mayor de 50 años, grupos que tienden a ser más reactivos a las transformaciones culturales, como el avance del feminismo o de los derechos de las disidencias sexuales, que ponen en tensión los valores tradicionales. Para ellos, Kast enfatizó en las dimensiones ultraconservadoras de su programa: discurso antimigrante, de orden público y antiderechos.
Ahora bien, es preciso reconocer que el candidato ultraderechista está lejos de tener un apoyo consolidado en el campo popular. En la región Metropolitana, que concentra a la mitad de los habitantes del país, solo ganó en las tres comunas en las que habita la población más rica y que fueron, además, las únicas de la capital en las que ganó el rechazo a la nueva Constitución en el Plebiscito de 2020. Este dato es relevante y tensiona las lecturas apresuradas que sostienen que el fascismo avanza de manera agresiva en el campo popular. Tanto la alta abstención como la distribución socioeconómica de los votos impiden sostener esa tesis.
La candidatura de Gabriel Boric, al contrario, encuentra su base de apoyo en los barrios populares de la capital del país y de las grandes ciudades y en sectores medios-profesionales. El joven diputado de 35 años, que proviene de las luchas por el derecho a la educación en las que se forjó una nueva generación de líderes políticos, recoge en su programa las demandas populares de la última década: reforma al sistema de pensiones, gratuidad de la educación pública, seguro universal de salud, sistema nacional de cuidados, desprivatización del agua, disminución de la jornada laboral, entre otras.
La alianza que lo sostiene está conformada por distintas expresiones de la izquierda chilena, tanto histórica, como el Partido Comunista, como de formación reciente, como el Frente Amplio, así como por sectores de movimientos sociales y organizaciones populares. El respaldo a la candidatura de Boric se concentró en las grandes ciudades, sobre todo en la región Metropolitana y la región de Valparaíso. En ambas, ganó contundentemente y obtuvo victorias significativas en los barrios populares. Sin embargo, los resultados le fueron desfavorables en ciudades pequeñas, sectores rurales y en norte y centro sur del país, zonas, como ya señalamos, afectadas por la migración y la violencia política en marco del conflicto del Estado con el pueblo mapuche, problemas para los cuales la izquierda no ha articulado respuestas contundentes.
La apuesta por el protagonismo popular
Los grandes debates hoy tienen que ver con la dirección que debió tomar la candidatura de Gabriel Boric para triunfar en la segunda vuelta. Las tesis oscilan entre la convocatoria a la defensa de la democracia contra el fascismo, la moderación y el «giro al centro» y la movilización del campo popular. Buena parte de los analistas del establishment sostienen que, con los resultados de las elecciones, el «octubrismo» —como se le ha llamado a la energía rebelde que animó la revuelta popular— ha muerto y que nos encontramos en un escenario en que la mayoría de la población no quiere más convulsiones sociales ni violencia y reclama por orden y estabilidad.
Esta lectura, que cobra fuerza en algunos sectores del progresismo, es engañosa, pues si bien es cierto que, en medio de una aguda crisis y tras dos años de inestabilidad política y social, la mayoría de la población desea vivir con tranquilidad, no puede derivarse de aquello la necesidad de abandonar las banderas de las transformaciones que la sociedad chilena viene reclamando hace décadas. Las causas que provocaron la revuelta popular siguen sin respuesta y las reformas estructurales que propone la candidatura de Boric buscan, precisamente, superar las causas de la crisis y la inestabilidad, obliteradas por los gobiernos anteriores.
El desafío de la izquierda pasa más bien por mostrar capacidad de realizar esas reformas y dar efectiva respuesta a las demandas sociales. Por otro lado, los insistentes llamados a «girar al centro» que levanta buena parte de la ex-Concertación, coalición de centroderecha que condujo la transición a la democracia y que consolidó el neoliberalismo, desconocen que este sector, otrora hegemónico, hoy solo convoca a una reducida franja de la sociedad, que en esta elección no llegó al 12%. Asimismo, los llamados a defender la democracia y a detener el avance del fascismo, en los que sustenta otra de las estrategias en juego, siendo necesarios, no serán suficientes. Basta recordar el caso brasileño y la ineficacia de estos discursos para enfrentar al bolsonarismo.
