Las tramas del general Nelson A. Miles - Periódico Alternativo

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31 mayo 2017

Las tramas del general Nelson A. Miles


Wounded Knee y la invasión de Puerto Rico


El pueblo lakota y el pueblo puertorriqueño son víctimas de un coloniaje igualmente opresivo y humillante.


A nuestro héroe nacional Oscar López

La noche del 24 de julio de 1898 el mar estaba en absoluta calma en la costa suroeste de Puerto Rico. Desde el barco de guerra, la silueta montañosa de la isla era gradualmente visible, gracias a un cielo completamente despejado y a la luz brillante de las estrellas, que compensaban la pobre luminosidad de la luna menguante. El general y comandante del ejército de Estados Unidos (ARMY), Nelson A. Miles, contrariando órdenes expresas del secretario de guerra, Russell Alger, decidió a última hora invadir a Puerto Rico, no por Fajardo, en el noreste, sino por Guánica, en el extremo opuesto. Dado que la invasión secreta habría de ocurrir en cosa de pocas horas, Abrigo de Oso, como lo habían bautizado los guerreros sioux durante la masacre de Wounded Knee, se sentó en su camarote y escribió una carta a su amante, E. W. Heintzelman. En un precedente único, pero sin efecto castrense alguno, le confesó a ella sus planes ocultos: «Supongo que todo el mundo cree que vamos al Punto Fajardo en la esquina noreste de Puerto Rico, y espero que los españoles crean que es allí que vamos, pero es a Guánica, a quince millas de Ponce, que vamos». Después de sellar el sobre íntimo con un gesto de caricia, Miles subió a la cubierta del USS Yale. «El incompetente ese del secretario de guerra Alger me quiere robar la gloria del triunfo sobre España», pensó en voz alta.

Efectivamente, meses antes de que ocurriera el hundimiento del Maine en la bahía de La Habana, Miles entró en un conflicto agudo con la administración del presidente William McKinley, respecto a cuál habría de ser su papel en caso de una guerra con España. En calidad de comandante del ejército de Estados Unidos, Miles favorecía un rápido incremento en el número de tropas regulares, que entonces no pasaban de 25.000 soldados, así como su despliegue principalmente para defender las costas del país. McKinley, menos interesado en la defensa nacional que en crear una marina de guerra poderosa para la conquista de mercados en el extranjero, favorecía las acciones navales, incluida la toma relámpago de La Habana por barcos de guerra. En marzo de 1898, el Presidente le pidió al Congreso que aprobara un presupuesto de $50 millones para las actividades militares, con un 60% destinado a la marina de guerra. El general Miles tomó el asunto como un ataque personal y acudió a la prensa. Él era, después de todo, de los pocos guerreros sobrevivientes de la Guerra Civil y uno de los militares de más alto rango en la nación. Alger, quien fue nombrado secretario en 1896 y era notorio por su indolencia e incapacidad para manejar grandes responsabilidades, tomó la reacción de Miles como un ataque personal y le declaró la guerra al General. Dado que este último era demócrata (y en 1896 había expresado su interés por ser presidente), McKinley le dio su total respaldo al secretario de Guerra.

El hundimiento del Maine, junto a la declaración de guerra el 25 de abril de 1898, exacerbó el clima de hostilidad entre el comandante del ejército regular y el secretario de Guerra. El general Miles exigió que toda invasión de Cuba se subordinara a su entrada personal y gloriosa en Puerto Rico al mando de tropas regulares. Puerto Rico y no Cuba, señaló él, era la verdadera presa a capturar. Para que no quedaran dudas, gestionó el apoyo público del industrialista Andrew Carnegie a sus planes. Una vez capturado Puerto Rico, a su juicio, la toma de Cuba no presentaría mayores dificultades. La estrategia final de ahogo de la Antilla Mayor sería «como el de una serpiente anaconda estrangulando lentamente a su víctima». Pero su plan no se limitaba a una entrada preliminar y triunfalista en la isla más pequeña de las Antillas Mayores. Puerto Rico, insistió, debía ser anexado de inmediato, al modo de los territorios de las Grandes Planicies arrebatados a los indios. Completada la anexión formal, Estados Unidos procedería entonces, en el plan del general Miles, a «civilizar a los nativos de color», que, para él, eran todos los puertorriqueños. El nombre del general Nelson A. Miles –concluyó– estaría para siempre vinculado a la gran empresa civilizadora de una nación de El Caribe. El único requisito era que se pospusiera la invasión de Cuba. De rechazarse su plan –añadió sin que se lo solicitaran– Cuba debería ser invadida por Santiago y no por Mariel, como sugerían algunos miembros del gabinete de McKinley. La clave, decía Miles, era sitiar a la principal ciudad del oriente de Cuba, con el apoyo de los «insurgentes» al mando del general Calixto García. Específicamente, el desembarco debería ocurrir en Daiquirí, quince millas al este de la bahía. Eso sí, las tropas que invadieran a Santiago debían ser tropas regulares del ejército de Estados Unidos que él personalmente encabezaría.

