A lo largo de la última década, el mundo fue testigo de un aluvión de movimientos de extrema derecha. Con ellos, parecían resurgir los fantasmas de la década de 1930 y extenderse por varios continentes la sombra de una oleada neofascista o posfascista. El punto culminante se situó entre 2016 y 2018, con los triunfos electorales de Donald Trump en los EEUU y Jair Bolsonaro en Brasil y, entretanto, el choque entre Marine Le Pen y Emmanuel Macron en Francia. Muchos partidos de extrema derecha llegaron al gobierno en países de la Unión Europea, y se terminaron algunas «excepciones», con la aparición de Alternativa para Alemania [Alternative für Deutschland] y el Vox en la escena política alemana y española, respectivamente, más la expansión de la Liga del Norte [Lega Nord] italiana bajo la conducción de Matteo Salvini. Se instalaron gobiernos autoritarios, nacionalistas y xenófobos por doquier, desde la Rusia de Vladímir Putin hasta la India de Narendra Modi y la Turquía de Recep Tayyip Erdog?an. El mundo tomaba un rumbo sombrío: ¿neofascismo, posfascismo, populismo de extrema derecha? El debate sobre cómo llamarlo siguió abierto, pero cada cual entendía que en ese momento el fascismo era más que un área de los estudios históricos; volvía a ser una cuestión de la agenda contemporánea.
La mayoría de los observadores --y me incluyo-- creían que una nueva crisis económica aceleraría drásticamente esa tendencia general y que debíamos prepararnos para un nuevo y horrible escenario. Se produjo la crisis: desde comienzos de 2020, la pandemia de COVID-19 ha sumido al planeta en una recesión global. Pero al mismo tiempo --por suerte--, nuestro calamitoso diagnóstico no se ha cumplido. Por supuesto, seguimos en medio de una crisis mundial, los movimientos de extrema derecha no han desaparecido y todavía hay varios desenlaces posibles. Sin embargo, actualmente queda en claro que ha habido un significativo retroceso en la dinámica aparentemente inexorable de fascistización. El indicador más evidente de este cambio fue la derrota de Trump en noviembre de 2020.
Si observamos desde una perspectiva general este panorama heterogéneo y contradictorio, sin limitarnos a un único país, la pandemia se muestra como la matriz de dos tendencias globales: un giro biopolítico y un giro potencialmente autoritario. Si bien hablar de una matriz tal vez sea inapropiado --por supuesto, esas tendencias existían de antemano--, no hay duda de que la pandemia las incrementó y las aceleró con vigor. Sin excepción, el giro biopolítico es bastante notorio: los gobiernos desarrollaron extraordinariamente su control sobre las poblaciones, ocupándose de nuestra vida --de nuestros cuerpos físicos, literalmente-- como objetos biológicos que administrar y proteger. El futuro de la economía global depende de la eficacia de estas políticas de salud; en primer lugar, una campaña de vacunación rápida, amplia y efectiva. Apoyamos o criticamos a nuestros gobiernos según su capacidad de implementar dichas políticas sanitarias. Pero el problema tiene una segunda dimensión, que ya no nos afecta como objetos biopolíticos, sino como sujetos jurídicos y políticos, como ciudadanos.
Esta segunda dimensión es un giro potencialmente autoritario que radica en la transformación de nuestros gobiernos en «estados de excepción», en poderes políticos que limitan de manera radical nuestras libertades públicas e individuales. Desde luego, aceptamos los confinamientos y las restricciones impuestos en nombre de la seguridad colectiva, pero poco a poco advertimos que estas políticas están alterando nuestros estilos de vida, nuestras maneras de trabajar, nuestras formas de socializar e interactuar, y que en nuestras sociedades aumentan radicalmente las diferencias de clase. No es cierto que todos seamos iguales de cara al virus, dado que quedamos expuestos a él selectivamente en función de nuestro estatus social y económico, y también en función del país al cual pertenecemos. No hay duda de que la pandemia tiene un impacto mayor en el Sur Global. Esto implica desigualdades cada vez mayores en todos los niveles, y, a su vez, más desigualdades implican poderes más autoritarios. En China, la pandemia se neutralizó con medidas despóticas dignas de un gobierno orwelliano. En varios países de Europa, los confinamientos y las restricciones se implementaron mediante la aplicación de leyes antiterroristas y coincidieron con un significativo aumento de la violencia policial.
