Por Juan Bordera
Primer acto
Se abre el telón. Vemos un descampado lleno de escombros. Un paisaje desolado y desolador. Nos encontramos en el estado de Illinois. En la ciudad de Edwardsville, donde no recuerdan un tornado así. Menos aún en diciembre. Un mes habitualmente más tranquilo. Vemos los restos de lo que hasta hace unas horas era un almacén de Amazon. Seis cuerpos yacen entre los restos. Eran trabajadores del almacén. Uno de ellos es el de Larry Virden. 46 años. Cuatro hijos. En su teléfono, uno de los últimos mensajes que pudo enviar es a su pareja, Cherie Jones, que es quien lo ha hecho público: “Amazon no nos deja irnos”.
Los peores tornados en la historia de Kentucky nos dejan otra espantosa postal turbocapitalista. A los empleados de una fábrica de velas en Mayfield también les pilló el tornado trabajando para la campaña de ese ritual –primero pagano, luego católico, ahora consumista– que llamamos navidad. Son ocho las personas fallecidas allí. 74 de momento en todo el estado. Hay varias personas sin localizar.
Mientras caía el telón, me dio por pensar en la Gran Dimisión, y en que ojalá hubiera mecanismos de redistribución de la riqueza para que fuese aún más grande. Pero, claro, más que desearlo habría que exigirlo. Imponerlo.
Segundo acto
Al abrirse nuevamente el telón, aparece, visiblemente afectado, el gobernador del estado de Kentucky, el demócrata Andy Beshear, que declara: “Me gustaría entender por qué nos ha afectado tanto la pandemia, la histórica tormenta de hielo, las inundaciones y ahora el peor tornado de nuestra historia todo en un lapso de 19 meses”.
Quizá el gobernador, abrumado, no puede o no quiere recordar que en esos mismos 19 meses se han batido los récords de temperatura del Ártico (38°), Europa (48,8°), Canadá (casi 50°) y tantos otros lugares. Que los últimos siete años son los más calientes de la historia conocida. Que por primera vez desde que hay registros, llovió, en lugar de nevar, en la cima del manto de hielo de Groenlandia, y que eso es a todas luces una señal clara de muy malos augurios, un punto de no retorno para la isla más grande del mundo. Que recientemente han saltado todas las alarmas en la Antártida también. Que el Amazonas, antiguo santuario de la vida, emite ya más carbono del que puede absorber. Que crecen los incendios, inundaciones, olas de frío y calor, tornados hasta en lugares tan poco habituales como el Mediterráneo, en definitiva, que los hijos del caos climático cuyo padre es el turbocapitalismo, cada vez vienen más a visitarnos. Y que cada vez su potencia es y será mayor. Y aunque él, quizá debido a la tensión del momento no quiera recordarlo, no quiera entender, nosotros haríamos bien en hacerlo. Y en decirlo. Gritarlo a los cuatro endiablados vientos: la estabilidad climática se está acabando. Cuanto más tiempo dejemos pasar sin actuar con determinación, peor será el final de esta historia.
Tercer Acto
Al alzarse por última vez el telón vemos a un hombre inquieto. Masculla algo ininteligible, cabizbajo. Se encuentra en su mansión, o en uno de sus yates, o en el interior de uno de sus cohetes. Qué más da. Desde allí, tras un largo silencio por el que ha sido muy criticado, lanza una orden para que su gabinete de comunicación publique un tuit, que será doble. En él reza: “Las noticias de Edwardsville son trágicas. Tenemos el corazón roto por la pérdida de nuestros compañeros de equipo allí, y nuestros pensamientos y oraciones están con sus familias y seres queridos.”
“Todos los habitantes de Edwardsville deben saber que el equipo de Amazon se ha comprometido a apoyarles y estará a su lado durante esta crisis. Extendemos nuestra más profunda gratitud a todos los increíbles miembros del equipo de primeros auxilios que han trabajado incansablemente en el lugar”.
Tira el móvil. Está visiblemente cabreado. Unas horas antes le dio por publicar en su cuenta de Instagram una foto con personal de otra de sus empresas, la dedicada a los vuelos espaciales, al turismo para ricos. Y por eso está siendo juzgado en el tribunal en que se convierte en ocasiones la red. Ese ignorar a los muertos, a aquellos que ya son tierra y cenizas, mientras juega a escapar de la Tierra con sus sueños megalómanos, no podía sentar bien.
Y sí, es megalomanía, no simplemente negocio. Estamos hablando del hombre que tiene construido un reloj de 42 millones de dólares para que funcione 10.000 años sin que nadie intervenga. “El reloj durará más que nuestra civilización”, declaró una vez. Estamos hablando del hombre que con un solo vuelo de su empresa, de once minutos, emite tanto como una de las mil millones de personas más pobres durante toda su vida.
No lo queremos reconocer, pero casi todos somos víctimas de un cierto tipo de negacionismo blando. Aquel que nos permite seguir prácticamente sin inmutarnos mientras el sistema se dirige cada vez a mayor velocidad hacia el precipicio. Seguimos con la inercia de nuestras vidas sin percibir que esa misma inercia, aparentemente salvadora para nuestra vida individual, es la que nos va a condenar como colectivo. Por eso necesitamos un punto de ruptura. Un lugar, tal vez un suceso, desde el que poder decir: hasta aquí. Al menos un discurso disruptivo y valiente parece estar ganando fuerza y espacio. Aunque falta recorrido hasta que sea tan evidente que por fin se traduzca en avances concretos. El problema es que quizá falte, pero no hay tiempo.
O paramos pronto el ritmo de ese Moloch que es el sistema actual o vamos a exponernos a sufrimientos incalculables. Y para parar bien, también habría que redistribuir mejor. Detener el turbocapitalismo de gigantes como Bezos, o el flamante hombre del año para la revista Time, Musk –una civilización enferma solo puede encumbrar a sujetos perversos–, para evitar tener cada vez más sucesos y malas noticias, para evitar vivir historias con finales tan tristes e injustos como el de Larry Virden.
* Juan Bordera, es guionista, periodista y activista en Extinction Rebellion y València en Transició.
ctxt.es/es/20211201/Firmas/38163/amazon-edwardsville-tornado-muerte.htm
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