Las exigencias y planes imperiales de Miles enojaron a McKinley. El Presidente juró no prestarle en adelante ninguna atención a las diatribas del general. El 28 de abril de 1898, saltando por encima del rango superior de Miles, nombró a William R. Shafter en calidad de comandante de la invasión a Cuba. Para sorpresa de muchos, el general Miles no reaccionó con una de sus habituales rabietas públicas. Él conocía personalmente a Shafter y sabía que no estaba a la altura de la ocasión. Además, el recién nombrado comandante de la invasión Cuba, no solo sufría de gota, sino que era tan gordo que apenas podía pararse de una silla por sí mismo. Mientras que a los 59 años de edad Miles se mantenía en extraordinaria condición física (corría en ocasiones hasta 100 millas a caballo, jugaba balompié, era partidario del transporte en bicicleta y se mantenía en un peso menor de 200 libras, a pesar de su gran estatura), Shafter tenía enfermedades de todo tipo y el cuerpo lleno de pavorosas varicosas. «Tarde o temprano –sentenció Miles– tendrán que recurrir a mí». Así sucedió.

Planeada originalmente para los primeros días de mayo, la invasión de Cuba se pospuso semana tras semana. Pero la culpa no era exclusivamente de Miles. La incompetencia de Alger y de Shafter se encargó de crear un verdadero clima de caos organizativo en Tampa, Florida, uno de los lugares de concentración preliminar de tropas y pertrechos. Nadie se comunicaba con nadie y todo semejaba, según la prensa, un «picnic gigante». El ambiente poco salubre estaba a punto de provocar una epidemia entre los soldados estacionados en Nueva Orleans y Mobile, Alabama. Alger, en calidad de secretario de Guerra, le pidió a Miles que inspeccionara las tropas para ver si estaban listas. Pero el general se negó, aduciendo que Miles solo seguía las órdenes de Miles y, al fin y al cabo, todo el asunto de inspeccionar partidas de soldados estaba por debajo de él. En esos días caóticos, el único que parecía tener la cabeza en su sitio era el comodoro George Dewey, quien en cuanto pudo se marchó para la Bahía de Manila y, el 1 de mayo de 1898, destruyó la completamente obsoleta flota española en el Pacífico. Pero eso no evitó que por seis semanas adicionales imperara en el gabinete militar de McKinley un continuo clima de dimes y diretes entre el secretario de guerra, el comandante de la invasión a Cuba y el general Miles. El entonces teniente coronel, Theodore Roosevelt, por su parte expresó dudas sobre las estrategias de Miles, pero se cuidó mucho en ese momento de lanzarle un ataque directo. Su asistente, el coronel Leonard Woods, era muy cercano al General, al menos por ahora. Además, Roosevelt tenía desde bien temprano una visión bien clara de la naturaleza oportunista de la intervención norteamericana en el conflicto entre los revolucionarios cubanos y el ya caduco imperialismo español. Era Cuba, y no tanto Puerto Rico, el verdadero botín de lo que el historiador cubano Oscar Loyola Vega llama la guerra hispano-norteamericana, superpuesta maquiavélicamente a la hispano-cubana.

La segunda semana de junio de 1898 el cuadro organizativo era desalentador. No había suficientes transportes para todas las tropas, solamente para 17,000 personas. Con tantas órdenes y contraórdenes, los soldados habían consumido la mayor parte de la comida antes de salir. El equipo militar estaba regado por todas partes y no se pudo montar todo en los barcos. Alger, casi a punto de relevar al incompetente de Shafter de su puesto de comandante de la invasión, ordenó la salida inmediata de las tropas. ¡Por quinta o sexta vez! El último de los transportes partió el 14 de junio y la flota invasora llegó a Santiago seis días después. A pesar de todas las garatas, Shafter siguió casi al pie de la letra las sugerencias de Miles, salvo sobre las precauciones con la fiebre amarilla. La flota desembarcó exactamente en Daiquirí y las tropas se dirigieron enseguida tierra adentro para capturar el terreno elevado alrededor de Santiago. El transporte y los abastecimientos escaseaban. Todo el mundo, sin embargo, había subestimado la resistencia de los españoles. Para el día 1 julio de 1898, las tropas estadounidenses estaban en posesión de las colinas de San Juan y El Caney, pero las bajas eran significativas. Peor aún, en medio de todo el caos, Shafter sufrió un ataque de gota. Los españoles nunca se enteraron de que el comandante de la invasión consideró en ese momento la posibilidad de rendirse.