En un contexto como este, los movimientos de extrema derecha acaso parezcan buenos candidatos para liderar el giro autoritario hacia el estado de excepción. Pero hay un hecho crucial: no cuentan con credenciales serias para controlar el giro biopolítico. Como «buenos pastores», Donald Trump, Jair Bolsonaro, Narendra Modi, Marine Le Pen y Matteo Salvini no tienen credibilidad alguna.
En términos del filósofo francés Michel Foucault, podríamos decir que nadie los ve como la personificación de un «poder pastoral» efectivo. Esta es una diferencia significativa entre los actuales movimientos de extrema derecha y el fascismo clásico, y va mucho más allá de varios otros deslindes relacionados con nuestros diferentes contextos históricos. En la década de 1930, Benito Mussolini, Adolf Hitler y Francisco Franco prometían un futuro y se mostraban como una respuesta eficaz a la depresión económica, en contra de las exhaustas democracias liberales que, a los ojos de mucha gente, encarnaban los vestigios de un orden político en ruinas. Por supuesto, esta era una peligrosa ilusión --el esfuerzo por poner fin a la desocupación mediante el rearme y la guerra condujo a la catástrofe--, pero hasta la Segunda Guerra Mundial su propaganda funcionó bastante bien.
No sucede lo mismo con sus herederos. Las respuestas de Trump, Bolsonaro, Modi, Le Pen y Salvini a la pandemia consistieron simplemente en la negación, la incomprensión, la incompetencia y la ineficiencia. El primer año de pandemia nos hizo tomar una noción cada vez más aguda de que estamos frente a una emergencia global que requiere respuestas globales. Las recetas tradicionales de la extrema derecha --el nacionalismo, el retorno a valores conservadores y a la soberanía nacional, más la búsqueda de chivos expiatorios-- no funcionaron en modo alguno. En Italia, Salvini, el carismático líder de la Liga nacionalista y xenófoba, se había acostumbrado a organizar manifestaciones masivas en las cuales denunciaba las terribles enfermedades que afectaban a su país: los inmigrantes, los refugiados y, por supuesto, el islam. La prédica del odio había demostrado ser un ejercicio muy popular, y Salvini estaba a la cabeza en las encuestas. Sin embargo, al cabo de algunos meses de pandemia, cuando el país era el epicentro del brote europeo y los hospitales no daban abasto, la gente empezó a llenar de elogios a los médicos y enfermeros albaneses, tunecinos y chinos que acudían en ayuda de sus colegas italianos.
Esta es la señal de un retroceso, no de una derrota o una decadencia irreversible. Estamos en medio de un proceso de transición cuyos resultados aún son desconocidos y están abiertos: o bien un New Deal del siglo XXI, capaz de enfrentar el cambio climático y revertir las transformaciones producidas por cuarenta años de neoliberalismo, o un giro a la extrema derecha que arrojará a nuestro planeta a la catástrofe anunciada. En el contexto actual, los dos resultados son perfectamente posibles.
