Por Toby Miller, Joan Pedro-Carañana | 02/09/2024 | Ecología social
Fuentes: El salto [Imagen: ceremonia clausura Juegos Olímpicos París 2024]
La asombrosamente aburrida ceremonia de clausura de París 2024 construyó un supuesto mundo distópico en el que los Juegos Olímpicos ya no existían, había que recrearlos. ¿En serio?
Desde los acontecimientos de mayo de 1968 y su posterior fomento intelectual y político, la palabra “París” es sinónimo de nuevos movimientos sociales. Y desde el acuerdo de 2015 sobre el cambio climático que lleva el nombre de la ciudad, también evoca la (ir)responsabilidad ecológica. Ambas tendencias quedaron patentes en los Juegos celebrados este verano en París.
La devastación social, económica y medioambiental acompaña habitualmente a los Juegos Olímpicos. Sin embargo, los últimos organizadores proclamaron “principios de moderación, innovación y audacia”. Hubo incluso una Carta Social oficial de París 2024. La propaganda incluía la promesa de reducir a la mitad la huella de carbono de los desgraciados Juegos precedentes en Londres, gracias a energías renovables, comida vegana, captura de carbono, reducción de emisiones —sin aire acondicionado— y proyectos “verdes” en África, Asia y América. El Sena se convertiría en un río apto para el baño tras un siglo de contaminación.
El Foro Económico Mundial se sumó a esta maquinaria de relaciones públicas, y la multimillonaria inversión de la NBC garantizó la difusión de que París “se ha vuelto verde”, al tiempo que disfrutaba de mayores audiencias para sus servicios de streaming que en todos los Juegos anteriores juntos y de un aumento general de las audiencias del 82% respecto al fiasco de Tokio.
Los datos medioambientales relevantes no se publicarán hasta otoño. ¿Qué podemos decir hasta ahora? La pomposidad del lavado verde va en contra de la historia: ninguna Olimpiada ha cumplido sus objetivos ecológicos. Carbon Market Watch y éclaircies consideraron que las iniciativas parisinas eran “incompletas” y que los informes oficiales “carecían de transparencia”. Las pretensiones iniciales como la neutralidad de carbono se abandonaron discretamente, junto con las nuevas líneas de metro previstas. Además, hubo fuertes subidas de los precios del transporte público.
Se celebraron eventos acuáticos en todo el país y en Tahití, a 15.000 kilómetros de distancia, con impactos medioambientales que ofendieron por igual a competidores locales e internacionales. Un crucero, con restaurante, piscina, bares y salón de tatuajes, albergó a surfistas y ejecutivos que no sentían la necesidad de pasar tiempo en Tahití. Estas embarcaciones son un desastre ecológico.
El Sena siguió llenándose de bacterias peligrosas. La promesa de que no habría aire acondicionado en los alojamientos de los atletas se incumplió: 2.500 unidades de refrigeración saciaron a los vulnerables deportistas del Norte Global, que amenazaron con traer el suyo propio; el olimpócrata australiano Matt Carroll se había quejado: “No vamos de picnic”. Desde luego, no se trataba de una excursión eclesiástica para este pez gordo, quien se apañó con un salario anual de 440.000 dólares.
En cuanto al picnic, los australianos no paraban de quejarse. Un anglo quejica dijo: “Necesito carne para desempeñarme”. Rápidamente se importaron grandes cantidades de animales muertos. Los deshechos de comida y otros desperdicios aumentaron. Se dispuso de 650 toneladas de hielo para tratar lesiones, diez veces más que en 2021, gracias a una fe febril en doctrinas no probadas de crioterapia.
France Nature Environnement obtuvo un documento confidencial que indicaba que Coca-Cola, patrocinador de los Juegos Olímpicos, distribuiría 18 millones de botellas de bebidas azucaradas durante los quince días, más de la mitad fabricadas con plástico. Coca-Cola vertía el contenido en vasos de plástico (la empresa ha sido nombrada recientemente, por sexta vez consecutiva, el peor contaminador de plástico del mundo). Toyota, otro patrocinador, proporcionó a los organizadores una flota de vehículos de hidrógeno insostenibles, y LVMH se deleitó con su tortura animal. El podio de los peores criminales medioambientales entre las empresas participantes estaba abarrotado.
Muchos actos se celebraron en la región de Sena-Saint Denis, a las afueras de la capital, un departamento marcado por la pobreza, el desempleo, la inmigración y la escasez de servicios sociales, policía y seguridad escolar. The Economist lo llama un lugar “dejado”. Para Condé Nast Traveler, los Juegos han dado “esperanza” a Sena-Saint Denis. Pero varios planes de infraestructuras no llegaron a materializarse. Algunos de ellos recurrieron a mano de obra migrante indocumentada y explotada. Centenares de personas sufrieron heridas, docenas de ellas graves.