El desenlace de la invasión lo dictaminó, según la versión oficial estadounidense, la destrucción de la decrépita flota española por el escuadrón del almirante William Sampson, el 3 de julio de 1898. Cinco días después, el general José Toral, comandante de la guarnición española en Santiago, le propuso una salida pacífica a Shafter. Pero este último no sabía qué hacer y pidió ayuda a Washington. McKinley, consciente de la flojera general de Shafter, recurrió al consejo de Miles. El General se embarcó enseguida y llegó a Santiago vestido como un pavo real (la imagen es de Roosevelt). Pero, en lugar de dar la mano con el desorden, se dedicó a criticarlo todo y a averiguar si Roosevelt en realidad había estado al mando de la toma de las colinas de San Juan. Ni lento ni perezoso, también hizo declaraciones a la prensa en que se atribuía personalmente el éxito de la invasión a Cuba. Roosevelt, quien tenía muchas virtudes, menos la de perdonar ataques que mancharan su reputación, hizo un pacto con Wood para destruir a Miles. El 17 de julio de 1898, las tropas españolas (20,000 soldados) se rindieron ante Shafter. Para sorpresa de Sampson, el comandante de la invasión a Cuba dejó a la marina fuera del acto de firma de la rendición. Las peleas entre Miles, McKinley, Roosevelt y Wood apenas habían comenzado.

Cuatro días después, McKinley –enfurecido– le ordenó a Miles que no se dilatara más en salir hacia Puerto Rico. El convoy, que partió el mismo día, consistía de nueve barcos de transporte escoltados por el USS Massachusetts y otras dos naves de guerra pequeñas. En total, iban 3.300 soldados. Las naves estaban a cargo del capitán Francis J. Higginson. El 22 de julio de 1898, Miles y Higginson se enfrascaron en una agria discusión. El General le reveló al capitán del NAVY que el destino de la flota no era Fajardo, sino Guánica. Pero este último, respondió que tenía órdenes expresas de llegar a la Isla por el noreste. En todo caso, añadió Higginson, la bahía de Guánica no era lo suficientemente honda como permitir un desembarque seguro. Pero Miles, convencido de que él se mandaba a sí mismo, inventó un cuento de que los españoles habían interceptado las comunicaciones militares de Estados Unidos y, por tanto, estaban sobre aviso en Fajardo. (Acabada la invasión de Puerto Rico, el general Miles acusó públicamente al secretario Alger de haber revelado a la prensa los detalles secretos de la invasión por Fajardo, supuestamente arriesgando con ello la vida de miles de soldados estadounidenses). Higginson, a regañadientes le contestó: «Lo que usted diga, General; será por Guánica».

Miles y las tropas desembarcaron en Guánica el 25 de julio de 1898. Apenas hubo resistencia de los españoles, que pronto se rindieron al sentir las bombas de los navíos. Al día siguiente, soldados al mando del general de brigada George A. Garretson derrotaron una partida española en Yauco y lograron el control del ferrocarril que iba de Guánica a Ponce (la segunda ciudad más importante del país). Un día después llegaron a Ponce. A partir de entonces, Miles comenzó a implementar su plan de moverse al interior de la isla, igual que había sugerido para Cuba. Solo hubo seis enfrentamientos significativos entre los españoles y las tropas de Miles. En apenas dos semanas (y pocos días más), el General y sus ayudantes habrían de quedarse con casi toda la Isla, incluidos los pueblos de Yauco, Guayama, Arroyo, Aibonito, Hormigueros y Cayey.

Ante el acalorado recibimiento que algunos sectores de Puerto Rico dieron a las tropas libertadoras estadounidenses, Miles se inspiró y redactó una proclama de corte napoleónico para consagrar su llegada. En ella no mencionó lo que Estados Unidos ya sabía, gracias a sus servicios de inteligencia militar: que la Isla gozaba desde 1897 de un régimen autonómico de avanzada. Tituló la misma como Proclama al Pueblo de Puerto Rico, y por años ha sido la fuente de inspiración para la burguesía anexionista puertorriqueña. En parte, lee de la manera siguiente: "No hemos venido a hacerle la guerra al pueblo de una nación que por siglos ha estado oprimida, sino, por el contrario, a traerles protección no solo a ustedes sino a su propiedad, a promover la prosperidad y otorgarles a ustedes las inmunidades y bendiciones de las instituciones liberales de nuestro gobierno. No es nuestra intención el interferir con ninguna de las leyes y costumbres que son sanas y beneficiosas para su gente, siempre y cuando se ajusten a las reglas de la administración militar y la justicia".