En el siglo XX, el fascismo era un proyecto de «regeneración» de la nación, vista como una comunidad étnica y racial homogénea. Si este es el núcleo del fascismo, no sería erróneo definir los movimientos de extrema derecha de nuestros días, a pesar de tantas diferencias obvias, como los herederos del fascismo clásico. El léxico fascista ha cambiado, desde luego, y su «comunidad imaginada» exhibe nuevos características o, mejor dicho, nuevos mitos. Designa una pureza supuestamente originaria que es debido defender o restaurar contra sus enemigos: la inmigración («el gran reemplazo»), las invasiones raciales antiblancos, la corrupción de los valores tradicionales por parte del feminismo y los grupos de activismo LGBTQI, el islamismo y sus agentes (el terrorismo y el «islamoizquierdismo»), etc. Los precursores del surgimiento de esta oleada neofascista anidan en la crisis de hegemonía de las élites globales, cuyas herramientas de gobierno, heredadas de los viejos Estados-nación, parecen obsoletas y cada vez más ineficaces. Como explicaba el marxista italiano Antonio Gramsci en su revisión crítica de Nicolás Maquiavelo, la dominación es una combinación de aparatos represivos y una hegemonía cultural que permite a un régimen político mostrarse legítimo y benéfico, en vez de tiránico y opresivo. Tras varias décadas de políticas neoliberales, las clases dominantes han incrementado enormemente su riqueza y su poder, pero también han sufrido una significativa pérdida de legitimidad y de hegemonía cultural. Estas son las premisas para el ascenso del neo posfascismo: por un lado, la creciente «caída en el salvajismo» de las clases dominantes y, por otro, las extendidas tendencias autoritarias que su dominación engendra.
La definición del fascismo como un proyecto de «regeneración» de la nación capta un elemento fundamental de continuidad histórica, pero probablemente sea insuficiente. Contemplado desde una perspectiva histórica, el fascismo fue más que una forma de nacionalismo radical y una idea racista de nación. También fue una práctica de violencia política, un anticomunismo militante y una completa destrucción de la democracia. La violencia, especialmente dirigida contra la izquierda y el comunismo, fue la forma privilegiada de su acción política, y en todos los lugares donde llegó al poder --ya fuese por vías legales, como en Italia y Alemania, o por medio de un golpe militar, como en España--, el fascismo destruyó la democracia. Desde este punto de vista, los nuevos movimientos de la derecha radical tienen una relación diferente tanto con la violencia como con la democracia. Si bien pretenden defender al «pueblo» contra las élites y restablecer el orden, no quieren crear un nuevo orden político. En Europa, están más interesados en hacer valer tendencias autoritarias y nacionalistas dentro de la Unión Europea que en destruir sus instituciones. Esa es la postura de Viktor Orbán en Hungría y de Mateusz Morawiecki en Polonia, así como de Marine Le Pen en Francia y Matteo Salvini en Italia, dos líderes que en última instancia aceptaron el euro. La Liga italiana recientemente participó en un gobierno de coalición encabezado por Mario Draghi, exdirector del Banco Central Europeo y figura prominente del neoliberalismo y las élites financieras. En la India, Brasil y los EEUU, líderes de extrema derecha llegaron al poder y desplegaron tendencias autoritarias y xenófobas sin cuestionar el marco institucional de sus Estados. Bolsonaro y Trump no solo fueron incapaces de disolver el Poder Parlamentario; terminaron (o están en tren de terminar) su mandato enfrentando varios procedimientos de destitución.
El caso de Trump, el más discutido en los últimos meses, es particularmente instructivo. Su trayectoria fascista se reveló con claridad cuando al final de su presidencia se negó a admitir la derrota y buscó invalidar el resultado electoral. Sin embargo, la «insurrección» folclórica de partidarios suyos que invadieron el Capitolio no fue un golpe fascista fallido; en cambio, entrañó un intento desesperado de invalidar una elección por parte de un líder que, sin lugar a dudas, había roto las reglas más elementales de la democracia --lo cual posibilita describirlo como fascista--, pero se mostraba incapaz de señalar una alternativa política. Es indudable que Francisco Franco y Augusto Pinochet habrían considerado ese «alzamiento» del 6 de enero como una iniciativa de aficionados patéticos. Lo acontecido en el Capitolio reveló de manera indiscutible la existencia de un movimiento fascista de masas en los EEUU, y en un sentido más amplio, un movimiento fascista organizado por medio de una red de milicias armadas. Aun así, este movimiento sigue muy lejos de conquistar el poder, y su consecuencia inmediata fue hundir al Partido Republicano en una profunda crisis. Trump había ganado las elecciones de 2016 como candidato de ese partido: una coalición de élites económicas, clases medias altas interesadas en los recortes impositivos, defensores de los valores conservadores, fundamentalistas cristianos y clases populares blancas empobrecidas que se sentían atraídas por un voto de protesta. Por cierto, esta coalición puede recrearse.