La región acogió la Villa de los Atletas, donde el hecho de que las camas fueran de cartón era un motivo de orgullo para los organizadores, cuando no estaban ocupados desalojando a personas que dormían a la intemperie en improvisadas protecciones de cartón por toda la ciudad, o lidiando con las burlas del New York Post a las “camas antisexo” diseñadas para disciplinar a los “atletas cachondos” propensos a las “orgías”. (Las trabajadoras sexuales del barrio fueron “trasladadas”).
Pero se abandonó la “prohibición de intimar” por el covid19 de Tokio: “200.000 preservativos masculinos, 20.000 preservativos femeninos y 10.000 campos de látex” estaban a disposición de los atletas: dos por persona para cada día de la Olimpiada. Así que olvídense del puritanismo putativo.
Más bien se trató de gentrificación a través del desplazamiento. Solo una quinta parte de los apartamentos de la Villa se reservaron para viviendas sociales después de los Juegos, y la nueva piscina se construyó a costa de destruir los jardines comunitarios. La Porte de la Chappelle, sede del bádminton y la gimnasia rítmica, fue testigo de una “limpieza social” sin precedentes. 12.500 migrantes y personas sin hogar fueron desterrados.
Hubo resistencia. Apoyada por The Lancet y el British Medical Journal, Kick Big Soda Out of Sport centró su protesta en el horror que Coca-Cola causa al medio ambiente y a la salud pública.
Y entre decenas de colectivos críticos, Saccage (Saqueo) tomó su nombre de la destrucción ecológica y social de París 2024. Dedicado a preservar Sena-Saint Denis, hacer amigos, la ayuda mutua y la relajación, Saccage fue demonizado por el gobierno como “ultraizquierdista”. Cuando el colectivo invitó a los periodistas a un “Tour Tóxico” para mostrar las zonas afectadas negativamente por los desalojos, la prefectura prohibió lo que consideró una marcha de protesta.
La policía respondió con mano dura a la acción directa no violenta, deteniendo a decenas de manifestantes de Climate Extinction. Un agente que había matado de un disparo a un joven justo antes de los Juegos fue recompensado con un servicio en la ceremonia inaugural. El colectivo Stop violence policières à Saint-Denis denunció la militarización del barrio. El ministro del Interior, Gérard Darmanin, declaró: “Una hermosa medalla de oro para las fuerzas de seguridad”. En la medida de lo posible, habían mantenido alejados a los activistas sociales y ecologistas.
Cuando se interrumpieron los servicios ferroviarios y de fibra óptica de Francia, un Estado desconcertado no sabía si culpar al Kremlin, a los progresistas locales o a una garduña radicalizada. Le Figaro nombró a una izquierda “paranoica”. “Una delegación inesperada” emitió un comunicado explicando la intervención en el transporte en términos antinacionalistas, anticapitalistas y proambientales. Maravillosamente, The New York Times calificó a los activistas de “turbios”.
Antes del acontecimiento, Sports Illustrated se preguntaba: “¿perderá la gente de las brasseries y boulangeries su distancia gala e infundirá a los Juegos energía, fantasía y pasión?
En realidad, no: a finales de 2023, el 44% de los parisinos se oponía al evento y el 52% anunció que abandonaría la ciudad mientras durasen los Juegos, la mayoría sin alquilar sus casas a turistas. Durante los preparativos, solo un tercio de los franceses estaban entusiasmados con los Juegos Olímpicos y los consideraban inclusivos y respetuosos con el medio ambiente, aunque la ceremonia inaugural resultó popular. A la izquierda se unieron en algunas críticas ciertos periódicos de derecha y centro como Le Figaro, Le Monde y Le Nouvel Obs, además de otros opositores a la exclusión social. Siempre hubo una “cara B”.
Sin embargo, los medios de comunicación burgueses no dejaron de repetir que a los franceses les encantaban. “Ferveur olympique”, según The Economist y “ferveur populaire”, publicó Libération, que elogió a la organización. Incluso L’Humanité declaró que Francia “había aprendido a amarse de nuevo, a encontrarse a sí misma”. Forbes aclamó unas Olimpiadas supuestamente respetuosas con el medio ambiente.
L’Équipe las calificó de una “quincena encantada”, The Guardian de “chic, espectacular… muy divertidas”. El País adivinó que había “gente alegre, civilizada” y una ciudad que “se ha redescubierto”. Para The New York Times fueron “cautivadoras”. La NBC no podía contenerse: París 2024 era nada menos que un “fenómeno cultural mundial, que satisface el hambre de evasión y entusiasmo colectivo tras los sombríos años de la pandemia”. The Guardian afirmó que los “cínicos locales” habían sido vencidos por la “alegría descarada”. Le Monde proclamó un “entusiasmo desbordante”. El viejo y querido Sports Illustrated utilizó lo que solo pueden considerarse polvos mágicos para anunciar que “los parisinos creen en el arte como algo que debe experimentarse comunitariamente, pero absorberse individualmente. Estos Juegos Olímpicos fueron una expresión de ello”.