No bien publicó su proclama imperial, el general Miles dirigió su atención a lo que verdaderamente le interesaba. Primero, a la intimidad con su amante. En sus cartas le habló de los mares de Puerto Rico, de la belleza de sus cielos y de que quería verla pronto. «Dime, por favor, –le dice en una de ellas– ¿dónde vas a estar y cuáles son tus planes? Debes intimarte conmigo, que he sido tu buen amigo por tanto tiempo». Lo segundo, a preparar el clima de su llegada triunfal a Estados Unidos. Una vez se firmó el armisticio, en agosto 12 de 1898, Miles comenzó a comparar públicamente su magistral invasión de Puerto Rico, con lo que él llamó el «fiasco» en Cuba. Contrario a lo ocurrido en la Antilla Mayor, dijo el General a la prensa, las tropas bajo su mando no fueron víctimas de la fiebre amarilla y otras enfermedades. Sus soldados fueron debidamente acomodados en los transportes. Los que se enfermaron recibieron pronta atención médica y se les mantuvo bajo la más estricta cuarentena. La prensa que acompañó a Miles en la invasión corroboró lo que él decía: «La invasión de Puerto Rico se condujo de manera metódica y planeada». Pero la lengua siempre ponzoñosa del General fue más allá y acusó a Shafter de haber puesto en riesgo la destrucción total del ejército que invadió a Cuba, por no seguir instrucciones simples (que Miles supuestamente dio de antemano) para prevenir la fiebre amarilla. No sin antes reiterar su llamado a anexar inmediatamente a Puerto Rico, el general Nelson A. Miles partió de la isla el 1 de septiembre de 1898. Al llegar a Estados Unidos, se trasladó con su familia al hotel Waldorf-Astoria en New York, convencido de que en la ciudad lo esperaba una gran parada cívica y militar. Lo acompañaron además de su familia inmediata, sus ayudantes y el cuerpo de voluntarios de Wisconsin. Pero la parada nunca se materializó. De hecho, el tema de la invasión de Puerto Rico no era en septiembre de mucho interés para la prensa, como no lo fue previo a julio de 1898. Lo que sí provocó interés fue la ira de Alger y McKinley, luego de que Miles afirmara que ambos habían dado carne podrida y envenenada a los soldados estadounidenses en Cuba. Roosevelt, todavía respetuoso de la figura histórica de Miles, le dio un cierto grado de respaldo. El general se colocó nuevamente en el centro de la mala atención. Con el pasar del tiempo, los escándalos y acusaciones llevaron a que McKinley forzara la renuncia de Alger el 19 de julio de 1899. Nelson A. Miles se sintió reivindicado. Pero todavía le faltaba destruir a Roosevelt, quien en 1900 llegó a la vicepresidencia de Estados Unidos. Así, pocos días después de recibir su tercera estrella, que en efecto lo convirtió en el militar de más alto rango en el país, Miles cuestionó la creencia aceptada de que Roosevelt había tomado las colinas de San Juan en Santiago de Cuba, montado en un imponente caballo. El Vicepresidente reaccionó furioso y declaró a la prensa: «Qué hipócrita y canalla es el hombre este». Reconocido como el último de los héroes de la guerra civil, Miles estaba acostumbrado a que sus exabruptos fueran perdonados. Por eso, decidió no retractarse. 

Lo que el general Nelson A. Miles no sabía, al hablar mal del vicepresidente Roosevelt, es que este era una persona verdaderamente vindicativa. En los círculos cercanos a McKinley se comenzó a hablar en 1901 de la idea de una Corte marcial en contra de Miles. Para colmo de males, el 6 de septiembre de 1901 un anarquista de nombre Leon Czolgosz hirió a McKinley de dos balazos durante la Exposición Panamericana en Buffalo, Nueva York. Ocho días después, el Presidente murió de gangrena e infecciones. Todo el mundo notó la ironía de que la principal atracción de la Exposición Panamericana de 1901 fue la aplicación de la electricidad a las maravillas y conveniencias de la modernidad, y uno de los primeros en sentirlo fue precisamente Czolgosz al morir en Old Sparky, la temida silla eléctrica de Nueva York. La prensa también notó el hecho, preocupante para Miles, de que ahora Roosevelt era presidente de Estados Unidos, o lo que tanto vale, comandante en jefe de todas las fuerzas armadas del país. Las vueltas que da la vida…

Nelson A. Miles, sin embargo, no era un hombre fácil de intimidar. En lugar de amilanarse, continuó con sus críticas al Departamento de Guerra, que ahora estaba bajo la dirección de Elihu Root, un abogado corporativo que no sabía absolutamente nada de cuestiones militares (el ejército mismo rechazó su solicitud de pelear en la Guerra Civil), pero que venía con un plan de modernizar las instituciones de gobierno en Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Root convenció a Roosevelt de negarle a Miles lo que más él quería: las controversias políticas. Secretamente, movió a la prensa militar y civil en ese sentido. Al fin y al cabo, por ley, Miles se tenía que retirar al cumplir los 64 años de edad. Le castigaron con el látigo del desprecio. El 8 de agosto de 1903, al llegar la fecha de retiro obligatorio, Roosevelt y Root enviaron un escueto comunicado de prensa, firmado por ambos: «Se anuncia, por el Presidente, el retiro del servicio activo del teniente general Nelson A. Miles, Ejército de Estados Unidos, efectivo el 8 de agosto de 1903, como está previsto por una ley aprobada por el Congreso el 30 de junio de 1882». En ningún momento se hizo alusión ni a los 42 años de servicio militar ni se le dio reconocimiento alguno. Ante la insistencia del New York Times, Roosevelt declaró: «Nada me movería a elogiarlo». 