Sin embargo, como líder fascista de un movimiento de supremacistas blancos y nacionalistas reaccionarios, Trump no cuenta con muchas posibilidades de ser reelecto. Por añadidura, habría que entender en su contexto el movimiento fascista que lo respalda. En contraste con la milicia fascista italiana (los camisas negras) entre 1920 y 1925 o los SA [Sturmabteilung] nazis entre 1930 y 1933, que expresaban la caída del monopolio estatal de la violencia en la Italia y la Alemania de posguerra, respectivamente, las milicias de Trump son un legado envenenado de la historia estadounidense, la historia de un país donde la posesión individual de armas se considera una característica de la libertad política. Por estremecedor que resulte, esto no es el presagio de un Estado a punto de derrumbarse. En los años treinta del siglo XX, las élites industriales, financieras y militares europeas apoyaron al fascismo como solución a las crisis políticas endémicas y a la parálisis institucional; también, y sobre todo, como una defensa contra el bolchevismo. Hoy en día, respaldan al neoliberalismo. En los EEUU, el establishment puede apoyar al Partido Republicano como alternativa típica al Partido Demócrata; pero el Pentágono nunca adheriría a un golpe de supremacistas blancos para impedir la elección de Joe Biden como cabeza del Poder Ejecutivo. En el llamado Viejo Mundo, el establishment está representado por la Unión Europea y se opone con firmeza a los movimientos populistas, nacionalistas y posfascistas que reclaman un retorno a las «soberanías nacionales».
El fascismo clásico nació en un continente devastado por la guerra total y se desarrolló en una atmósfera de guerras civiles, dentro de Estados profundamente inestables y con mecanismos institucionales paralizados por agudos conflictos políticos. Su radicalismo surgió de una confrontación con el bolchevismo, que le dio el carácter «revolucionario». El fascismo consistía en una ideología y un imaginario utópicos, que crearon el mito del «hombre nuevo» y la grandeza nacional. Los nuevos movimientos de extrema derecha carecen de todos esos pilares: son producto de una crisis de hegemonía que no puede compararse con el derrumbe europeo de la década de 1930; su radicalismo no incluye ni un asomo de «revolucionario», y su conservadurismo --una defensa de los valores y las culturas tradicionales, las «identidades nacionales» amenazadas y una respetabilidad burguesa opuesta a las «desviaciones» sexuales-- está desprovista de la idea de futuridad que modeló de manera tan profunda las ideologías y utopías fascistas. Por eso, me parece más apropiado describirlos como posfascistas, no como neofascistas.
¿Esto significa que no existe un peligro fascista? De ningún modo. A decir verdad, si observamos el presente a través de un prisma histórico, no podemos descartar esa posibilidad. El impresionante ascenso de los movimientos, partidos y gobiernos de extrema derecha muestra con claridad que el fascismo puede convertirse en una alternativa. Pero aunque no cabe duda de que persiste la posibilidad de una nueva era posfascista, es importante señalar que la crisis económica desatada por la pandemia no la fortaleció. Así, la pretensión ultraderechista de encarnar una alternativa «antisistema» probablemente parezca menos convincente hoy en día que cinco años atrás. En última instancia, sin embargo, el futuro de los movimientos de extrema derecha no dependerá exclusivamente de su evolución interna, su orientación ideológica y sus decisiones estratégicas, ni tampoco del apoyo que puedan obtener de las élites globales. A fin de cuentas, dependerá de qué capacidad tenga la izquierda para delinear una alternativa.
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