El clamor llegó al punto de que “criticar los Juegos parece ahora casi un sacrilegio en el país vecino”. La Australian Broadcasting Corporation anunció que “el devaneo con la polémica o la negatividad pura y dura parecían en general increíblemente forzados u oportunistas, y tendían a existir sobre todo en medios de comunicación con mala fe o en las esferas exteriores de las redes sociales”. La alcaldesa Anne Hidalgo defendió las Olimpiadas en Le Monde: “Que se jodan los reaccionarios, que se joda la extrema derecha”, denunciando también a la “extrema izquierda”.
Se nos dijo que 2024, a diferencia de Pekín 2008 o Sochi 2014, no era un caso de “un país manchado que utiliza los Juegos Olímpicos para mejorar su imagen”, sino de “unos Juegos Olímpicos manchados que utilizan un país para descontaminarse”. Al concluir el evento, la directora de sostenibilidad, Georgina Grenon, detalló con orgullo su deseo de “convertir estos Juegos en un laboratorio… en un acelerador”. Tales relatos exigen una elección: “dejar fuera a los que sufrieron”.
El asunto es el siguiente. El Comité Olímpico Internacional (COI) y su clase directiva se deleitan en el lujo mientras la mayoría de los atletas apenas llegan a pagar el alquiler. Veronica Fraley escribió conmovedoramente: “Compito en los Juegos Olímpicos MAÑANA y ni siquiera puedo pagar mi alquiler… mi universidad sólo me envía alrededor del 75% de mi alquiler mientras que paga a los jugadores de fútbol [americano] (que no han ganado nada) lo suficiente para comprar coches y casas nuevas”. Algunos competidores sobreviven como influencers, o a través de GoFundMe y OnlyFans. Los atletas estadounidenses se lanzaron a aprovechar la asistencia sanitaria gratuita disponible en Francia, desde pruebas oftalmológicas a exámenes oncológicos.
El COI dice que ha estado rogando a las asociaciones que paguen bien a los atletas, pero la realidad es que el Comité ha bloqueado la negociación colectiva durante años. Sólo da a los trabajadores el 4,1% de sus miles de millones de ingresos.
Los Juegos de 2024 han hecho lo que el deporte mundial lleva haciendo sesenta años: acelerar la destrucción, la contaminación, la expulsión y la especulación. Las prácticas sociales y medioambientales parisinas establecieron nuevos “estándares” de vigilancia y acoso policial. Los habitantes de Sena-Saint Denis se sintieron como si vivieran en una barricada. Los críticos consideraron la Carta Social como un proyecto de desplazamiento y gentrificación, “un proceso extractivista”.
Dos días antes de la clausura de la Olimpiada, el presidente del COI, Thomas Bach, entonó que, “si el cambio climático continúa de manera que pronostican los expertos, entonces será muy difícil organizar unos Juegos Olímpicos en verano”.
¡Que siga la fiesta! Mientras la NBC se encargue de la cobertura mediática, los eventos seguirán celebrándose en el “tiempo muerto” de otros programas estadounidenses. Y con Qatar y Arabia Saudí haciendo tratos de favor para albergar deportes mundiales mediante dudosos procesos de licitación, las elecciones de tiempo y espacio no estarán determinadas por el clima o los derechos humanos.
El jefe de misión de Australia en París esperaba acoger los Juegos de 2032 como una oportunidad para “mostrar nuestro espíritu, nuestro carácter, nuestra historia, nuestra cultura”, una retórica tan banal como estereotipada. Así es como se vende este horror a los crédulos contribuyentes de todo el mundo. Sólo podemos imaginar el desplazamiento social que espera a las personas sin hogar de Los Ángeles en 2028.
La asombrosamente aburrida ceremonia de clausura de 2024 construyó un supuesto mundo distópico en el que los Juegos Olímpicos ya no existían; había que recrearlos. ¿En serio?
Más bien deberíamos hacer caso a las sabias palabras de Angelique Chrisafis: “El acto mismo de celebrar un acontecimiento deportivo planetario como los Juegos Olímpicos debe reconsiderarse por completo si queremos que el mundo alcance los objetivos de emisiones netas cero en 2050”.
Los Juegos son insostenibles.
Son ilegítimos.
Deben terminar ya.
¿Quién le pone el cascabel al gato?
Toby Miller. Joan Pedro-Carañana. Profesores de Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/opinion/resistencia-olimpica-non-au-saccage
https://rebelion.org/resistencia-olimpica-non-au-saccage/
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