La noche del 24 de julio de 1898, contemplando a Guánica desde el USS Yale, Nelson A. Miles no tenía idea de todo lo que habría de ocurrirle en las próximas semanas y meses. Lo único presente en su mente, además de su amante, era la sospecha, bastante bien fundada, de que el Secretario de Guerra conspiraba con otros para dejarlo de lado. La tranquilidad del mar y la silueta montañosa de Puerto Rico, lo hizo rememorar por un instante a las Black Hills de Dakota del Sur, lugar en que libró varias batallas en contra de los indios. Cerca de allí murió –precisamente a manos de los indios sioux– su ídolo, el general George Armstrong Custer, el "Soldado de los rizos de oro" (en realidad, un criminal sanguinario, como ha habido pocos). Mucha gente culpó a Custer de la debacle de Little Bighorn, pero Miles vivía convencido de que la culpa fue de los otros oficiales subordinados de la séptima caballería, en particular del mayor Marcus A. Reno. El general también sabía por experiencia propia lo que era tener la reputación manchada por los errores de los subordinados. La interpretación de Miles sobre la masacre de 300 indígenas (en su mayoría mujeres y niños) en Wounded Knee, el 29 de diciembre de 1890, fue que no había sido culpa suya, sino del mayor Samuel M. Whitside, su subordinado. Pero que al él ser el general que comandaba la guerra en contra de los sioux, y en particular las operaciones en Wounded Knee, le atribuyeron injustamente toda la responsabilidad. Al menos, eso fue lo que dijo. Mas, aún hoy, en pleno siglo XXI, la mera mención del nombre Nelson A. Miles en Wounded Knee despierta en los descendientes del pueblo lakota el recuerdo de cientos de niños, mujeres y ancianos acribillados a mansalva y enterrados en una fosa común. Esto, aunque Miles se encargó de que él y sus soldados fueran condecorados con la más alta distinción militar en Estados Unidos: la Medalla del Congreso. Veinte medallas del Congreso estadounidense por el asesinato de 300 mujeres, niños y ancianos lakotas. Ni siquiera en la Segunda Guerra Mundial, frente al fascismo, se concedieron tantas distinciones «al valor».

El preludio a la larga y sangrienta carrera de cazador de indios de Nelson A. Miles fue un evento en 1866 en el cual él no tuvo participación alguna. Se trata de lo que el gobierno de Estados Unidos, maliciosamente interesado en justificar el genocidio de los pueblos originarios, llamó La masacre de Fetterman. Ocurrida en el corazón mismo de la tierra sagrada de los lakotas (Paha Sapa), en esta batalla militar se enfrentó lo mejor de la estrategia y táctica del ejército de Sherman y lo más sofisticado del pensamiento guerrillero sioux. Como en casi todos los enfrentamientos estrictamente militares, no de genocidio de mujeres y niños y matanza indiscriminada de búfalos y caballos, ganaron los indios. Al final, el ejército de Estados Unidos tuvo que reconocer su derrota frente los indígenas y firmar un armisticio en que cedió, por primera vez en su historia, absolutamente todo lo que el adversario quería. El águila calva, adoptada injustamente como emblema de la voracidad del esfuerzo colonizador del hombre blanco (wasichu) fue puesta de rodillas por un estratega militar de origen sioux: Red Cloud (Mapiya Lúta). Todo el esfuerzo ulterior del ejército de Estados Unidos por las siguientes tres décadas estuvo dirigido, ante todo, a revertir esa humillante derrota militar y política. (Que al hacerlo, los generales más famosos del país actuaran como instrumentos del gran capital ferrocarrilero y se enriquecieran personalmente, no le quita el carácter militar). De hecho, aún hoy en la segunda década del siglo XXI, el armisticio de 1868, conocido como el Tratado de Fort Laramie, continúa en el centro mismo de las luchas reivindicativas de los indios de las Planicies del Norte, particularmente de los lakotas. Fue en ese proceso de venganza y genocidio en que se insertó en 1869, Nelson A. Miles, el futuro conquistador de Puerto Rico, hasta llevarlo a su punto más grotesco en la matanza de Wounded Knee en 1890.