Lo que parece claro es que las posibilidades de derrotar a la ultraderecha radican, por un lado, en la movilización de una parte de la población que no votó en esta elección (sobre todo de los sectores populares de las grandes ciudades, en los que la candidatura de centroizquierda obtuvo sus principales apoyos) y en la movilización del campo popular que ha protagonizado el ciclo político desde la revuelta de 2019 y que no se reconoce necesariamente en la izquierda política existente.
Para ello resulta central que la candidatura de Gabriel Boric se haga cargo de las urgencias materiales de las mayorías populares, reforzando medidas de protección social a corto plazo (pensiones dignas, aumentos salariales, apoyos estatales, control de precios, etc.) y abordando de manera convincente problemas como el narcotráfico, el orden público y la migración. Asimismo, que enfrente el rechazo a la corrupción asociada a las élites políticas y a la política institucional, sentimiento muy extendido en la población y que en buena medida explica el éxito de un candidato populista como Franco Parisi en los sectores medio-bajos de importantes ciudades del país. Mientras una parte de la izquierda interpreta a estos votantes como desclazados y capturados por la derecha, los datos muestran que se trata más bien de personas que no logran alcanzar las promesas neoliberales de ascenso social a través del estudio y el emprendimiento y que resienten el desprecio elitista.
Finalmente, además de movilizar a los grupos mencionados, para la izquierda resulta fundamental convocar a las heterogéneas fuerzas del pueblo que han sido el motor de la lucha social y política en este ciclo y que no adhieren de manera incondicional a la centroizquierda que representa Gabriel Boric. El feminismo, que se ha convertido en el movimiento de masas más potente del país —recordemos que en la Huelga del 8 de marzo de 2020 cerca de tres millones de mujeres salieron a las calles—, será una actoría determinante en esta batalla y ya ha comenzado, de manera autónoma y estratégica, a desplegarse.
El campo popular que se movilizó masivamente en la revuelta de 2019, la mayoría contundente que votó Apruebo en el Plebiscito Constitucional del 2020, las franjas sociales que se organizaron para ingresar a la Convención Constitucional de forma independiente y que lograron derrotar a la derecha y a los partidos tradicionales, los movimientos territoriales en lucha contra el extractivismo, los pueblos indígenas, los sindicatos y los gremios, entre otros sectores del pueblo organizado a distintas escalas y con autonomía relativa o completa en relación a la izquierda política, son parte fundamental de la base social que ha dado vida al proceso político en curso y son por lo mismo las fuerzas capaces de defenderlo. De hecho, ya son numerosas las autoconvocatorias de estos sectores para movilizarse, apoyar estratégicamente la campaña de Gabriel Boric e impedir que la ultraderecha llegue al poder.
En este momento crucial, la izquierda chilena tiene el desafío de apostar al protagonismo de las fuerzas populares y transformadoras y de convocar a una gran movilización nacional en todos los territorios para defender las conquistas que los pueblos de Chile han ganado. En la próxima elección se juega la continuidad del ciclo político democratizador abierto por la revuelta, pero también se juega un avance en la consolidación de ese bloque heterogéneo de fuerzas populares, políticas y sociales que se ha venido conformando en Chile y que es la única base que puede sostener un proceso de transformación social, sobre todo en momentos como este, en que se intensifica la reacción autoritaria de la oligarquía neoliberal que ve amenazados sus privilegios, su poder y sus fuentes de acumulación.
En definitiva, los resultados de la última elección nos recuerdan, una vez más, que no puede haber ni izquierda ni transformaciones sin que haya fuerzas sociales movilizadas y que solo podremos avanzar si ponemos en el centro de nuestra estrategia de lucha el protagonismo popular.
CALPU
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