Andrés Valenzuela, alias «Papudo»: personaje controvertido. Se trata del único agente de la represión en Chile que, en plena dictadura, denunció a través de una entrevista con la periodista Mónica González los crímenes cometidos por el grupo del cual formaba parte: el «Comando Conjunto»
por Verónica Estay Stange
«Andrés Valenzuela, alias «Papudo»: personaje controvertido. Se trata del único agente de la represión en Chile que, en plena dictadura, denunció a través de una entrevista con la periodista Mónica González los crímenes cometidos por el grupo del cual formaba parte: el «Comando Conjunto».
Extracto de la Introducción de«De Papudo al infierno»
Fue en diciembre de 2019. El primer contacto había sido por Facebook: para mi sorpresa, Andrés Valenzuela se paseaba por las redes sociales «a rostro descubierto», usando su verdadero nombre. Después de mucho pensarlo, le envié un mensaje claro y directo: «Hola, Andrés, me llamo Verónica. Verónica Estay Stange; seguramente ubicas mis apellidos… Soy la sobrina del ‘Fanta’, la hija del ‘Fanta chico’. Vivo en París. Estoy tratando de reconstruir la historia quebrada de mi familia, y creo que podría ayudarme conversar algún día contigo, si tú lo deseas y si te parece posible». Mi sorpresa fue aún más grande cuando me respondió: «Hola, Verónica, me agradaría mucho poder hablar contigo; creo que nos haría bien a ambos. Hay episodios de la Historia que cambian según la persona que los cuenta y según el bando al que pertenecía en esa época. Quedo a tu disposición».
Tuvimos una primera conversación telefónica, más bien breve. Nos presentamos, y pronto quedó claro que lo que teníamos que decirnos exigía hacerlo cara a cara. Acordamos entonces encontrarnos en la ciudad de Francia donde él vive. Dado que el viaje en tren costaba demasiado caro, decidí ir en bus. Alrededor de las diez de la noche, salí de mi casa hacia la estación. Un poco justa. Acto fallido, casi: llegué raspando. Durante el trayecto, que duró toda la noche, revisé mis notas.
Andrés Valenzuela, alias «Papudo»: personaje controvertido. Se trata del único agente de la represión en Chile que, en plena dictadura, denunció a través de una entrevista con la periodista Mónica González los crímenes cometidos por el grupo del cual formaba parte: el «Comando Conjunto». La publicación imprevista de las declaraciones de Valenzuela a fines de 1984 provocó, en marzo de 1985, el asesinato de tres militantes comunistas –Manuel Guerrero, José Manuel Parada, Santiago Nattino–, que habían comenzado a profundizar en las informaciones entregadas por él: el «Caso Degollados», crimen emblemático.
Pero eso no es todo. Debo decir que mi deseo de encontrarme con ese hombre obedecía a otros motivos, de orden personal. En 1976, Andrés Valenzuela era uno de los guardias de la prisión donde estuvieron detenidos mis padres. Más aún, por esa misma época y durante varios años, trabajó con el hermano de mi padre (mi «tío» por consiguiente, si bien la designación me suena extraña). El «Fanta» era su apodo: un militante del Partido Comunista que, primero bajo tortura y luego por convicción, participó en la represión de sus antiguos compañeros. Dada su implicación en el Caso Degollados, fue condenado a cadena perpetua por crímenes de lesa humanidad. El «Fanta chico» es el sobrenombre con el que Valenzuela designó a mi padre en sus declaraciones, si bien no era esa su chapa oficial. De cualquier modo, él era centinela en el centro clandestino donde mi papá y mi mamá estuvieron presos, y durante varios años perteneció a la misma banda que mi tío.
No soy periodista ni historiadora ni socióloga, pero siempre he sido una curiosa de mierda. Hasta el punto de disponerme a entrevistar al carcelero de mis padres.
Lo que buscaba a través de esa entrevista yo misma lo desconocía. Sabiendo que Valenzuela, en tanto desertor de la Fuerza Aérea de Chile, había vivido varios años bajo protección judicial, puse al tanto de mi viaje a algunas personas cercanas, por si acaso las redes internacionales de la inteligencia chilena seguían activas.
Acudí al encuentro llena de reticencias y contradicciones internas, lista para librar la batalla apenas la más mínima ocasión se presentara: un dato equívoco, un argumento falseado, un intento de justificación…
Ahí, en la comunidad de Emaús donde trabaja Andrés Valenzuela y donde nos vimos esa primera vez, llegué con la bandera en alto y mi coraza bien firme.
No obtuve más informaciones de las que ya tenía: que mi tío, considerado como uno de los más grandes traidores de Chile, entregó a todos sus compañeros después de haberse dado vuelta por razones que se pueden entender –o no–. Que hasta el último momento intentó proteger a su hermano y a su cuñada –o no–. Que, por varias generaciones, mi apellido llevará el estigma del crimen –o no–.
Conversamos durante horas. El día se hizo corto. Yo preguntaba y preguntaba sin parar: quién, cómo, cuándo, dónde, por qué. Por qué, Papudo, por qué. Como si la persona sentada frente a mí pudiera entregarme todas las respuestas. Tuve que aceptar la realidad del «no sé». Tuve que entender que, a los diecinueve años, Andrés Valenzuela no era más que un conscripto en la Fuerza Aérea, que su margen de acción se limitaba a las tareas que le eran asignadas, que el panorama global de lo que estaba ocurriendo escapaba a su propio campo de visión, que más adelante fue testigo y partícipe del horror, y que para entonces se había convertido en un autómata, sin poder de decisión ni siquiera sobre sí mismo. Tuve que entenderlo, difícilmente. Dolorosamente.