Una de las rutinas del ejército estadounidense en las Grandes Planicies en el siglo XIX era atacar las comunidades indígenas indefensas, cuando los varones andaban cazando búfalos en lugares lejanos. De ese modo, evitaban cualquier resistencia armada significativa. En ocasiones, los soldados de Estados Unidos mutilaban los cuerpos de las mujeres, los niños y ancianos, removiéndoles los órganos genitales, que convertían en trofeos. Así aconteció, por ejemplo, en la masacre de Sand Creek, Colorado, el 29 de noviembre de 1864, en que 700 soldados estadounidenses –bajo la dirección del coronel John Chivington, un pastor protestante y masón convertido en militar y asesino de indios–, atacaron una comunidad pacífica de cheyennes y arapahoes. Chivington y sus soldados se pasearon por la ciudad de Denver exhibiendo las cabelleras y órganos genitales de los más de 250 niños y mujeres asesinados. Entre los muertos exhibidos en la parada no faltaron fetos arrancados del vientre de las mujeres indígenas. Los soldados fueron recibidos como héroes por los habitantes de la ciudad. (En 1887 la legislatura de Colorado creó una comunidad en homenaje al asesino Chivington, aunque este aún no había muerto. Este pueblo todavía existe cerca de la frontera de Colorado y Kansas.) A partir de 1865, bajo la dirección de Sherman, estas matanzas se generalizarían.

La falsa ilusión de grandeza fue una maldición que siguió al general Miles durante los treinta años de su notoria carrera como autoproclamado cazador de indios, pues nunca pudo esconderla. En su mente paranoica, siempre hubo alguien que le tuvo envidia, le quiso robar sus glorias o manchar su nombre. En más de una ocasión, el general –ante la saña de sus supuestos detractores militares y civiles– recurrió a la prensa: «Mis ambiciones no son extravagantes, solo quiero un cargo en conformidad con mi jerarquía». Por eso andaba siempre vigilante, adelantándose a las iniciativas, reales o imaginadas, de sus compañeros militares, e incluso de todo el ejército de Estados Unidos, que describía como una guarida de envidiosos e incompetentes. Ello, aunque en 1868 se casó oportunistamente con Mary Hoyt, la sobrina del poderoso general Sherman e hija de uno de los dueños del Kansas Pacific Railroad, vínculo político al cual le sacó todo el beneficio personal y profesional que pudo, hasta el punto de enloquecer a sus suegros con sus fastidios. Pocos militares en la historia de Estados Unidos (excepción hecha quizás de su contemporáneo competidor en megalomanía, el general Ranald Mackenzie, un asesino impío de mujeres y niños indios, que terminó completamente enloquecido por sus propios actos criminales y que fue personificado por Van Kilmer en la película Comanche Moon), han tenido una reputación más notoria de anteponer sus intereses personales por encima de la vida y seguridad de sus propias tropas. Miles (un megalómano y paranoico), Sheridan (notorio por su depresión maniática y arrebatos violentos) y Mackenzie (un desquiciado mental) eran el trío perfecto de personalidades desajustadas, con plena licencia del gobierno de Estados Unidos para matar mujeres, niños y ancianos indígenas en las Grandes Planicies. Los tres lo hicieron con gusto, aunque Miles siempre lo llevó un poquito más allá, como lo prueba su persecución y captura del gran guerrillero apache Goyathlay, también conocido por Gerónimo.

Primeros en adoptar el caballo de los españoles para usos militares, los apaches fueron responsables de la difusión del equino arabesco por todas las Grandes Planicies. Fuertes, ágiles, pequeños, pero acostumbrados a la geografía del desierto, el pony y el apache eran almas gemelas. De ellos aprendieron los comanches, los sioux, los cheyennes, los arapahoes y los kiowas y todos los grandes guerreros de la caballería indígena de América del Norte en los siglos XVII-XIX. Por casi 200 años, los apaches fueron los dueños de los desiertos de Arizona, Texas y Nuevo México. Grant mismo, en 1872, no tuvo otra opción que «cederles» a los valientes chiricahuas, liderados por el famoso Cochise, las tierras que siempre fueron suyas en Arizona. Pero en 1877 se descubre plata cerca de Tombstone. El presidente Grant, en un acto vil y traicionero, envió al ejército a remover a los apaches del limitado territorio que él mismo había designado como reserva o cárcel para que ellos vivieran. El Southern Pacific Railway no tardó en apropiarse de las tierras. Los apaches regresaron ilegalmente a los montes adustos en que siempre habían vivido.

Cuando José Martí escribió sobre el genocidio de los apaches, ya estos llevaban tres años luchando ferozmente en contra del ejército estadounidense y vengándose justificadamente del agravio de Grant. Las habilidades guerrilleras de los apaches y de Goyathlay se convirtieron pronto en leyenda. En 1883, el general George Crook al mando de 5.000 soldados, equivalentes a una cuarta parte del ejército regular de Estados Unidos, pasó 10 meses tratando de capturar a Gerónimo y sus renegados (muchos de ellos mujeres y niños). No logró aprehenderlos. Dos años después, Grover Cleveland llegó a la presidencia de Estados Unidos con la promesa de acabar el «problema apache». Al retirarse Sherman en 1884, el asesino Sheridan es nombrado comandante del ejército. Su plan era expatriar a los apaches, trasladándolos como bestias en vagones de tren a cárceles en Florida y de paso ejecutar públicamente a Gerónimo. (Esto solamente había ocurrido, así de brutalmente, con los dakotas en 1862, cuando miles de indígenas fueron expatriados a la fuerza de Minnesota y encerrados en cárceles en Crow Creek, Dakota del Sur, luego de la Gran Rebelión Sioux). Sheridan escogió para esta tarea a uno de los cazadores de indios que más él admiraba: Nelson A. Miles. El «vanaglorioso general», según la expresión del respetado historiador Jake Page, no tardó en pronunciarse sobre el líder apache: «Gerónimo es el maleante más sanguinario que haya habido. Tiene el rostro más decidido y los ojos más cortantes que yo haya visto». De paso, declaró a la prensa que solo la incompetencia de su predecesor, el general George Crook, podía explicar que el líder apache continuara aún libre. Miles asimismo fracasó. Al mando de medio millar de soldados no pudo capturar a menos de 500 apaches, muchos de ellos ancianos, niños y mujeres. Pero el costo de la guerra fue muy grande para los seguidores de Goyathlay, que no solo peleaban contra los soldados estadounidenses, sino contra el ejército de México también. En agosto de 1886, buscando evitar una masacre de lo que quedaba del pueblo apache, Gerónimo negoció lo que, desde su punto de vista, fue una tregua con Miles. Él y sus renegados irían temporalmente a cumplir prisión en Florida, para luego ser reunidos con sus familiares en los viejos territorios apaches de Arizona. Miles, Cleveland y Sheridan mintieron una vez más. El tren de la Southern Pacific Railway partió de San Antonio, Texas, con su carga de guerreros, ancianos, mujeres y niños hacia Florida. Gerónimo y los combatientes fueron encarcelados en Fort Pickens, en el occidente del estado; sus familiares, en la costa oriental, en Fort Marion. Allí permanecieron todos, separados, como prisioneros de guerra por 23 años, gracias a las inmunidades y bendiciones de las instituciones liberales del gobierno estadounidense.

Dicho sea de paso, durante la campaña en contra de Gerónimo y los apaches, Miles conoció a Leonard Wood, un médico del cuerpo militar de Estados Unidos. Este era graduado de Harvard y solo era inferior al General en megalomanía. Miles sabía que Wood fue rechazado por la academia militar de West Point en 1880 y, por puro llevarle a la contraría a Crook, lo recomendó para la medalla de honor del congreso de Estados Unidos. Al finalizar la guerra en contra de los apaches, Wood fue designado como médico del presidente Cleveland. Allí, el galeno conoció a Roosevelt. Al iniciarse las acciones preparatorias para la invasión de Cuba, Wood recibió la orden de organizar y dirigir la Primera Caballería del ejército, con la ayuda de quien era entonces su asistente, Roosevelt. El 30 de junio de 1898, el médico fascinado con la guerra obtuvo su primera victoria en Las Guásimas. Pero fiel a su amistad con Roosevelt, dejó que este dirigiera la toma de las Colinas de San Juan. Aquí las suertes se invirtieron, pues fue Roosevelt, y no su jefe Wood, el que se llevó toda la gloria de la toma de Santiago e invasión de Cuba. Aunque Wood fue promovido posteriormente a general de brigada y nombrado gobernador militar de Cuba (1899-1902), Roosevelt fue el ganador de todo el asunto. No era un secreto para el futuro presidente que Wood aspiraba también a ser presidente de Estados Unidos. Pero mientras que Wood jugaba a ser emperador de Cuba y Miles esperaba la parada que nunca llegó, Theodore Roosevelt hacia sus propios arreglos de conveniencia. Supuestamente aceptó a regañadientes postularse para vicepresidente. Atrás quedaron los sueños de Miles y Wood. Ya lo decía José Martí, en sus escritos sobre Norteamérica: «Los hombres, a pesar de todas las apariencias, sólo están unidos en este pueblo por los intereses, por el odio amoroso que se tienen entre sí los que regatean por un mismo premio».

Así como en la mitología griega Narciso quedó embrujado por el reflejo de su imagen, Miles no dejó en momento alguno de contemplarse en las muchas fotos y pinturas que se mandó a hacer. Además, como buen megalómano, no paró nunca de hablar de sí mismo y de acusar a otros de conspirar en su contra para robarle toda la gloria militar que le correspondía. En sus dos extensas, fatuas y aburridas autobiografías, el General redujo la supuesta tragedia de su vida a un conflicto entre él y los otros militares (y políticos) que injustamente buscaron siempre arrebatarle sus glorias militares. Aunque desde la perspectiva militar estadounidense, él no era un personaje castrense falto de cualidades y reconocimientos (sin formación académica alguna llegó al rango de teniente general, obtuvo un grado honorario de Harvard y se enriqueció con sus inversiones en bienes raíces en las tierras arrebatadas a los indios), Miles siempre entendió que él se merecía más, incluida la presidencia de Estados Unidos. De ahí su actitud imperial durante la invasión a Puerto Rico y la manera atropellada con que trataba a todo el mundo, fueran sirvientes o dignatarios.