Al despedirnos, la emoción fue grande. Por razones distintas para cada cual, pero la intensidad era la misma. La Historia entera de nuestro país parecía condensada en ese encuentro improbable. Confieso que lloré: de pena, de pasmo, de vértigo frente al abismo sobre el cual estábamos tendiendo un puente.
Con el paso del tiempo, Andrés y yo logramos entablar una conversación «desinteresada». O más bien, en lo que a mí concierne, interesada en aspectos distintos de las informaciones que pretendía obtener. Cómo, por qué: son preguntas que persisten, que resisten, más allá de mi propia historia familiar. ¿Cómo un hombre puede ser arrastrado –o dejarse arrastrar– a formar parte de un sistema criminal que reprime a sus semejantes? ¿Cómo los torturadores pueden ejecutar sus sucias tareas y, paralelamente, llevar una vida de familia «normal»? ¿Por qué algunas personas soportan ese funcionamiento? ¿Por qué te quebraste? ¿Por qué en ese momento y no antes? ¿Por qué tú sí y otros no? Por qué, Papudo, por qué…
Ahora pienso, ahora sé, que Andrés Valenzuela se planteaba las mismas preguntas que yo. Preguntas a las cuales ambos tratamos de responder en este libro, sin lograrlo plenamente.
«Me gustaría hacer un trabajo contigo sobre el Comando Conjunto, y te aseguro que seré muy honesto. Solo quiero que la justicia sea lapidaria, pero con los verdaderos culpables», me escribió un día Papudo. Durante años había sido acosado por periodistas, documentalistas y cineastas que le ofrecían mucho dinero por venderles su historia.
En un principio temí que el saco me quedara demasiado grande. Demasiado grande, digo, ya que son experiencias que rebasan lo humanamente soportable: torturas, asesinatos, desapariciones. Pero, en el fondo, nada de eso me es ajeno: hija de tales, sobrina de tal, conozco esa realidad de cerca, o desde adentro. Se quiera o no, esas experiencias se maman con la leche materna.
Acepté pues escribir este libro porque tu historia, Andrés, en algún punto se cruza con la mía: eres el carcelero de mis padres y el excolega de mi tío criminal. Me entregué a esta empresa llevada por la curiosidad, obviamente, pero también porque se me ocurre que tu vivencia y la mía pueden echar luces sobre otras vivencias, más allá de nuestro espacio personal, nacional e incluso geopolítico.
Durante las cincuenta horas de entrevista que condensa este relato, Andrés Valenzuela me contó su historia. Pero, una vez más, no siendo periodista ni historiadora ni socióloga, me permití intervenir libremente, modificando en el camino el punto de vista de mi interlocutor. Nada de lo que aquí está escrito es literal, pero nada es pura invención mía. Por eso decidí darle al texto la forma de un relato. Un relato que llevaría el subtítulo de «autobiografía» –vaya pretensión la de escribir una autobiografía ajena–. Pero el resultado es eso: la autobiografía de otro, escrita por mí. Heterobiografía, si se quiere, aunque redactada en primera persona. Cada frase ha sido conversada con Andrés Valenzuela y validada por él. Nada le he robado, nada me debe.
Tampoco soy detective, pero sí semiotista: especialista de la significación tal como se manifiesta en el lenguaje. Durante nuestras horas de intercambio, me concentré incansablemente en las marcas de la «verdad» o de la «mentira» en el discurso. Disimulos, encubrimientos, incoherencias…: con los modestos medios de los que dispongo, nada de ese orden pude detectar. Y, al final, nada de eso buscaba ya.
Entonces supe que lo que esperaba encontrar a través de esa entrevista, que se prolongó durante dos años, era una verdad humana, fuera de los datos factuales que la memoria, a estas alturas, está en condiciones de restituir. Una verdad humana que entrego aquí, en carne viva.
«Está ocultando informaciones», «quiere proteger a otros individuos», «se está haciendo pasar por víctima»: muchas objeciones podrán oponerse al testimonio de Papudo. «Te dejaste engañar», «estás manipulada», «eres demasiado ilusa», podrán decirme también. Es posible; pero el diálogo, a partir de ahora, queda abierto sobre la base de lo que aquí está consignado.
Para alimentar los debates que vendrán, quisiera traer a cuento el trabajo de Françoise Sironi, psicoanalista que efectuó el peritaje psiquiátrico de Duch, jefe de un campo de exterminación durante el genocidio de los jémeres rojos en Camboya. En ese marco, Sironi observa que los torturadores y sus secuaces deben activar distintos mecanismos psíquicos para hacer frente a la situación extrema que ellos mismos están viviendo. Mecanismos entre los cuales se encuentra el «clivaje», definido como la disociación de un individuo en dos entidades distintas –por ejemplo, el padre y el represor–. En el relato que aquí presento, el prototipo por excelencia es el «Wally», que podía torturar y luego ir a jugar fútbol con sus colegas como si nada hubiera pasado.
En Andrés Valenzuela, el clivaje no funcionó –por suerte–.
Esta «autobiografía» narra la historia de un hombre que, mal que bien, logró mantenerse entero. Un hombre que, tarde o temprano, tuvo que volver a sí mismo.
Por qué, Papudo, por qué. Por qué tú sí y otros no.
Por qué.
Nunca lo sabremos.
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