En la carrera militar de Nelson A. Miles imperó invariablemente aquello de «Árbol que nace doblado, jamás nadie lo endereza». Su primera gran prueba como dirigente militar ocurrió, de todos los lugares imaginables, en la batalla de Fredericksburg. El 11 de diciembre de 1862, el general Ambrose Burnside, al mando del ejército del Potomac, capturó con suma facilidad el pueblo de Fredericksburg en Virginia. Las tropas del sur esclavista, dirigidas personalmente por el general Robert E. Lee, escaparon a los montes que rodeaban la ciudad. En Washington había solamente júbilo. Una edición especial del New York Times, que circuló el 13 de diciembre de ese año, anunció que la guerra estaba a punto de terminar. Lincoln mismo, según los editores, se pronunció de esa manera al respecto. Pero lo que ni el presidente ni el New York Times sabían es que Lee le había tendido una trampa a Burnside. Secretamente, Lee rodeó el pueblo con miles de artilleros y cañones antes de partir. Burnside se sintió confiado y envió a su ejército a perseguir a los confederados a los montes cercanos. El resultado no se hizo esperar: más de 12.000 soldados del norte, muertos o heridos de gravedad. Del lado opuesto, menos de 5.000. Walt Whitman, cuyo hermano fue herido en Fredericksburg, se presentó al lugar y quedó espantado por lo que vio. (Fue así que el gran poeta se hizo enfermero voluntario en los ejércitos del Norte, vocación que continuaría ejerciendo por varios años.) Los estados de Nueva York y Massachusetts, en particular, sintieron con mucha pena la derrota de Fredericksburg. De estos, había surgido la famosa Brigada Irlandesa que fue aniquilada por Lee el 13 de diciembre. La catedral de San Patricio fue escenario de una de las misas de réquiem más concurridas en la historia de la ciudad. La ciudadanía de los estados del noreste estaba de luto, consternada por las muertes de Fredericksburg. Lincoln le reprochó a Dios que hubiera puesto a los ejércitos unionistas en una situación tan difícil. «Si hay un lugar peor que el mismo infierno, ahí me encuentro», comentó en privado a sus asesores de confianza.

Allí mismo, en medio de la carnicería de Fredericksburg, el 13 de diciembre de 1862, se encontraban las tropas dirigidas por el teniente coronel Nelson A. Miles. Incluso cuando ya era obvio que la batalla se había perdido, él fue el único oficial que tercamente continuó exigiendo a sus soldados que se abalanzaran ciegamente con sus bayonetas sobre las filas confederadas. Nada, ni siquiera la muerte de más de la tercera parte del batallón a su cargo, logró detener el afán de Miles de destacarse ante los oficiales superiores. De manera porfiada desobedeció la orden de detener lo que a todas luces era un acto suicida. Entonces, de forma súbita, una bala enemiga lo alcanzó en la garganta. Aun así, mientras yacía tendido en una camilla, rogó a sus superiores que no se preocuparan por sus tropas y que las lanzaran otra vez en contra del enemigo. Pero el comandante de brigada John Cadwell se rehusó, por considerarlo una «pérdida empecinada de hombres valientes». Los soldados de Miles reaccionaron eufóricos. La bala confederada salvó la vida de los pocos restantes. Todo el esfuerzo, según algunos de los participantes, no tuvo otro propósito que el de «asegurar una promoción para el coronel a costa de vidas humanas».

Fue así, del modo antes descrito, que el 13 de diciembre de 1862, en medio de la carnicería de la guerra civil estadounidense, comenzó a desplegarse el rastro sangriento de Nelson A. Miles. Tres décadas y media después, Abrigo de Oso desembarcaría en Guánica, Puerto Rico, para traernos a los boricuas, según su insincera proclama imperial, los avances y bendiciones de la ilustrada civilización estadounidense. Pero aún hoy, 117 años más tarde, estos no han llegado. Tampoco han llegado, dicho sea de paso, a la tierra de nuestros sufridos hermanos lakotas en la reserva de Wounded Knee, víctimas de un coloniaje igualmente opresivo y humillante. Wounded Knee y Puerto Rico son dos experiencias paralelas de dominación política, cultural y económica. Ambas naciones, la boricua y la sioux, sufren hoy de una total falta de libertad para decidir sus destinos y resolver los problemas básicos de su ciudadanía. Es el momento de la redención de ambos pueblos. Mitakuye Oyasin, todos estamos relacionados… 




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